Los huecos de la política

Entre tantos diagnósticos sobre el malestar democrático no está de más considerar que la política no lo sabe ni lo arregla todo. Esperamos demasiado de la política, le cedemos un exceso de personalidad y energía, le transferimos interrogantes que corresponden a los individuos y a esa gran red de individuos que compactan una sociedad civil. El tempo político transcurre a contra reloj, con una aceleración que de cada vez más define lo que vamos a ser y por qué razón no podemos serlo. Los deterioros y desilusiones que genera la hiperpolítica de una parte alientan movimientos como la alter-derecha y la alter-izquierda; por otra, desvinculan a los ciudadanos de la vida pública, es decir, eclipsan la ciudadanía. Esta polarización perjudica los fundamentos de la sociedad civil, precisamente en el momento en que su espontaneidad más falta hace. Entre el Estado y el individuo, la sociedad civil es como los polders que arrebataron tierras al mar en Holanda, las poblaron y convirtieron en prosperidad y cohesión.

La flexibilidad desbordante que es propia de los partidos políticos atrápalotodo —el catch all party— difumina sus perfiles, ensancha hiperbólicamente el angular de captación electoral y por eso pierde la identidad que en el pasado era propia y no tan sólo de izquierda y derecha. Ahora, en su proyección programática, también tienden a prescindir de articulados conceptuales y valores específicos para que no aparten a unos u otros votantes. Está ocurriendo con lo que en la postguerra europea, por ejemplo, fue la sustanciación de la democracia cristiana.

Dando por sentado, y no con desacierto, que la prioridad es ganar las elecciones para tener el poder y aplicar unas u otras políticas, al desplazar de la estrategia política núcleos significativos que puedan reducir el atractivo atrápalotodo hemos extralimitado la matriz pragmática que comparten centro derecha y centro izquierda. En el caso del centroderecha, la estrategia del partido atrápalotodo tiende a minimizar valores y definiciones concretas, como defender no ya el confesionalismo sino el legado de la cultura cristiana, del mismo modo que en el centro izquierda los clásicos postulados socialdemócratas han ido aguándose. Por lógica pendular, por fuerza ocurre que sectores del electorado que sienten prioritarios esos anclajes, recelan del pragmatismo y prefieren la antipolítica. Ambas posiciones tienen su propia legitimidad, pero no son complementarias sino forzosamente contrapuestas.

Debiera haber llegado la hora de la sociedad civil, no para sustituir la política sino para llenar sus vacíos aunque el estado de salud de esa sociedad civil, por desarticulación o ausencia, no es un paradigma de excelencia. Cuestiones de tanta envergadura como los dilemas bioéticos que habrá que afrontar legislativamente requieren de consensos mínimos, de una parte, pero a la vez de postulados claros, explícitos. Cuando la política se autolimita al pragmatismo, es en el clásico terreno de las instituciones y cuerpos sociales intermedios que esas cuestiones habrían de dirimirse porque la política, por su aceleración, por los agobios del calendario electoral y por la indefinición creciente de los partidos atrápalotodo, no es ya el instrumento directo para que en casos metapolíticos la sociedad civil delegue y, como hemos vividos desde principios de siglo, se conforme con los plazos de la política. Al contrario, es la sociedad civil la que debe introducir en la vida pública unos u otros valores metapolíticos y ahí la gran dificultad es que las sociedades civiles o bien están en circunstancias inciertas o bien se deshilachan rápidamente.

Ni la política puede solventarlo todo, ni es éticamente saludable que deleguemos en los políticos decisiones y posicionamientos que, más allá de la táctica, corresponden a la conciencia de cada uno. La política de prometer en exceso lleva a falsas expectativas, en consecuencia a los populismos; y los populismos generan falsas expectativas aún más dañinas porque consisten en destruir un sistema sin tener un sustituto contrastable.

En los Estados Unidos ¿existe una secuencia de causas y efectos entre lo que comenzó como ir a la bolera solo —según la célebre formulación—, con pérdida paulatina de las comunidades consistentes, y las inercias subterráneas de descontento que han emergido con la victoria de Donald Trump? La cuestión sería saber hasta qué punto la divergencia entre estas dimensiones de la política es de larga duración o es una fiebre con tratamiento razonable. La tarea es muy ardua porque se trataría de que la sociedad civil rescate la política.

Valentí Puig es escritor.

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