"Nosotros, que hemos sobrevivido", escribió en 1945 Marek Edelman, el único de los cinco dirigentes del gueto de Varsovia que logró escapar a su destrucción, "nosotros os encomendamos la tarea de conservar siempre viva la memoria". La frase cierra el sobrio informe que, concluida la guerra, Edelman prepara para el Bund, el partido en el que había militado hasta la invasión alemana y cuyas ideas socialdemócratas, de nuevo proscritas, seguirá defendiendo en secreto a partir del momento en que Polonia quede bajo la órbita soviética, tras el reparto de las potencias vencedoras. Se trata, sin duda, de una frase apropiada para el lugar que ocupa en el texto, haciendo las veces de escueta y emotiva conclusión a una cincuentena de páginas sin pretensión literaria alguna, a una descripción fría y circunstanciada de los hechos. Pero se trata, además, de una frase equívoca, de una frase que, pese a su apariencia hoy familiar y hasta estereotipada, expresa, sin embargo, un pensamiento a contracorriente.
Ateniéndose al tenor estricto de sus palabras, Edelman no se presenta ante sus lectores como víctima, sino como superviviente, es decir, como alguien que, al menos en lo que respecta a su persona, logró zafarse de la aniquilación que le estaba destinada, la misma que a todos y cada uno de los habitantes del gueto. Víctimas -viene a decir Edelman- fueron sus camaradas y todos cuantos se dejaron la vida en la insurrección; él, por el contrario, consiguió sobrevivir, por lo que no puede equiparar su suerte a la de ellos, no puede convertirse en víctima por extensión, en víctima retrospectiva. Pero, además, y siempre según sus propias palabras, Edelman no parece en ningún momento sugerir que testifica para erigirse en custodio del recuerdo, para reclamar el monopolio de la versión auténtica de la historia y, menos aún, para exigir honores, recompensas, galardones; testifica, si acaso, para liberarse de las consecuencias del pasado, para vivir la vida que la invasión alemana y la destrucción del gueto estuvieron a punto de truncar. De ahí que una vez que ha dejado constancia escrita de lo que hizo y de lo que vio, una vez que ha relatado su experiencia, se dispone a retomar los planes trágicamente interrumpidos, absteniéndose de influir en el juicio que la posteridad reserve a la insurrección: "Conservar siempre viva la memoria" es una tarea que encomienda a los demás.
Durante las tres décadas siguientes, Edelman se mantuvo fiel a los principios que se deducen de la frase con la que cierra su informe al Bund, y guardó silencio. Declarándose polaco, rechazó trasladarse a Israel para recibir de por vida el tributo de una admiración a la altura de su hazaña. Fiel a sus proyectos de antes de la guerra, acabó los estudios de medicina y se especializó en cardiología. Consagrado por entero a su trabajo, obtuvo un puesto en el hospital de la ciudad de Lodz. Cada una de estas decisiones, de estos hitos similares a los de cualquier biografía de un joven polaco durante los años de posguerra, contribuiría, sin duda, a que Edelman se afirmase como lo que era, un superviviente. Pero no en el sentido simple, fáctico, de haber escapado a la destrucción del gueto con las armas en la mano, sino en uno más profundo: Edelman era, o se había propuesto ser, un superviviente en permanente rebelión contra los efectos que la destrucción del gueto pudiera tener en su conducta. Es como si hubiese interiorizado, y combatido, la subrepticia contradicción sobre la que se funda la mayor parte de los traumas: la contradicción de haberse librado de lo que pasó para, acto seguido, quedar encadenado a ello para siempre.
La israelí Idith Zertal ha dado cuenta en La nación y la muerte de cómo fue evolucionando la interpretación de la sublevación del gueto de Varsovia durante los años en los que, consagrado a su trabajo de cardiólogo en Lodz, Marek Edelman se esforzaba por ser un ciudadano polaco, aunque opuesto al régimen comunista y, más tarde, militante del sindicato Solidaridad. De acuerdo con Zertal, la historiografía comprometida con la tarea de establecer un relato para el nacimiento del Estado de Israel, identificando líneas de continuidad entre el pasado y el presente, creyó encontrar materia propicia en la insurrección del gueto de Varsovia. El suicidio de muchos de los combatientes, y entre ellos Mordechai Anielewicz, compañero de Edelman y máximo dirigente del levantamiento, evocaba de inmediato el comportamiento de los zelotes en la batalla de Masada, un símbolo al que, todavía hoy, remite el juramento de los soldados israelíes: "Masada", exclaman en el momento de incorporarse a filas, "no volverá a caer". Siempre según Zertal, la determinación de batirse hasta la victoria o la muerte se convirtió en un rasgo del ideario sionista y, por esta razón, no sólo Masada, sino también el gueto de Varsovia, empezaron a considerarse como jalones ejemplares de la epopeya milenaria que habría precedido al nacimiento de Israel en 1948.
