Los hombres que quieren vivir para siempre

Los hombres que quieren vivir para siempre

¿Querrías vivir para siempre? Algunos multimillonarios, que son invencibles en todos los demás aspectos, han decidido que también merecen escapar a la muerte. En la actualidad, varias empresas de biotecnología que son impulsadas por fortunas de Silicon Valley se dedican a la “prolongación de la vida” o, como lo dicen algunos, a resolver “el problema de la muerte”.

Es una causa que respaldan el multimillonario del sector tecnológico Peter Thiel; la consentida de TED Talk, Aubrey de Gray; Calico, el millonario laboratorio de longevidad de Google, y la inversión de Jeff Bezos, de Amazon. Recientemente, la Academia Nacional de Medicina, una organización de la sociedad civil, dedicó financiamiento con el fin de “acabar para siempre con el envejecimiento”.

Como mencionó el empresario de la longevidad Arram Sabeti a The New Yorker: “Es cierta la proposición de que podemos vivir para siempre. No viola las leyes de la física, así que podemos lograrlo”. De todos los aspectos ligeramente espeluznantes de esta tendencia, el más extraño es el menos advertido: las personas que defienden en público la prolongación de la vida son principalmente hombres.

No todos son hombres, por supuesto. En 2009, Elizabeth Blackburn recibió el Premio Nobel por su trabajo con los telómeros, tapones de proteínas en los cromosomas que podrían ser una de las claves para entender el envejecimiento.

Cynthia Kenyon, la vicepresidenta de la investigación sobre el envejecimiento en Calico, estudió la prolongación de la vida mucho tiempo antes de que estuviera de moda; su protegida, Laura Deming, dirige un fondo de capital de riesgo a favor de la causa.

Sin embargo, estas mujeres están concentradas en detener las patologías relacionadas con la edad, un concepto casi tan controvertido como la investigación sobre el cáncer. No parecen obsesionadas por conseguir la fuente de la eterna juventud.

El último libro de la profesora Blackburn sobre telómeros no podría ser más claro. “¿Nuestra investigación demuestra que al mantener tus telómeros vivirás más de cien años?”, cuestiona. “No. Las células de todo el mundo envejecen y con el tiempo morimos”. Kenyon alguna vez describió que el objetivo de su investigación era “tan solo tener una vida saludable y después apagar la luz”. Incluso Deming, un prodigio de 23 años que trabajó en el laboratorio de Kenyon cuando tenía 12, señala que “envejecer es importante para nosotros de una manera innata”.

Muy pocas de estas expertas se acercan a igualar las declaraciones estridentes que realizó el inversionista y biohacker de la longevidad, Dave Asprey, quien declaró lo siguiente: “Decidí que simplemente no iba a morir”. O la declaración de Brian Hanley, un microbiólogo que ha probado en él mismo una terapia génica antienvejecimiento que desarrolló: “Hay muchas cosas que faltan por hacer para que la vida se alargue más allá de los cien años. Pero lo lograremos”. O el magnate de la moda de 74 años, Peter Nygard, a quien durante un video promocional le inyectan sus propias células madre para revertir el envejecimiento mientras declara: “Ponce de Léon iba por el camino correcto. Solo que lo pensó demasiado pronto. Eso fue antes. Esto es ahora”.

Hace tres años me topé con la oda de Nygard a la resistencia humana mientras empezaba una investigación para una novela sobre una mujer que no puede morir, y ver ese video me permitió experimentar algo cercano a la prolongación de la vida. Cuando Nygard se comparó con Leonardo da Vinci y Benjamin Franklin mientras bailaba con un rebaño de modelos —o como lo explica una voz en off, “Vive una vida con la que la mayoría solo puede soñar”—, nueve minutos de YouTube se prolongaron hasta una eternidad insulsa, donde el tiempo se derritió hacia un vórtice de solipsismo.

En aquel entonces, estaba enfocada en el cuidado de mis cuatro hijos pequeños y esta oda a la juventud perpetua me pareció particularmente estúpida. Recuerdo haber pensado que, si esa era la vida eterna, la muerte no sería tan mala.

