Los invisibles

En su reciente libro o macroreportaje sobre un tema y palabra muchas veces tabú («Los pobres», Debate), tabú sobre todo durante los felices años de bonanza global, el escritor americano William T. Vollmann, autor igualmente de una monumental crítica a la violencia en siete volúmenes («Rising Up and Rising Down») y de otra no menos gigantesca novela, «Europa Central», traducida a numerosas lenguas, narraba una chocante escena en la que los invisibles de repente están junto a nosotros y se hacen obscenamente —nunca mejor dicho— visibles. Vollmann recorrería, de Tailandia, Afganistán o India hasta Kenia y los Estados Unidos, un cruel y tenebroso planeta de los desheredados, con una sobrecarga a duras penas soportable de miseria feroz y milenaria resignación ante el destino, ante Alá o, simplemente, ante lo que no se entiende. Un día, se encuentra caminando por casualidad junto a las vías de tren de Salinas, California, ciudad natal del premio Nobel de Literatura John Steinbeck, autor de un clásico precisamente del tema de los desheredados, en este caso de la Gran Depresión, la novela «Las uvas de la ira»(1939). Apenas disimulada por unos setos, ante la vista de los pasajeros, empieza una zona de trapicheo de drogas y prostitución. Vollmann va acompañado de dos hombres de negocios en esos momentos y no pueden evitar pasar justo por delante de una profesional que le estaba haciendo un específico servicio a un cliente, a la luz del día. Si «lo más mundano», dice Vollmann, hubiera sido pasar como si nada por delante, sus dos acompañantes, por el contrario, comentaron apesadumbrados que de vez en cuando resultaba «útil» que se les recordara este triste lado de la existencia. De repente, para ellos, los «invisibles», la miseria de un planeta que casi nunca sale a la superficie, habían saltado ante sus propios ojos, como si se tratara de un oscuro callejón de la Edad Media o de una escena vislumbrada en cualquier rincón maloliente de la zona de los muelles del Londres del XIX de Dickens. Antes —sigue comentando este autor— la marginación social se hallaba encerrada en líneas rojas, impracticables por las clases pudientes o, si se prefiere, por observadores «sensibles» susceptibles de escandalizarse. Y lo hacía con nombres variados, dependiendo de la ocasión: «barrio de las luces rojas», «Niggertown», «barrio chino», «zona de combate», «zona de tolerancia», «guetos judíos», «lado malo de la ciudad», o bien, «lado equivocado de la vía». Con lo cual, los pobres, o los diversos y laberínticos eufemismos actualmente utilizados para maquillarlos levemente ante la agresividad de las estadísticas —«población bajo el umbral de la pobreza», «desempleados de larga duración», «excluidos al amparo de las prestaciones sociales o de cualquier sistema de solidaridad nacional»— se mantenían física e invariablemente fuera de la vista.

Cuando no existían los reporteros, ni las guerras ni las hambrunas en directo, vistas, hora por hora, a través de la televisión, grandes escritores como Dickens y antes de él, el descarnado y sarcástico Swift, se encargaron de sacar a la luz aquel planeta invisible. Fieramente crítico con la sociedad de enormes injusticias y desigualdades, así como con la hipocresía de la época, el período victoriano que le había tocado en suerte, Dickens, del que este año se celebra el 200 aniversario de su nacimiento, hablaba en sus célebres novelas de un mundo en el que el trabajo infantil o la utilización de los niños para cometer delitos eran el pan de cada día. Niños explotados en las minas, desde los 8 o 10 años, doce horas diarias, o niños a menudo en prisión, por el solo crimen de su pobreza. Así sucede con el personaje de «Grandes esperanzas», el exconvicto Abel Magwitch, niño huérfano, abandonado y permanentemente hambriento. Con cinco años robó unos nabos en un campo, fue arrestado y llevado a prisión. Inmediatamente la ley le creó una nueva identidad, colgándole una etiqueta, la de pequeño delincuente, endurecido y crecido a patadas en la cárcel, siempre con los mismos harapos.

Por su parte, el no menos genial y en ocasiones salvaje escritor satírico, deán a su vez de la catedral de Saint Patrick en Dublín, Jonathan Swift, publicó en 1729 un provocador panfleto con el fin de sacudir las conciencias cínicamente adormiladas y despreocupadamente impasibles de su época. Titulada «Una humilde propuesta» (ahora reeditada en la editorial Nórdica), el proyecto tenía por objeto —según declaraba su autor— aliviar el «sentimiento de melancolía» de los que pasean por ciudades y pueblos contemplando el lamentable espectáculo de ver caminos, calles y puertas de posadas «plagadas de mendigos del sexo femenino, con tres, cuatro o seis hijos vestidos con harapos e importunando a cada viajero para conseguir una limosna». Con el fin de «evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país y que se conviertan en algo de provecho para el pueblo», Swift proponía nada más y nada menos que el canibalismo de clase. Es decir, niños («rara vez fruto del matrimonio, una circunstancia no muy contemplada por nuestros salvajes»), cebados y sumamente tiernos que servirían de manjar para terratenientes y caballeros de alta alcurnia que sabrían apreciar tan delicioso manjar, al tiempo que, tras pagar por el producto consumido, «despojaban a la nación de una penosa e insostenible carga».

Hoy, nuestros invisibles posdickensianos o poswiftianos, nuestros olvidados de Buñuel, se hacen visibles a través de despiadadas y periódicas estadísticas y de los informes de Cáritas. Esos informes, sobre una pobreza nada africana, sino local y nacional, que dicen que «las clases medias se suman al carro de la pobreza» de forma alarmante, que España es el país —junto a Rumanía y Bulgaria— donde más ha crecido el porcentaje de la población que se encuentra «en riesgo de caer en la pobreza extrema» y que de 400.000 personas atendidas hace tres años se había pasado a cerca de un millón, siendo hoy día más de 9 millones de españoles los que viven en situación de pobreza. Cifras y datos directamente devastadores que acaban de repente con toda la blandenguería de los obsesivos teorizantes del laicismo radical y programático que, curiosamente, pocas veces da de comer cuando llegan las épocas duras. Una sofisticación ideológica que puede quedar muy bien para los salones de los boomseconómicos, pero que es directamente bochornosa, y cercana a lo obsceno, en épocas de exclusión social, de ayudas urgentes y muy primarias y de catástrofes generalizadas, muy poco selectivas, que poco a poco afectan a todo el conjunto, sin excepción, de un país.

Por Mercedes Monmany, escritora.

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