Los judíos siguen siendo «el otro»

Nací en Málaga, en 1983. Nunca he tenido otra nacionalidad que no sea la española. Mi lengua materna es el castellano. Mis ancestros escaparon de Sevilla en 1391, después de las matanzas incitadas por Ferrán Martínez, y se instalaron en el norte de lo que hoy es Marruecos durante más de quinientos años. Mis abuelos regresaron a España en la década de los cincuenta del pasado siglo. Era su destino natural. Eran judíos sefardíes; en hebreo, significa españoles. Yo también lo soy, español y judío, judío y español.

Nunca he sufrido episodios de discriminación legal o institucional por ser judío. He sido objeto de comentarios y chascarrillos clásicos en el imaginario colectivo que, poco a poco, se van diluyendo en el tiempo. ¿Por qué tenéis todos tanto dinero? (¡ojalá!) ¿Cómo metes a seiscientos judíos en un 600? ¿cómo es que eres judío si no has nacido en Israel? Nada grave. He tenido y tengo amigos de toda condición y origen, y todos muestran respeto, incluso admiración, por el devenir de los judíos durante la historia.

Sí he sido asaltado, en cambio, ante otras preguntas que me competían aún menos ¿Por qué hacéis con los palestinos lo mismo que los nazis hicieron con vosotros? ¿Te parece bien que asesinen niños? ¡Esa tierra no es vuestra!

Esto tampoco sería grave si las sinagogas y los colegios judíos en España –y en toda Europa– no estuvieran protegidos con fuertes medidas de seguridad. O si no se fomentara la discriminación contra los judíos usando a Israel como pretexto. Sí, siempre se ha ofrecido la misma respuesta para justificar estos problemas: Israel.

Ciertamente, muchas personas con las que me cruzo creen que soy israelí y que mi país no es España, sino Israel. La mayoría se acoge a esta creencia errónea sin ninguna mala intención. En este sentido, si hacemos algo de introspección, es comprensible que piensen así.

Quizás, a los judíos españoles, nos ha faltado cierta pedagogía para explicar que podemos tener –como, con todo el derecho, tienen muchos otros ciudadanos españoles, franceses o alemanes– varias lealtades, compartidas y compatibles, una sola lealtad, o ninguna. Que hayamos salido a defender en tromba a Israel cuando ha sido atacado y, en cambio, con otros asuntos nacionales hayamos mostrado, como colectivo, a lo sumo, un perfil bajo, tampoco ha ayudado a esclarecer estos conceptos.

Llegados a este punto es necesario explicar que, para medir el impacto que supuso el nacimiento de Israel para la mayoría de los judíos en todo el mundo (también hay judíos antisionistas o que no tienen vínculo o apego alguno a Israel) habría que juntar, a la vez y en un mismo evento, la independencia de los Estados Unidos, la abolición de la esclavitud y la lucha por los derechos civiles. Es imposible arrancar, de la mayor parte de los judíos, esa vinculación, ese sentimiento de dignidad y de orgullo ante semejante gesta («uno de los acontecimientos más extraordinarios de la historia», que escribió Josep Plá) en la que sus semejantes, perseguidos y casi exterminados, lograron su autonomía política, no sin dificultades, en una tierra que nunca olvidaron y que siempre consideraron su cuna ancestral.

Es normal y comprensible, pues, que exista cierta distorsión sobre mi nacionalidad o mi lealtad. Pero esta confusión no debe llamar a engaño; muchos la utilizan con objetivos perversos.

Que pinten Free Palestine! en la puerta de la sinagoga de Barcelona (el pasado 4 de septiembre) no responde a un malentendido inocente. Responde, por el contrario, a unas motivaciones similares a las que llevaron a los ataques terroristas en un colegio de judío de Toulouse en 2012 (cuatro muertos, tres de ellos niños), en el museo judío de Bruselas en 2014 (cuatro muertos) y en el Hypercacher de París en 2015 (cuatro muertos).

Atentados que además quedaron en un segundo plano gracias a la aplicación de una responsabilidad colectiva, normalizada y jerarquizada para atemperar agresiones contra judíos. Así ha vuelto a suceder en el último atentado contra una sinagoga, el pasado 9 de octubre, en la ciudad alemana de Halle. A este respecto, en estas páginas, David Gistau ha descrito este fenómeno con una claridad aterradora: «Los muertos volvían a ser judíos por encima de cualquier otra cosa, no alemanes, no convecinos europeos».

Tampoco son inocentes, y mucho menos humanitarias, las iniciativas propuestas por el movimiento BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones contra Israel), aupado a los ayuntamientos de toda España por formaciones de la izquierda regresiva –en la atinada definición de Ana Soage, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Suffolk–.

Se puede, y es sano, criticar las actuaciones del Gobierno de Israel de turno como se puede criticar, y también es sano, cualquier actuación de cualquier Gobierno de cualquier país del mundo. Acabáramos. La crítica es necesaria y casi siempre ayuda a mejorar y a controlar los excesos y los errores de los que toman las decisiones. Lo que es insostenible, porque las normas de convivencia y tolerancia que nos hemos establecido a través de siglos de sangre y dolor no lo permiten, es que se haga a los judíos de todo el mundo, independientemente de donde hayan expedido su pasaporte, responsables colectivos de lo que haga Israel o, aún peor, protagonistas de mitos oscuros que aún perviven en la conciencia de todos los estratos de las sociedades modernas.

Es insostenible, también, que tenga prohibida la entrada a una ciudad un deportista, una cantante, un científico, o simplemente un ciudadano ordinario, por el mismo hecho de ser israelí. Este fenómeno concreto se llama discriminación, y así lo han determinado decenas de sentencias en los tribunales españoles tras los recursos interpuestos, entre otros, por la organización Acom, contra mociones municipales que llamaban a crear «espacios libres de apartheid israelí».

En los mismos términos se lo expresé al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el pasado mes de agosto.

Está normalizado que, en sociedades libres, los judíos vivan bajo protección; que los muertos judíos queden relegados a un segundo plano y que se les responsabilice colectivamente por lo que sucede en Oriente Medio. En suma, este –definido por Gistau– «apartamiento del judío en el sentido de pertenencia», sigue latente, y no debería ser así. De lo contrario, aunque sean –seamos– ciudadanos iguales de España, Francia o Alemania, nunca dejarán de ser «el otro».

Elías Cohen es abogado, secretario general de la Federación de Comunidades Judías de España y profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco de Vitoria.

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