Los jarrones chinos no se resignan a ser jarrones

Los jarrones chinos no se resignan a ser jarrones chinos. No es otra la enseñanza que se puede deducir de la actuación en los últimos días de los dos únicos ex presidentes de Gobierno en activo, tras la incapacidad permanente de Adolfo Suárez y el fallecimiento reciente de Leopoldo Calvo-Sotelo.

Como es sabido, la teoría de los jarrones chinos, por decirlo así, la formuló Felipe González, al poco tiempo de abandonar el poder, diciendo que «un ex presidente es cómo un jarrón chino, que siendo tan valioso nadie sabe dónde colocarlo y al final acaba estorbando en todas partes».

Las razones de semejante anomalía son especialmente dos. Por una parte, en España no existe un auténtico régimen parlamentario, aunque si leemos por encima la Constitución pueda parecer así. El nuestro es más bien un régimen cuasi presidencialista, en el que el jefe del Ejecutivo ejerce unos poderes tal vez excesivos, aminorados en cierta manera por la existencia de un jefe de Estado, que es el Rey, que concentra en su persona los poderes simbólicos, representativos y arbitrales. Eso significa que un político que ha tenido tanto poder no acaba nunca de asimilar que lo perdió. Y por otra parte, salvo el intento fallido de Adolfo Suárez, se ha impuesto la regla de que un ex presidente de Gobierno, a diferencia de países como Italia, no vuelve a presentarse nunca más a unas elecciones, al estilo de lo que ocurre en los regímenes presidencialistas o semipresidencialistas, como Estados Unidos o Francia. De aquí nace el problema: ¿qué hacer con los ex presidentes que atesoran un gran acopio de experiencia política?

En este periódico propuse, hace ya muchos años, que una manera de aprovechar el conocimiento de los ex presidentes y tenerlos situados en un puesto digno, siendo mucho más que unos meros jarrones chinos, sería nombrarlos miembros del Consejo de Estado, en donde podrían llevar una labor de asesoramiento importante para España. El presidente Zapatero llevó a cabo esta sugerencia, reformando la Ley Orgánica del Consejo de Estado para establecer que los ex presidentes, si así lo decidían, pudiesen ejercer ese cargo y contar con los medios de representación apropiados a su relevante pasado. Así las cosas, Adolfo Suárez y Felipe González, probablemente por distintas motivaciones, lo rechazaron. Leopoldo Calvo-Sotelo tampoco lo aceptó en un primer momento, aunque poco después dijo que sí. José María Aznar fue el único que desde su cese en el cargo pasó a ser consejero de Estado. Sin embargo, al ser nombrado más tarde asesor de Rupert Murdoch tuvo que dimitir del cargo por incompatibilidad. En suma, en la actualidad ningún ex presidente del Gobierno tiene un cargo institucional del Estado y, por consiguiente, los dos que están en plenitud de facultades se dedican a actividades privadas, sin haber dejado de mantener funciones políticas en sus partidos de origen, de una u otra forma.

Pues bien, este problema de ubicación de los jarrones chinos se ha vuelto a plantear en la actualidad con motivo de actuaciones políticas de los dos ex presidentes. Es evidente que al no ostentar ningún cargo institucional en el Estado, ambos por decisión propia, poseen los mismos derechos y libertades que los demás ciudadanos, y son muy libres de opinar sobre cualquier asunto igual que cualquier otro mortal. Ahora bien, es evidente que en estos dos casos existe, por una parte, lo que podríamos denominar una influencia sobrevenida, que les obligaría a ambos a ser muy cautos en lo que hacen y en lo que opinan, porque su voz siempre tiene más decibelios políticos que la del resto de ciudadanos. Por otra, sus opiniones políticas deberían reservarse únicamente para asuntos de Estado, en donde por encima de sus respectivas ideologías, defendiesen los intereses nacionales.

