Los jueces y la igualdad ante la ley

Tiene razón F. Zakaria: «El símbolo de la forma de gobierno occidental no es el plebiscito de las masas, sino el juez imparcial». La civilización avanza cuando el hombre supera el estado de naturaleza, que se caracteriza -de acuerdo con el clásico Locke- por la ausencia de un magistrado común. Nada importan las preferencias subjetivas del juez ni conviene fiarlo todo al natural más o menos justiciero de los titulares de tan alta responsabilidad. La naturaleza del ser humano es muy inferior a su obra individual y colectiva. La toga imprime carácter, ya sea al pretor romano, al juez anglosajón del derecho común o al servidor (anónimo, hasta hace poco) del Poder Judicial en la Europa continental. El Estado de Derecho es la única forma de la vida civilizada a estas alturas del tiempo histórico. Ha sido, en buena medida, una creación de la jurisprudencia. Durante siglos, el juez civil ha procurado dar a cada uno lo suyo. En el orden penal, el titular del órgano jurisdiccional dispone del más alto poder que puede atribuirse al hombre: nada menos que decidir sobre la libertad de sus semejantes. El orden contencioso-administrativo ha concebido las técnicas concretas para la lucha contra las inmunidades del poder. También en lo social la sabiduría del juzgador templa las asperezas del conflicto de interés inherente a las relaciones laborales. No se puede pedir más al ser humano falible y limitado, pálido reflejo del Juez Supremo que sabrá otorgar a cada cual lo que se merezca cuando llegue sin remedio el final de nuestra peripecia terrena.

La agresividad del nacionalismo vasco contra el Poder Judicial alcanza cotas sorprendentes incluso para una sociedad que ha perdido ya la capacidad de asombro. Ha sido una reacción «patética» y «ridícula», como decía ayer el editorial de ABC. Toma la calle para amedrentar y presionar a los magistrados, amenaza al que se interpone en el camino, moviliza sus fuerzas -incluso pretéritas- para que nadie interrumpa la maquinaria implacable. Actúa con mentalidad totalitaria: la nación, real o imaginaria, goza de un derecho anterior y superior a las personas de carne y hueso. El sometimiento de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico es para el nacionalista excluyente un puro formalismo retórico. He aquí una prueba de la mentalidad premoderna y antipolítica. La tribu es el centro y eje de la organización social; hay estamentos privilegiados y súbditos excluidos; el individuo recibe su «estatus» por razón del nacimiento, y ello justifica la discriminación. Estorba el Estado de Derecho, porque no creen en la igualdad ante la ley. Quieren ser «más» que los otros sin demostrar que son mejores. Abrumados por el despliegue de la razón ilustrada, procuran esconder sus reticencias en tiempos de bonanza. Cuando llegan los problemas, vuelven los resabios atávicos. Conviene no llamarse a engaño: cierto tipo de nacionalismo historicista encaja muy mal con la modernidad.

Desde esa perspectiva retrógrada, el «jefe» encarna la comunidad en un sentido biológico y organicista. Es, por su propia esencia, algo muy diferente del representante configurado por la dinámica del Estado constitucional. Es intocable, inmune, casi inefable. Es ley viviente, ungido por la comunidad como expresión de su primacía histórico-política. Son rasgos heredados de la vieja teoría del absolutismo de derecho divino. Algunos imaginan al lendakari como la expresión del «patriarca» de Sir Robert Filmer, aunque no sepan quién era este anticuado pensador británico. Ningún poder sobre la tierra puede violar su autoridad intangible. No hay Constitución escrita y racional que prevalezca sobre la comunidad étnica cuyo origen se remonta a la noche de los tiempos. Ya sé que estamos en el siglo XXI, pero algunos siguen anclados en la «tenebrosa fragua» del Espíritu del Pueblo, como decía un famoso jurista alemán del XIX. Mucho menos, por supuesto, si el ordenamiento jurídico y los jueces que lo interpretan y aplican derivan su autoridad de una fuente lejana y ajena, cuya legitimidad sólo se reconoce nominalmente, y a veces ni eso. El juez que tiene la osadía de tratar al gobernante sublimado como a un ciudadano más se considera un provocador. El país que lo pretende, y (a medias) lo sustenta, es un «país de locos». Las leyes premodernas no permitían estas cosas. Tampoco pasarían con un cuerpo de funcionarios al servicio de la causa disfrazado con el nombre ostentoso de «poder judicial vasco»...

