Los jacobinos no tenían cintura

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 28/05/06):

Si fuera cierto que «tener cintura es la esencia de la democracia» el hombre más admirado de la primera etapa de la Revolución no habría sido Mirabeau, sino su hermano pequeño, el reaccionario colaborador de la publicación monárquica Los Hechos de los Apóstoles, cuyo apodo, Mirabeau-Tonneau, describía con musical asonancia tanto su afición por la bebida como, efectivamente, la forma de tonel que moldeaba su figura. Y no hace falta que me digan -todos tenemos ojos en la cara- que ese rasero de la relevancia también podría aplicársele, aquí y ahora, a la joven náyade que en breve deberá exhibir la plenitud de sus gracias ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Ocurre, sin embargo, que el diagnóstico de Zapatero se basa en una contradicción en sus propios términos, en un oxímoron casi tan extremo como ese «silencio atronador» que el Diccionario de la Academia pone como ejemplo a la hora de explicar el significado de tan bella palabra de origen griego. Porque cuando habla de «tener cintura» no se refiere a tener mucha, sino a tener poca, muy poca, la menos posible, a efectos de poder cimbrear el talle, escabullirse en un palmo de terreno, driblar cualquier dificultad y adaptarse a todas las circunstancias.

Tiene narices que cuando este presidente dice una cosa, haya que entenderle la contraria, pero, siendo ésa su escala de valores, está claro que no hay que fijarse en los gordos, sino en los flacos. De hecho lo que visualmente caracteriza a la trinidad que en el momento actual concentra la práctica totalidad del poder del Gobierno del Estado -Rubalcaba, De la Vega y el propio Zapatero- es una común apariencia enjuta, muy apropiada para los ejercicios de contorsionismo, que sus seguidores perciben como honrada muestra de una trayectoria ascética y sus detractores como expresión de una mentalidad más bien turbia y enteca.

Aunque los tres salgan bastante bien parados en nuestro sondeo de hoy, tal vez no sea muy tranquilizador que los que más mandan en España estén como tres silbos, pero es muy coherente con esa concepción de la política según la cual nada hay tan importante como doblarse en la dirección en la que sople el viento, arquearse cuanto haga falta sin miedo a perder la cara, e inclinarse sin pudor por abandonar la verticalidad de las propias convicciones.Lo único que cuenta es permanecer en el sitio que se ocupa, presto a enderezarse cuando amaine el vendaval y a variar de escora apenas surjan nuevos aires.

Así lo escribía Stefan Zweig en Salzburgo en el otoño de 1929: «Diariamente vemos que en el juego inseguro y a veces insolente de la política, no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fríos».Estaba concluyendo el prólogo de su biografía de Joseph Fouché, subtitulada El genio tenebroso.

Fouché siempre ha tenido muy mala prensa. En España eso ha alcanzado su exacerbación desde que se le compara con Rubalcaba, una vez hermanados ambos en la condición de ministros de la Policía, y no seré yo quien disculpe ni su amoralidad ni su implacable oportunismo. Pero, al margen de que convendría repasar si alguna de sus cualidades tácticas -«Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable»- no encaja todavía mejor con la trayectoria del propio Zapatero, su valoración histórica nunca quedará completa si se soslaya la utilidad que para la sociedad francesa tuvo el futuro duque de Otranto a la hora de desembarazarse de la dictadura terrorista del Comité de Salud Pública.

Precisamente porque era cuña de la misma madera, Fouché liquidó el régimen jacobino desde dentro con una habilidad para el insider trading que para sí hubieran querido Adolfo Suárez cuando se cepilló el Movimiento Nacional, Felipe González cuando liquidó el marxismo o José María Aznar cuando acabó con el fraguismo sin prescindir de Fraga.

Es ahora a Zapatero a quien le toca metafóricamente matar al padre. Y no me refiero tanto a la figura concreta de su antecesor en el liderazgo socialista -que de eso ya habla en su nuevo libro José García Abad- como a lo esencial de su legado en cuanto al modo de entender el espacio ideológico de la izquierda en la sociedad española. Es un juego muy peligroso pues el hecho de que le respalden personajes tan avergonzados de su pasado como para dar la impresión de que hubieran deseado tener otros progenitores, implica el riesgo de que antes o después se les vaya la mano del ajuste de cuentas y, ya metidos en gastos, el parricidio se extienda a la patria común de todos los españoles y termine por liquidar la Constitución del 78.