La conversión de la insurrección del gueto de Varsovia en hecho fundacional, de acuerdo con la explicación que ofrece La nación y la muerte, obligaba a poner el acento en unos episodios y no en otros, en unas versiones y no en las demás, intentado establecer esa peculiar alquimia entre lo que conviene recordar y lo que debe sumirse en el olvido, propia de cualquier "identidad nacional" o, por mejor decir, de cualquier mito destinado a transformar la historia en fuente de legitimidad política. Mientras Edelman callaba, trabajaba y vivía, sus compañeros muertos durante la insurrección inspiraron emotivos monumentos. El relato de las jornadas trágicas de 1943 fue incorporando, por su parte, detalles en apariencia circunstanciales, pero capaces, no obstante, de orientar la interpretación general de la insurrección. Por ejemplo, la noticia de que los sublevados del gueto izaron, junto a la bandera polaca, la enseña blanca y azul, la que adoptaría Israel en el momento de su creación. Un foso se iba abriendo, así, entre el propósito individual de Edelman, que se negó a participar en las conmemoraciones oficiales de la insurrección, y la reivindicación colectiva de una hazaña en la que él fue protagonista.
El contraste entre esas dos orillas cada vez más divergentes, entre esas dos distantes perspectivas de unos mismos sucesos, se produciría en 1977, cuando Edelman decide poner fin a su silencio y concede una serie de entrevistas a la periodista Hanna Krall, en las que realiza un minucioso inventario de sus recuerdos. ¿Mordechai Anielewicz? Cómo podría olvidarlo: llegó a comandar a los rebeldes, asegura Edelman, porque acariciaba esa ambición en la que había "algo de pueril", aunque tenía capacidad sobrada para hacerlo. Recuerda, además, la huella que el hambre había dejado en sus modales, así como que "su madre vendía pescado y, si le sobraba, le enviaba a comprar tinte rojo para colorear las agallas y que pareciese fresco". La descripción de sus correligionarios, además de la suya propia, tampoco deja lugar para la hagiografía, aunque no oculte el respeto inextinguible que les profesa: entre ellos había prostitutas, también un chulo con los bíceps tatuados, gente de toda condición. ¿Los monumentos que inspiraron? "Son como conviene que sean los monumentos, dice Edelman, bellos y de piedra blanca". Pero representan a personajes con cananas y fusiles en la mano, "un aspecto que nunca tuvieron" los insurgentes de carne y hueso. ¿Las banderas? Puede que alguien las izara, pero él no las vio. Las habría izado gustoso "si al menos hubieran tenido un poco de tela".
El escándalo que produjeron estas y otras declaraciones alcanzó tales proporciones que Hanna Krall llegó a escribir que tal vez Edelman "había guardado silencio por delicadeza", pero que, cuando decidió hablar, "resultó evidente para todo el mundo que más le hubiera valido permanecer en silencio". Krall constataba de este modo que Edelman pertenecía a una saga restringida de héroes, los héroes inservibles para cualquier causa. Al menos, para cualquier causa que no consista en la obviedad de reconocer a los individuos como son, capaces de conciliar los gestos más sublimes con los más desesperados, las acciones que exigen los grandes principios con las que sólo dictan los instintos o los deseos más irrefrenables. Rechazando convertirse en el objeto de ninguna idealización, renunciando a que, siendo supervivientes, se les contabilice en la nómina de las víctimas o, menos aún, en la de los mártires, liberan a sus próximos de rendir ningún culto obligatorio, de tributar ninguna admiración que sea impuesta, de acceder a ningún asentimiento que no derive de la propia convicción y de la propia libertad. Los mitos y los tabúes a los que se sacrifican sociedades enteras no pueden contar con ellos, y el resultado es que se les margina, que se les priva de la condición de héroes, porque el héroe, a fin de cuentas, ha de servir siempre para algo.
Según cuentan sus amigos, Marek Edelman sigue atendiendo cada mañana su consulta en el hospital de Lodz, quién sabe si para seguir disfrutando hasta el final de la victoria de haber sobrevivido. Nadie le ha dicho todavía que cumplió la edad de jubilación hace tres décadas, el mismo tiempo que silenció sus recuerdos. Seguramente, por delicadeza.
José María Ridao