Los homicidios tímidos: de Judas a Blesa

El año pasado, una media de diez personas al día se suicidaron en España: desde adolescentes como Zulima, que recurrió al bote de pastillas de su abuela; a personas maduras como Miguel Blesa, que se destrozó el corazón con una escopeta de caza. La soledad que lleva a la depresión, la depresión que lleva a la soledad… Bucear en las causas de un suicida es sumergirse en abismos a veces insondables.

Decía el poeta francés Edmond Jabès que solo un ahogado sabría hablar del río. Sumergiéndome en las páginas que Virginia Woolf escribió en Las olas, encontré a Bernard (“nos hundiremos como nadadores… a través del aire verde de las hojas… las olas nos cubren”); encontré a Rhoda (“quiero salir de estas aguas. Pero se amontonan sobre mí. Entre sus grandes hombros me llevan […]. Navego en aguas revueltas y me hundiré sin que nadie intente salvarme”). ¿Por qué nadie pudo salvar a Virginia, aquella mujer brillante, sensible, adelantada a su tiempo…? Un día de su juventud, mientras tomaba té con el escritor Lytton Strachey en la casa familiar, entró la hermana -Vanessa-: en el vestido blanco había una mancha, lo que hizo que Lytton exclamara “¡Esperma!”. Era la primera vez que alguien pronunciaba dicha palabra en un ambiente burgués. Aquel ambiente, aquella literatura lúcida, no impidieron que Virginia llenase con piedras los bolsillos del abrigo y se hundiera en un río.

Sumergiéndome en las páginas de los libros de Ángel Ganivet, hallé que no le daba importancia a la muerte, pero sí le entristecía que quedaran en el cuerpo muerto “las creaciones presentes o futuras del espíritu”. También hallé que le dolía España como a Larra (“en España han arrancado muchos árboles y muchas ideas”). El cuerpo muerto de Ganivet -aureolado con las creaciones de su espíritu- se hundió en las aguas casi congeladas del río Dwina, en Riga. La piedra no la llevaba en los bolsillos del abrigo: “En presencia de la ruina espiritual de España, hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón”.

Medio siglo después, Álvaro Mutis, estando en un cóctel ofrecido por el embajador de Finlandia en México, se quedó prendado de un retrato de mujer hecho a lápiz:—Es la abuela de mi esposa -le explicó el embajador-. Fue una mujer de gran belleza y de carácter notable. Por ella se suicidó Ángel Ganivet.

Yukio Mishima escribió uno de los libros más hermosos que he leído: El rumor del oleaje, la historia de amor de dos adolescentes en una pequeña isla japonesa. Cuando Shinji se enamora de Hatsue, la muchacha de largas pestañas, no puede conciliar el sueño; como nunca ha estado enamorado, confunde el amor con la enfermedad. Superada la confusión, le reza al dios del mar para que Hatsue sea su novia. Sin embargo, al quedarse por fin a solas con ella durante el trayecto entre la torre de observación y el faro, no sabe cómo actuar porque a la isla no llegan novelas ni películas. Al final del libro, descubrimos que en aquella isla había amantes que, ante la imposibilidad de estar juntos, acababan suicidándose, opción que Shinji repudia porque tenía que mantener a la familia con su trabajo de pescador.

Quien no repudió la idea del suicidio fue el propio Yukio Mishima, tan dotado para escribir sobre el amor como para crearse un martirio aterrador: el 25 de noviembre de 1970, como protesta por que Japón estuviera perdiendo sus esencias en aras del consumismo occidental, asaltó junto a varios fieles los cuarteles del Estado Mayor japonés y se abrió el vientre. Luego, uno de los compañeros le cortó la cabeza con un sable de samurái.

También me he sumergido en las páginas de La playa, de Cesare Pavese, cuyo narrador comprende finalmente que nada es más inhabitable que un lugar donde se ha sido feliz; aunque donde mejor se conoce a Pavese es en El oficio de vivir, el diario de un misógino con vocación de suicida, un solitario que pasaba las tardes sentado ante el espejo para hacerse compañía. Según él, había algo más triste que envejecer: continuar siendo un niño, quizá porque a los seis años quedó huérfano de padre y su madre lo educó severamente. En el sentido bíblico, no llegaría a conocer a ninguna mujer (“cuando una mujer sabe a esperma y no es el mío, no me gusta”). El último desengaño -con una actriz norteamericana- le impulsó a realizar el primigenio deseo: hundirse en una sobredosis de somníferos. “Los suicidios son homicidios tímidos”, había escrito días antes.