Un cierto grado de cinismo no sólo es inevitable sino que incluso puede tener un valor terapéutico entre la serie de chiquilladas para adultos que en definitiva configuran nuestra vida pública.El otro día no pude por menos que sonreír cuando me contaron el argumento con que Rubalcaba consolaba a su compungido antecesor, poco acostumbrado a tarascadas del calibre -y fundamento- que la oposición le ha dirigido con motivo de la sentencia contra los policías que detuvieron ilegalmente a militantes del PP:

-Mira, José Antonio, todos los que estamos en primera línea tenemos un nivel de apoyo que suma 100 puntos. Cuando por la razón que sea los adversarios te respetan y te dan 50 puntos, los tuyos te dan los otros 50. Pero si los adversarios van a por ti, te ponen como un trapo y te dejan en sólo 10 puntos, no te preocupes que el respaldo de los tuyos subirá hasta 90.

El yermo de las almas llega cuando aplicamos tal destilación del teorema de Arquímedes, a través de las retortas del profesor Franz de Copenhague, a otros vasos comunicantes tan vertiginosos como los que comparten ese mismo cinismo del ejercicio del poder con el idealismo por transformar la sociedad; o, por acercarnos a la esencia de la dictadura de Robespierre, la virtud con el terror.

Un 10% de «cintura» puede tener gracia si complementa, estimula, engrasa y acelera la ejecución de un proyecto consistente, bien trabado en sus partes programáticas y acorde con el sistema de valores que te identifica con tu electorado. Sin embargo España vivió no hace tanto tiempo -y Rubalcaba no puede dejar de recordarlo- una época en la que la dosis de cinismo en sangre alcanzó tal nivel de saturación que desembocó en una infección de razón de Estado tan tremenda y generalizada como para que los porcentajes se invirtieran y el 90% de la acción del Gobierno consistiera en intentar imponer por las buenas, o más bien por las malas, la verdad oficial de una narración clamorosamente falsa. Estéril bracear en pos de efímeros flotadores.

En uno de sus más celebrados discursos ante la Convención, el 17 Pluvioso del año II, o sea el 5 de febrero de 1794, Robespierre expuso su doctrina de que «en una etapa de revolución la virtud y el terror constituyen las bases del gobierno popular», precisando que «el terror se vuelve desastroso sin la virtud y la virtud se convierte en impotente sin el terror». Muchos diputados moderados compartían todavía en ese momento su receta, entendiendo el concepto de «terror», al modo de su gran biógrafo J. M. Thompson, como la «intimidación» de una justicia implacable, adecuada a la situación de emergencia creada por la invasión extranjera; y eso explica, por ejemplo, el resultado de la votación sobre la muerte del Rey. Todo dependía, claro está, de la proporción en que se combinaran ambos ingredientes.

Es indiscutible que los jacobinos no tenían cintura. Era tal la obsesión de Robespierre por la pureza revolucionaria y tan grande su intransigencia ante los discrepantes que pronto vio escasear tanto la virtud como para sentirse obligado a convertir el terror en el orden del día. En menos de un año en el poder el llamado Incorruptible arrastró a sus partidarios a una orgía de sangre en la que rodaron casi 3.000 cabezas, incluidas las de sus principales adversarios y -como en el caso de Camille Desmoulins- las de algunos de sus mejores amigos. Él mismo lo reconoció en su canto del cisne parlamentario la víspera de su caída: «Yo no fui hecho para gobernar, sólo para combatir el crimen».

Al hacerlo tan criminalmente Robespierre y los suyos fueron los siniestros heraldos de los peores totalitarismos del siglo XX.¿Por qué, más de 200 años después, continúa entonces un interminable debate historiográfico en el que la repugnancia hacia los medios empleados convive con la exaltación de los fines perseguidos? Porque antes de que se produjera ese derrape moral e incluso conviviendo con él, los jacobinos fueron quienes lograron desencadenar la chispa eléctrica que tanto conmocionó a Goethe durante la batalla de Valmy -el pueblo en armas podía con los profesionales del duque de Brunswick-, al inventar un patriotismo de izquierdas, vinculado a una idea democrática y constitucional de la Nación.

Esos mismos valores fueron los encarnados por Manuel Azaña durante la Segunda República en circunstancias trágicamente análogas y los heredados por el PCE, el PSOE y el PSP durante la travesía del desierto de la Dictadura. En cierto modo, puede decirse que, cuando la izquierda volvió al poder medio siglo después, todos los gobiernos felipistas fueron gobiernos jacobinos. Incluso en sus momentos finales de mayor dependencia de los nacionalistas González -exuberante, carismático y fullero como Danton- tuvo claro que la unidad y cohesión de España nunca podían estar en juego. Y si hubiera derrotado también por ese pitón, ahí habría estado al quite Julio Anguita -un amigo del pueblo con tan mala salud como Marat, pero algo mejor final-, aferrado como ningún otro líder de la izquierda a la letra y el espíritu de nuestra Carta Magna.

