Los inmigrantes no deben ser los chivos expiatorios de la pandemia

Seamos claros: la COVID-19 se difundió inicialmente por el mundo gracias a viajeros adinerados que volvían a sus hogares de cruceros, vacaciones de esquí en el exterior y conferencias internacionales, pero muchos prefieren culpar equivocadamente a los inmigrantes en su lugar, a menudo con atroces consecuencias.

Por ejemplo, las milicias yemeníes esta primavera atacaron a miles de inmigrantes etíopes, acusándolos de difundir el coronavirus. Arabia Saudita expulsó a inmigrantes africanos masivamente y hubo caseros chinos que echaron a africanos de sus hogares en la ciudad de Cantón. Estados Unidos también deporta regularmente a inmigrantes centroamericanos y caribeños a sus países de origen, a menudo después de que se infectaran en las instalaciones de detención estadounidenses. Malasia arrestó a cientos de inmigrantes indocumentados —entre ellos, a refugiados rohinyás— mientras no sorprende que miembros del gobierno del primer ministro indio Narendra Modi hayan culpado a los musulmanes por llevar el virus a la India.

El uso de los inmigrantes como chivos expiatorios es en sí una pandemia. No solo resulta inmoral, sino que atenta contra nuestra capacidad para controlar al virus e ignora el papel fundamental de los inmigrantes en esas tareas. Incluso cuando ahora se reconoce a muchos inmigrantes como trabajadores esenciales, ellos (y muchos grupos minoritarios) sufren desproporcionadamente por la COVID-19, con tasas de contagio que a menudo duplican o triplican las de otros grupos, principalmente por estar expuestos a condiciones de trabajo inseguras y de explotación.

Los millones de inmigrantes que trabajan duramente en granjas y plantas de envasado de carne son especialmente vulnerables al virus. A unos 1500 trabajadores en una planta de procesamiento de carne alemana —en su mayoría trabajadores inmigrantes de Europa Oriental— les diagnosticaron COVID-19 recientemente. En EE. UU., donde tres cuartas partes de los trabajadores agrícolas nacieron en el extranjero, los brotes de la enfermedad han sido innumerables. Tan solo en una empresa avícola, Delmarva, 2215 trabajadores contrajeron el virus y 17 murieron. Los inmigrantes —especialmente las mujeres— también representan una parte desproporcionada de otros trabajadores esenciales en riesgo, entre ellos el personal de salud y atención en el hogar, los conductores por encargo, los encargados de edificios y el personal de limpieza, quienes están la primera línea de batalla.

Con demasiada frecuencia los empleadores no brindan a los trabajadores inmigrantes suficiente equipo de protección personal ni acceso a la atención sanitaria; y quienes se enferman no pueden darse el lujo de dejar de trabajar, porque no reciben asistencia de emergencia, como subsidios salariales y beneficios por desempleo.

Muchos inmigrantes enfrentan entonces la elección imposible entre desobedecer las restricciones de confinamiento o ver como su familia pasa hambre. Además, las barreras idiomáticas suelen impedirles acceder a información crítica mientras viven en espacios abarrotados con mayor riesgo de contagio (esto también ocurre en los atestados campos para refugiados). Peor aún, los agentes del orden estadounidenses están incluso entrando a los hospitales en busca de inmigrantes para deportarlos, una táctica que disuade a muchos de buscar atención médica.

Promover un clima de privación y miedo entre los inmigrantes solo servirá para prolongar la pandemia y puede extender el sufrimiento humano y económico que lleva aparejado. Para evitar este escenario los gobiernos deben adoptar con urgencia políticas que promuevan la inclusión.

Es alentador que algunos ya lo están haciendo: durante las etapas iniciales de la pandemia en marzo, Portugal se aseguró de que los trabajadores inmigrantes tuvieran acceso a la atención sanitaria y otros servicios públicos; Italia pronto hizo lo mismo, aunque de manera más limitada. Además, varios países han suspendido o reducido fuertemente la detención de inmigrantes y el 26 de junio un juez federal de EE. UU. ordenó la liberación de niños inmigrantes que estaban siendo retenidos con sus padres en tres centros de detención federales.

Otros países han ido más allá, reconociendo que los inmigrantes y refugiados son un recurso inutilizado. Irlanda, Alemania, Francia, el Reino Unido, España, Australia, Colombia, Chile y Argentina han acelerado las autorizaciones para los trabajadores calificados del sector de la salud. Muchos de ellos son refugiados que esperan decisiones de asilo. Tailandia y España ofrecen a los inmigrantes acceso completo a la atención sanitaria independientemente de su situación migratoria, e incluso con el presidente Donald Trump, el Departamento de Seguridad Nacional de EE. UU. ha emitido cartas para inmigrantes indocumentados en las que indica su función «crítica».

Las políticas inclusivas como estas no solo reconocen el papel fundamental que desempeñan los inmigrantes durante la pandemia, también preparan el camino para una recuperación económica más rápida y robusta. Por el contrario, Singapur, que no incluyó a los trabajadores inmigrantes en sus actividades para combatir la pandemia, sufrió luego una segunda oleada del virus.

Para terminar antes con la pandemia los responsables de las políticas tendrán que aprender sobre la marcha de la experiencia en sus propios países y en otros. Queda claro ya que los gobiernos deben dar cinco pasos fundamentales.

En primer lugar, deben regularizar a los inmigrantes (aunque sea temporalmente) y así permitirles el acceso a la atención sanitaria, la vivienda, los servicios sociales y la asistencia de emergencia sin temor a ser arrestados, deportados ni tener que pagar facturas devastadoras. Los responsables de las políticas también deben prestar especial atención a las necesidades de las mujeres inmigrantes, que enfrentan mayores riesgos de violencia durante los confinamientos y cuarentenas.

En segundo lugar, las autoridades de salud pública deben reclutar a las comunidades inmigrantes para el proceso de rastreo de contactos, que será clave para controlar el virus hasta que contemos con una vacuna eficaz. A tal fin, los datos de salud de las personas deben estar protegidos de los departamentos migratorios.

En tercer lugar, los gobiernos deben reabrir las fronteras nacionales a quienes buscan asilo, como lo están haciendo con los turistas. La violencia, las sequías, los desastres naturales y los desplazamientos de la población no se detuvieron durante la pandemia. Los 164 países con medidas que restringen el acceso al asilo deben quitar esas limitaciones, como hizo Uganda.

Una cuarta prioridad es la de garantizar que los inmigrantes tengan acceso equitativo a la vacuna contra la COVID-19 cuando esté disponible. Dada la cantidad de inmigrantes que se ocupan de tareas esenciales de atención al público, debieran estar entre los primeros en ser vacunados, incluso si están indocumentados.

Finalmente, los gobiernos deben liberar a los inmigrantes detenidos. Las instalaciones de detención son un caldo de cultivo para las enfermedades y además resultan extremadamente onerosas: cuestan unos 200 dólares la noche, cuando hay alternativas de 10 dólares.

Lejos de ser medidas por única vez, estos pasos deben marcar el inicio de cambios estructurales más profundos en la política migratoria. La pandemia no solo reveló la contribución fundamental que millones de inmigrantes documentados e indocumentados hacen a nuestras comunidades y economías, sino también que estamos todos juntos en esta crisis. La forma en que tratemos o maltratemos a las poblaciones más marginadas determinará, por lo tanto, el destino de nuestras sociedades.

Gregory A. Maniatis is Director of the International Migration Initiative at the Open Society Foundations.

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