Sin embargo, ahora que hay hombres poderosos cayendo como fichas de dominó tras acusaciones de acoso sexual, ese video con mujeres jóvenes apiñadas alrededor de un multimillonario senil me ha perseguido de una nueva forma. Cuando recuerdo el malestar que me provocaron los pregones de hombres obsesionados con la longevidad, pienso en la soberbia impactante de los Harvey Weinstein del mundo, quienes piensan que los cuerpos de las mujeres jóvenes están esperándolos para cuando deseen tenerlos.

Se ha hablado mucho de por qué permitimos que se descontrolara ese tipo de comportamiento. Lo que no se ha dicho, porque es muy evidente, es cómo alguien puede ser tan desvergonzado en primer lugar: estas personas creían que eran invencibles. Consideraban que sus cuerpos eran completamente suyos y los cuerpos de las demás personas estaban a su disposición; al parecer no había nada en sus vidas que les permitiera creer otra cosa.

Desde el punto de vista histórico es un error que cometerían pocas mujeres porque, hasta hace muy poco tiempo, la experiencia física de ser mujer implicaba totalmente lo opuesto… y no solo porque las mujeres deban llevar consigo sus movimientos de defensa propia mientras caminan por estacionamientos en la noche. Hasta hace muy poco tiempo las mujeres empezaron a participar de una manera más generalizada en la vida pública, pero incluso hace menos tiempo que se ha dado la bienvenida a los hombres para que ofrezcan cuidados físicos a las personas vulnerables, o siquiera que se espere que lo hagan.

En la historia de la humanidad, los hombres han compartido apenas un nanosegundo la carga que alguna vez fue exclusiva de las mujeres: la labor diaria e incansable de cuidar el cuerpo de otra persona, el trabajo que preserva vidas limpiando heces y vómito, el ciclo constante de cocinar, alimentar, tapar y bañar a los pequeños, los enfermos o los viejos. Casi desde que existen los humanos, ser una humana ha implicado una inmersión diaria y no opcional en la fragilidad de la vida de los humanos y el esfuerzo interminable que requiere mantenerla.

Queda claro que no todos aquellos que cuidan de los demás son unos santos. Pero comprometerse con esa devoción a diario, o incluso sobrellevar su expectativa, tiene el potencial enorme de cambiar a una persona. Te obliga a imaginar de forma constante cómo es el mundo desde el punto de vista de alguien más: ¿tendrá hambre? Tal vez esté cansada. ¿Le dolerá la espalda? ¿Qué querrá decir?

La cura más evidente para la desigualdad de género que persiste sería poner a más mujeres en lugares de poder. Sin embargo, si en realidad esperamos crear una sociedad igualitaria, también necesitaremos más hombres que se preocupen por los indefensos: más mujeres en juntas de consejos, pero también más hombres en las estaciones de enfermería y en las mesas para cambiar pañales, inmersos en la empatía física diaria. Por supuesto que vale la pena al menos invertir lo mismo que en desafiar a la muerte.

Tal vez es necesario que la promesa de la inmortalidad inspire a los egocéntricos para que inviertan en un trabajo poco sexy como la investigación del alzhéimer. Si fuera así, tal vez llegue el día en que todos veamos el fatuo desafío a la muerte como una bendición que sirvió de medio para un fin digno.

No obstante, los varones que ansían vivir para siempre podrían hacer una pausa en el viaje hacia la vida eterna y considerar el vacío aterrador que se encuentra en el centro de la invencibilidad. La muerte es la vulnerabilidad final. Es el momento en el que todos debemos confrontar exactamente lo que muchas mujeres han conocido demasiado bien: eres un cuerpo, solo un cuerpo, y nada más.

Dara Horn es escritora y su novela más reciente se titula Eternal Life.

1 comentario


  1. La muerte sería un problema si existiera una solución para evitarla. Mientras tanto, solo es una circunstancia.

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