«¿Dónde están los jacobinos?», clamaba enfáticamente Robespierre en el club de la calle de Saint Honoré cada vez que la Patria o -lo que para él venía a ser lo mismo- la Revolución estaban en peligro. Pues bien, ésa es también la pregunta que el pasado martes resonaba en el hemiciclo de nuestro Congreso de los Diputados -sí, ¿dónde están hoy los jacobinos?-, con la particularidad de que, para escarnio de la izquierda española, era Mariano Rajoy quien la formulaba.

Era el debate sobre la admisión a trámite del proyecto de Estatuto que reconoce la «realidad nacional» de Andalucía y todos los presuntos diputados de la Montaña parecían como engullidos por las aguas del Pantano -así es como se denominaba a la zona que ocupaban en la Convención los tibios e indecisos cuyo único afán era siempre socorrer al vencedor-, mientras el líder del PP pasaba revista a sus conformidades, reprochándoles la abdicación de sus ideas tan sólo para agradar al jefe.

Rajoy estaba levantando acta de un drama político de primera magnitud. Un drama patente en esos mítines del fin de semana anterior en los que ni en Gerona, ni en Baracaldo había tremolado una sola bandera española y en los que los mejores aplausos cosechados por Zapatero habían subrayado su mimetismo con el nacionalismo catalán y su anuncio de que pensaba anunciar el inicio de las anunciadas conversaciones con ETA. Esto es lo que hay: la izquierda ha desertado de la defensa de la unidad nacional y antes parece dispuesta a rendirse que a regresar a la aspillera.

¿Los jacobinos? Ni están ni se les espera. Desde luego no a Alfonso Guerra que tanto ha cultivado los paralelismos con el Incorruptible -hermano tarambana, incluido-, denunciando siempre el «vendaval antidemocrático», imponiendo el terror de «el que se mueva no sale en la foto», dominando la Ejecutiva del PSOE en plan triunvirato, con Txiki Benegas en el papel de Saint Just y Marugancete en el del lisiado pero cabal Couthon.

Desde luego no a Pepe Borrell, émulo también del orador de Arras en su atildamiento, en su oposición a la Gironda nacionalista, en sus propósitos depuradores del fraude y el cohecho -aunque, como también descubrió Robespierre, uno y otro terminan anidando siempre mucho más cerca de lo que el gobernante virtuoso cree-, y en su obsesión por hacer de los ricos y famosos los chivos expiatorios de la ineficiencia de su política fiscal.

Desde luego no a Pepe Bono, líder hasta hace cuatro días del bando de los indulgentes, a quien yo identificaría con la mucho menos conocida figura de Pierre Nicolas Philipeaux, martillo de radicales, especialista en asuntos militares y según Michelet sin duda «el mejor» de los dantonistas. Ni tampoco a Paco Vázquez, resuelto, elegante y sospechoso siempre de moderantismo aristocrático como Herault de Seychelles. Ni a Chaves, camaleónico y pactista con tal de permanecer en el poder como Barère. Ni mucho menos a Rodríguez Ibarra, trasunto de aquel Hebert que lideraba a los airados sans culottes desde las columnas de su Père Duchesne plagadas de tacos y groserías, pero al que, en definitiva, siempre se le iba la fuerza por la boca.

Tan rígida ha sido su cintura, o tan apretado su pantalón, que ninguno de ellos ha llegado a plantar batalla a lo que desde una perspectiva clásica de la izquierda no puede por menos que calificarse como una nueva reacción thermidoriana, basada en la superficialidad y en el sopor con que se aceptan los valores involucionistas de las oligarquías periféricas. El que no ha optado por el destierro diplomático lo ha hecho por el exilio interior, por el testimonialismo bufo o, directamente, por el cambio de camisa.

¡Ellos que parecían tan fieros! Si, según su colega Merlin de Thion-ville, «Danton tenía la cabeza de un mastín, Marat la de un águila, Mirabeau la de un león y Robespierre la de un felino», a la hora de la verdad todos nuestros jacobinos han resultado ser del género lanar. Torpes ovejitas sin cintura, dócil cortejo hacia la guillotina con las cabezas ya en la mano.