Sea lo que sea, esto es lo que les diferencia radicalmente del ejemplo del recientemente fallecido Francesco Cossiga, ex presidente de la República italiana, que yo frecuenté en Roma en los años en que fui embajador, y que tras dos mandatos dimitió, convirtiéndose en senador vitalicio. Desde entonces hasta casi la fecha de su muerte mantuvo opiniones y posturas políticas que una persona con cargo institucional no debería sostener, y de ahí que se ganase el epíteto de Picconatore (que podría traducirse como lanzador de pullas). Pero, como digo, con las matizaciones hechas, éste no es el caso de nuestros dos ex presidentes, aunque también sean criticables, de un modo u otro, sus recientes actuaciones.

Comenzando por Felipe González, no es de recibo admitir las afirmaciones que ha sostenido, junto con la ministra de Defensa, respecto a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Así, mantiene que los que plantearon el recurso de inconstitucionalidad lo hicieron por ser «centralistas», involucionistas, e incluso anticatalanistas. Esto es, a uno de los creadores de la Constitución española parecen no importarle las razones jurídicas del recurso, sino únicamente las políticas, cuando lo importante en un Estado de Derecho es si las leyes se adecuan a la Constitución o no. Y en este caso, como ha señalado la mayoría del Tribunal en parte, y más ampliamente los magistrados que han emitido votos particulares, no hay duda de que el Estatut no era plenamente constitucional. A esos magistrados el ex presidente del Gobierno los llama «preconstitucionales» y, en suma, acaba deslegitimando la sentencia del Tribunal que él contribuyó a crear. Muy poco edificante.

Y vayamos ahora al ex presidente Aznar, que está siendo duramente criticado por el Gobierno y el PSOE a causa de haberse acercado a Melilla cuando esta ciudad conoce un nuevo acoso de los nacionalistas marroquíes, presuntamente teledirigidos por su monarca medieval. Lo primero que habría que preguntarse es si estos sucesos son especialmente graves o no son más que un rifirrafe más en la estrategia de desestabilización tradicional que patrocina el Gobierno de Marruecos, sobre todo en momentos de debilidad española, para apoderarse de lo que no es suyo. Supongamos que, en este caso, el asunto es muy grave, y que por eso el presidente Zapatero pidió a Don Juan Carlos que llamase a su sobrino, para resolver el problema de Rey a Rey. Esto es lo que parece a primera vista, porque apelar al Rey debe ser siempre el último argumento de un Gobierno incapaz de resolver una crisis. Sin embargo, da la impresión de que se ha querido matar mosquitos a cañonazos, porque no se debería haber acudido al Rey para algo que tendría que resolverse por la vía gubernamental, porque, en definitiva, no es sino un eslabón más de la cadena de hostigamientos a Ceuta y Melilla.

Estando así las cosas, el presidente en funciones en que se ha convertido el ministro de Fomento -en este verano en que nadie sabe donde están Zapatero ni su zascandil ministro de Asuntos Exteriores- ha declarado, tras anunciar que se iban a subir los impuestos, ya que se ocupa de todo, que es una deslealtad a España que Aznar haya hecho una rápida visita a Melilla, cuando «no había ido nunca como presidente». Ante semejante majadería hay que decir al menos tres cosas. Primero, que Aznar fue dos veces a Melilla mientras estuvo en La Moncloa -aunque no fuera en viaje oficial-. Segundo, que con las salvedades que he señalado, Aznar, como ciudadano privado que es hoy, puede hacer y decir lo que quiera, aunque tal vez sería mejor que no pisase el ruedo de la política. Y tercero, que llamarlo desleal a España es una demostración de estulticia política, porque, además del precedente del bochornoso viaje de Zapatero a Marruecos antes del incidente de Perejil, los verdaderos desleales son los miembros del Gobierno que no sólo no han informado al PP de la situación, ni tampoco han ido a Melilla para apoyar a los melillenses, como ha hecho Aznar. Es más, ni siquiera han llamado al presidente Imbroda para que les informase de lo que pasaba. Por eso, este Gobierno forma parte de aquellos que nunca pierden una oportunidad de perder una oportunidad.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.