Sin embargo, la razón moral, política y jurídica está de parte de esa inmensa mayoría de españoles -muchos vascos incluidos, por supuesto- que sabemos apreciar las virtudes del Estado de Derecho como reflejo del proceso de la civilización. Zapatero esconde sus intereses partidistas bajo la libertad de crítica, pero sabe muy bien que la ley es el gran obstáculo para la sedicente «paz» que proclama. En manos de su mayoría coyuntural está cambiar la legislación (de partidos, penal, penitenciaria), pero no está dispuesto a asumir el coste político. La agresión es tan burda que el propio Consejo General del Poder Judicial, siempre dividido, ha reaccionado con criterio razonable. Como todos y cada uno de los ciudadanos en nuestro Estado democrático, el lendakari está sujeto al Derecho y a los jueces. Dice el artículo 117 de la Constitución que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey y que el Poder Judicial es titular exclusivo de la facultad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Los jueces y magistrados, añade, son independientes. ¿Hace falta hablar más claro? Aunque tal vez les gustaría a muchos, el Ejecutivo no está en condiciones de dar instrucciones. No hay razón de Estado (léase, negociación con ETA) que lo permita ni existen ya entre nosotros los llamados «actos políticos del Gobierno» inmunes al control de la jurisdicción. Hay, eso sí, especialidades procesales para el enjuiciamiento de las autoridades, entre ellas, como es lógico, los presidentes de las comunidades autónomas. Pero sólo se justifican por razones funcionales y no se trata de privilegios, exenciones o patentes de corso. Es lo que procede en un país sensato, que vive y quiere vivir a las alturas de la Historia, lo que significa a día de hoy en libertad bajo el imperio de una ley igual para todos.

Suele distinguir el Tribunal Constitucional al interpretar el artículo 14 entre la igualdad «en» la ley y la igualdad «en la aplicación de» la ley. No puede sentirse maltratado Ibarretxe en ninguno de ambos aspectos. Es evidente que las últimas resoluciones judiciales no favorecen el nuevo idilio, siempre frágil y transitorio, entre socialistas y nacionalistas. En rigor, la decisión sobre el preso de ETA en huelga de hambre y la dignidad de los magistrados en el País Vasco han reconciliado a muchos sectores de la opinión pública con un poder del Estado que no siempre goza de buena imagen. Unas veces con motivos y otras sin ellos. Hay que advertir también a los (ahora) entusiastas que vendrán otras resoluciones y resolverán otros litigios en un sentido que a lo mejor no les gusta tanto. Es la grandeza y la servidumbre del Estado de Derecho. La sociedad española tiene una deuda pendiente con el sentido institucional de la política. Olvidemos a los jueces connombre y apellidos, o bien reconozcamos sus debilidades humanas y hasta sus miserias. La Justicia es también el espejo de la vida. Es la toga la que otorga una condición objetiva, sujeta a requisitos estrictos, susceptible de recursos ante otras instancias y fundada en la fuerza propia de la norma como expresión de la voluntad general. Algunos quieren sacrificar la ley a la supuesta paz, pero la ley sólo apuesta por la paz verdadera y no por el sectarismo particularista. Es la hora de perseverar en las propias convicciones. No sería mala idea repartir aquí ejemplares gratuitos del discurso de Pericles a los ciudadanos de Atenas. Siempre en nombre de la ley, de la libertad y de la igualdad...

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.