Los héroes de nuestro tiempo

La escena se sitúa en la Maison Vauquer, una pensión de mala muerte en el París de 1819 donde se hospedan, además del viejo Goriot, protagonista de la novela epónima de Balzac, Eugène de Rastignac, hijo de una familia noble pero empobrecida, llegado a París para estudiar Derecho, y Vautrin, un hombre de mundo que resulta ser un fugado de presidio. Este adivina cuál es la ambición del joven: “Una fortuna rápida es el problema que se proponen resolver cincuenta mil jóvenes que se hallan en su misma posición”, le dice. En un monólogo memorable, le describe las escasísimas probabilidades que una vida de trabajo le brinda de lograr su propósito: “Allí está la virtud, en toda la plenitud de la estupidez, pero allí está también la miseria”. Donde “reina la corrupción y escasea el talento (…) para enriquecerse hay que jugar fuerte; lo contrario es vegetar”. Y concluye: “He aquí la encrucijada de la vida, joven: elija usted”. Este es el dilema de Rastignac: o trabajar o hacerse con una fortuna. Lo uno no lleva a lo otro: a la riqueza se llega por herencia, matrimonio o… jugando fuerte.

La reciente obra del economista francés Thomas Piketty ( Le capital au XXIe siècle) muestra con datos cuán real era ese dilema en la Francia de Balzac: el 10% más rico se llevaba casi la mitad de toda la renta nacional y, como el rendimiento del capital era siempre superior al crecimiento del PIB, la parte del capital iba en aumento; en el otro extremo estaban el trabajo y la miseria. Una sociedad obsesionada por el patrimonio, una sociedad dirigida por rentistas era también una sociedad que miraba hacia el pasado, porque de él vivía o aspiraba a vivir. A primera vista eso es historia pasada, porque en los años que siguieron a la Gran Guerra la parte del capital experimentó un brusco descenso: la destrucción causada por la guerra, la plaga de la inflación, los impuestos y una legislación más favorable al trabajador surgida de los movimientos sociales de la época la redujeron a menos del 35%. Durante más de medio siglo, hasta finales de los setenta, el rendimiento del capital fue inferior al crecimiento, de tal modo que la participación de los salarios se mantuvo estable. Rastignac hubiera podido satisfacer su ambición trabajando.

Los datos que aporta Piketty sugieren, sin embargo, que esos años pueden haber sido la excepción más que la norma: desde el último cuarto del siglo pasado la parte del 10% más rico (rentas superiores a los 111.000 dólares en EE.UU.) ha ido en aumento, hasta recibir otra vez la mitad de la renta nacional. La composición de ese 10% superior ha variado: el impuesto sobre sucesiones ha reducido el peso de las herencias, mientras que a los que viven de las rentas de un capital heredado u obtenido “jugando fuerte” se añaden hoy los llamados working rich, aquellos que perciben altísimos salarios, concentrados en unas pocas empresas y sectores, en posiciones que, por encima del salario, les brindan oportunidades de acceder a la fortuna. Pero son tan sólo el equivalente moderno de los procuradores de la República de Vautrin. “No hay más que veinte en toda Francia, y veinte mil aspirantes al puesto”. En el otro extremo, donde está el trabajo, con la crisis ha vuelto a hacer su aparición el compañero de antaño, la miseria.

La descripción de Vautrin no es una fotografía, sino un cuadro que destaca a propósito los rasgos más negros de una sociedad; aplicada a nuestro mundo resulta una caricatura, porque hoy hay más caminos que entonces para prosperar, aunque sea modestamente. Pero la caricatura puede hacer que reflexionemos sobre lo que nuestra sociedad propone a sus Rastignacs: aspirar a alcanzar la cumbre de un gigante global o desarrollar una aplicación ingeniosa para el móvil, a la espera de poder venderla a Google, y así situarse de golpe entre los working rich; parece como si la creación y el cuidado, a lo largo de una vida, de esas comunidades productivas que llamamos empresas hubieran perdido todo su atractivo. Si esto llegara a ser así, si estos y sólo estos fueran los modelos a seguir en el futuro, volveríamos al mundo de Balzac: a una sociedad injusta, que atiende ante todo a conservar y aumentar lo que ya tiene.

La historia del siglo pasado nos enseña que la evolución que parece haberse iniciado hace unas décadas no es irreversible; tampoco es inexorable que termine con un trauma, como sucedió hace cien años, porque hay formas incruentas de conseguir que cambie su rumbo. Los héroes de nuestro tiempo serán los que tengan el valor y la paciencia de desarrollarlas y de ponerlas en práctica.

Alfredo Pastor, cátedra IESE-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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