Al contrario que Pavese, Kurt Cobain sí sentía nostalgia de la infancia. En su nota de despedida, drogado, confesaba: “Necesito estar un poco anestesiado para recuperar el entusiasmo que tenía cuando era un niño”. La misma nostalgia sentía Ernesto Sabato, que nunca dejó de ser el niño solitario que sufrió la severidad de su padre. Pese a ello, cada Navidad de su vida seguía pidiendo a los Reyes Magos que le devolvieran el candor. Observando las aguas del Sena, deprimido, se vio tentado por el suicidio. El doctor Cárcamo le dijo que estaba al borde de la locura, instándole a que se sometiera a una terapia psicoanalítica; pero solo le salvó entender el sufrimiento que su muerte causaría.

Ernesto Sabato fue un suicida frustrado (como Schumann en las aguas del Rin; como Graham Greene, quien, buscando vías de escape del aburrimiento y la depresión, jugaba a la ruleta rusa y le pedía a un psiquiatra un electroshock). Sabato murió dos meses antes de cumplir cien años. ¿Cuántos habrían vivido Virginia Woolf, Ángel Ganivet, Yukio Mishima, Cesare Pavese… si no hubiesen precipitado su destino? ¿Cuántos libros más hubieran escrito?

Del filósofo rumano Emil Cioran se podía decir que vivía en un ático de París o en las cimas de la desesperación: “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro”. El ático estaba a dos pasos del cementerio de Montparnasse. Cada vez que algún admirador le visitaba para confesarle que se quería suicidar, Cioran le sugería que diera un paseo por el cementerio. Al volver, ya no pensaban lo mismo. (Trotski y su futura esposa, Natalia Sedova, tuvieron sus primeras citas en ese cementerio, junto a la tumba de Baudelaire, cuyos versos leían: “¡Oh, Señor! ¡Dadme la fuerza y el coraje de contemplar sin asco mi cuerpo y mi corazón!”. Trotski, al sentir cercano el aliento de la muerte -el aliento de Stalin-, llegó a decir que prefería un suicidio limpio a una muerte sucia, pero el piolet de Ramón Mercader acabaría manchado de masa encefálica y sangre).

Cioran escribió -con una tinta azul desvaída- que él no se suicidaba porque la muerte le repugnaba tanto como la vida, y añadía: “¿Quién se ha suicidado a causa de Dios, de la naturaleza o del arte…? ¿Por qué nadie se suicida en pleno orgasmo?”. En su apartamento parisino tuvo largas conversaciones con Fernando Savater, que descartaba el suicidio por orgullo (“¡no podrán conmigo!”); y con el propio Sabato, con quien compartía la necesidad de desmitificar el racionalismo.

¿Qué es el racionalismo…? Si Sabato se hubiera suicidado, nunca habría tenido dos hijos. Sin embargo, uno de ellos, Jorge Federico, acabaría muriendo joven en un accidente de coche. ¿El racionalismo…? Alguien tan lúcido como Cioran vivió los últimos años vegetando en un asilo.

Exceptuando a Sansón (el primer kamikaze de la Historia), también podemos calificar de homicidas tímidos a Judas (el único suicida del Nuevo Testamento), Salgari haciéndose el harakiri al amanecer, Freud con la morfina, el matrimonio Zweig ante el auge del nazismo, el matrimonio Goebbels ante la decadencia, Hemingway (el único psicoanalista que admitía -su máquina de escribir- no pudo impedir que el 2 de julio de 1961 una escopeta pusiera el punto final; ese mismo día llegaba García Márquez a México, primeras páginas de otro genio), Belmonte (como Blesa, a punto de cumplir 70 años; como Blesa, en una finca andaluza; como Blesa, de un disparo).

En Juan Belmonte, matador de toros, Chaves Nogales cuenta que a los veintitrés años, bajo el influjo de una obra de D’Annunzio en la que tiraban un cadáver a un río, el torero pensó en suicidarse: “Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba… Terminaba guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: ‘¿Para qué haces todas esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar?’”.

¿El suicida suele ser un cobarde, un valiente o, simplemente, un enfermo?

Llorando la muerte de su padre, Jorge Manrique compuso los versos: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”. A los doce años, bajo el influjo de las novelas de aventuras, Belmonte, como en los alrededores de Triana no había leones, decidió ir a cazarlos a África con un amigo. Era primavera. Irían a Cádiz a pie y se embarcarían como polizones en algún buque. “Echamos a andar cara al mundo con una alegría y una emoción inefables. Íbamos por la carretera de Dos Hermanas…”. Poco a poco, el cansancio, el hambre y la sed comenzaron a perforar las fantasías. Al coronar una cuesta, se encontraron con el mar, “que nunca habíamos visto. Fue una visión deslumbradora”. Aunque el mar les animó, al llegar a Cádiz, absortos en la contemplación de las olas, el amigo acabó preguntando: “¿Y si nos volvemos?”. El mundo no era como lo habían imaginado leyendo libros de aventuras, reflexionaría Juan.

Nuestras vidas son, en efecto, los ríos que van a dar en la mar. Que seamos agua, que vivamos rodeados de ella, no evita, por desgracia, que muchas personas se hundan sedientas.

José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

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