Los jueces ante las mayorías políticas

Como si de un escenario diseñado por Aldous Huxley se tratase, parecería que en estos días viviésemos en alguna de aquellas distopías sociales si atendemos a las reacciones suscitadas a raíz de la decisión del Gobierno de la Comunidad de Madrid de dejar sin efecto la externalización sanitaria de seis hospitales de la región después de que la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Madrid decidiera mantener la suspensión cautelar de la medida. Una distopía jurisdiccional.

“No resulta razonable en una democracia que la dirección confiada con mayorías absolutas a un partido político, al final acabe oscilando entre el gobierno de los jueces y la presión (pacífica o no) en la calle” (editorial ABC, 28-I-14); “Desde estas páginas hemos criticado la intromisión judicial que puede suponer la suspensión de una medida de gestión política tomada por quien está legitimado para ello”; (editorial El Mundo, 28-I-14)”; “La justicia del Gamonal que acabamos de descubrir en Madrid va a hacer un daño tan tremendo a la comunidad que ni siquiera los gestores se dan cuenta” (ES Radio, 28-I-14); “Por lo demás, cabe anotar que la izquierda y sus sindicatos han ganado en los tribunales lo que perdieron en las urnas” (editorial La Razón, 28-I-14).

De la lectura de este breve muestrario editorial, se infiere un reproche a la labor jurisdiccional sobre la base de un triple soporte argumentativo: en primer lugar la irracionabilidad y, consecuentemente, la ilegitimidad del control jurisdiccional sobre la acción gubernativa, llegando al extremo de “gamonalizar” el proceso, cuando se equipara la paralización de las obras del barrio burgalés con la supresión del plan externalizador de Madrid, en ambos casos propuestas políticas que habrían sido ilegítimamente revocadas por agentes exógenos (ora la violencia, ora la judicatura); al hilo de ello, la consideración hipertrófica de la mayorías electorales, que impermeabilizarían a la opción política mayoritaria en su acción de gobierno, erigiéndose como mandatos irrefutables y, finalmente, la tara original de los jueces con respecto a las decisiones avaladas democráticamente, dada la vía “no democrática” de su acceso a la función jurisdiccional.

Batería de reproches que, tanto si provienen de la ignorancia como si responden a la malevolencia, parten de una confusión elemental: la legitimidad política que brinda una mayoría electoral, en modo alguno puede constituir una carta blanca para la acción de gobierno desarrollada a través de su potestad reglamentaria. El Estado de Derecho se vertebra sobre un sistema de equilibrio de poderes, en el que la legítima acción de gobierno a través de los instrumentos legislativos correspondientes, se pondera con el ineludible y necesario control jurisdiccional de su legalidad. Desde la promulgación de la Constitución de 1978 se garantiza en nuestro país el derecho a la tutela judicial efectiva, el sometimiento de la Administración pública a la ley y al derecho y el control de la potestad reglamentaria y de la legalidad de la actuación administrativa por los Tribunales. En este sentido, una formación política que en su programa electoral anunciara la preeminencia de los rubios sobre los castaños en la obtención de ayudas públicas, y una vez obtenida la confianza de los electores desarrollara esa promesa programática por Real Decreto, ¿también debería considerarse una intromisión judicial la derogación de esa disposición claramente discriminatoria al socaire de ser una iniciativa tras la que se sitúa la mayoría votante? Los que ahora critican la “injerencia” del TSJ de Madrid, considerarán por tanto también invasiva la reciente suspensión cautelar acordada por el Tribunal Constitucional del decreto andaluz sobre desahucios, una iniciativa política que también contó con el marchamo del respaldo electoral.

Nuestra Constitución, en su artículo 106 establece que los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican. Y eso es lo han hecho los jueces del orden contencioso administrativo de conformidad con lo que también contempla el artículo 122 de la Carta Magna para la a constitución, funcionamiento y gobierno de los Juzgados y Tribunales. En España los jueces, fiscales y secretarios judiciales no son elegibles en unos comicios; pertenecen a Cuerpos Jurídicos Superiores a los que se accede a través de procesos selectivos basados en la igualdad, el mérito y la capacidad. Si se considera que el sistema de ingreso adolece del adecuado timbre democrático, cámbiese y óptese por el modelo norteamericano en el que cada juez es sufragado en su demarcación; pero hasta entonces, reprochar a estos jueces su “deficiencia” democrática es hacer trampas.

Blandir la ilegibilidad de los magistrados como minusvalor inhabilitante; esgrimir su ilegitimidad para verificar de la actuación de los poderes públicos, tachando de injerencia una labor constitucionalmente amparada o argüir la supremacía omnímoda de la voluntad popular aun cuando el gobierno que la representa vulnerare la Ley, o bien es ignorar los rudimentos básicos del Estado de Derecho o lo que sería peor, trasladar arteramente la responsabilidad de unos actos administrativos fallidos a una suerte de gabinete de jueces que, usurpando las competencias legítimamente ejercidas por el gobierno mayoritariamente elegido, torcerían desde sus estrados la voluntad de la ciudadanía, vaciándose de esa forma el mandato representativo. Un feo (dis) paisaje (tópos) que no se compadece con la realidad de nuestro sistema de convivencia.

Raúl C. Cancio Fernández es doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

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