Los jueces y sus excesos verbales

En una democracia, el poder debe exponer el por qué de sus decisiones. El Legislativo y el Ejecutivo lo hacen a su modo. Las leyes tienen preámbulos o exposiciones de motivos que suelen describir su contenido y se encaminan a convencer al que las leyere de la bondad de la norma. Antes, el Diario de Sesiones da cuenta de los debates parlamentarios, unas veces áridos monólogos, otras rifirrafes de mayor o menor nivel, pero que sirven para deducir cómo se fue gestando la norma. Cosa distinta es el Gobierno. La rueda de prensa, el comunicado, la entrevista o, con más formalidad, la intervención parlamentaria, suelen ser el hábitat en el que sus miembros dan explicaciones. Predomina el estilo de «vendedor de productos» y la lucha política provoca una agresiva retórica. Y si el Ejecutivo actúa como Administración, puede hasta callar: es el silencio administrativo.

La Justicia es distinta. La Constitución le manda razonar sus decisiones, no puede callar o dar razones vacías -sería inconstitucional- y no resolver sería delito. El juez, al motivar, no se dirige a unos votantes, ni piensa en abrir los telediarios ni se enfrenta a una oposición, sino que se dirige los litigantes. Emplea un lenguaje técnico -el jurídico- y sus razonamientos tienen sentido si se conoce en qué consiste ese litigio, de ahí que para calificar una sentencia de buena o mala no baste con leerla, sino saber qué es lo debatido: sólo así se deducirá si la resolución es la adecuada. Además, el juez resuelve, no «dictamina», no opina y su razonamiento responde a una lógica jurídica que permita deducir que sus conclusiones son racionales y objetivas, luego controlables en Derecho por un tribunal superior.

En la forma de razonar, los jueces pueden darse ciertos estilos y, a veces, patologías. Luís Díez Picazo habla de sentencias «filosóficas», «intimistas», «pro-forma» y «estrictamente jurídicas». Mientras que la redacción de una ley o un reglamento obedece a un estilo frío, impersonal, la sentencia trasluce la personalidad, el estilo o la falta de estilo de su redactor. Hay sentencias claras, muy didácticas, y otras sencillamente ilegibles; las hay asistemáticas, otras repletas de elucubraciones floridas pero vacías, etc. No faltan frases mal construidas o palabras inadecuadas y alguna que otra falta de ortografía también se cuela. Pero, como digo, la sentencia es una obra intelectual en la que la impronta de su autor es intensa, quizás, y entre otras razones, porque mientras la ley es lo justo en abstracto y se dirige al común de los ciudadanos, la sentencia es lo justo en concreto: procede de un juez con nombre y apellidos y se dirige a unos ciudadanos también con nombre y apellidos.

Las patologías de la motivación pueden encerrar ese «corporativismo malo» que se da cuando el que desempeña un cargo público se apropia o se sirve de él -consciente o inconscientemente- trascendiendo no tanto la voluntad de un poder del Estado como la del juez. Esta patología participa en cierta forma de la del juez estrella o del que se sirve de su condición de juez, de sus competencias y potestades -poderes atribuidos por ley para satisfacer un fin público- para auparse, para servir a intereses propios o de terceros, en todo caso bastardos; es el caso del juez que redacta resoluciones pensando en abrir telediarios, en los titulares del día siguiente, que busca el impacto de sus resoluciones en la lucha política. Ese juez no sería tal ni haría Derecho; aunque gozase de fama planetaria, sería como confundir la tauromaquia con el espectáculo del Bombero Torero y los Enanitos Toreros.

Me viene todo esto a la cabeza por la ola de críticas que ha provocado el auto dictado por un juez murciano que, en un proceso de divorcio, atribuyó al padre la custodia de sus dos hijas negándoselo a la madre por ser lesbiana ejerciente. He leído el auto y, con todos los respetos, no creo que esté redactado en unos términos adecuados. No hablo de la decisión, sino de la forma de razonarla. Aparte de una extensión fuera de lo normal para ese tipo de decisiones (siguiendo a Díez-Picazo, estaríamos ante una resolución «intimista», pero también sería calificable de resolución «denuncia», «desahogo» o «carta al director»), es un ejemplo en el que un juez se sirve de la potestad que le confiere la ley para hacernos partícipes de su opinión -negativa- sobre ciertas leyes, emplea citas impropias de una resolución, expresiones desafortunadas y pseudorrazonamientos por su simpleza, más propios de una conversación de cafetería que de un auto judicial.

Hay un expediente abierto y veremos en qué queda. Hoy día nuestra normativa permite sancionar a un juez que emplea expresiones innecesarias, improcedentes, extravagantes u ofensivas. Esta falta disciplinaria se introdujo en 2003 a propuesta de un informe del Consejo del que fui ponente, luego me atribuyo cierta paternidad. No se trata de corregir «el estilo» de cada uno sancionándolo, sino de evitar lamentables excesos que no podían quedar impunes; antes hubo casos sonoros, con amplia repercusión, que desdecían de la actuación judicial y quebraban la confianza del ciudadano hacia los tribunales, pues se va al juez para que resuelva en Derecho una controversia y no para que dé su opinión o haga partícipes a los litigantes de sus sentimientos y preocupaciones vitales; menos aun, para que el juez la emprenda con improperios hacia las partes o sus abogados o excesos verbales sin cuento.

Es evidente que lo que se censuran son las expresiones, no lo que el juez decida: eso sólo lo puede revisar otro tribunal. Esto es relevante porque en el caso murciano la prensa ha dicho que el Consejo expedienta a un juez por negar la custodia a una madre de tendencias lésbicas; además -añade la prensa-, el juez habría equiparado esas tendencias a la toxicomanía, pederastia, prostitución, sectas satánicas, etc. No es así, pero, razonamientos desafortunados al margen, lo que late en este caso y en el revuelo periodístico, es la idoneidad de las parejas homosexuales para ejercer la guarda y custodia, la patria potestad o la adopción. Aparte de que en eso, y en ese caso, el Consejo ni puede ni debe intervenir -espero- es algo sumamente controvertido, como lo manifiestan los debates sobre el acceso de esas parejas, por ejemplo, a la adopción. Luego la negativa del juez murciano no es, ni mucho menos, caprichosa ni entraña en sí ofensa alguna.

El propio Consejo al informar el proyecto de matrimonio homosexual alertó sobre esa controversia y ahí están, por ejemplo, los países que niegan la adopción a tales parejas; los hay que admiten esas uniones, incluso bajo forma matrimonial, pero prohíben la adopción. No es un tema baladí y, en todo caso, sería inadmisible que algunos, aprovechando un desafortunado auto, lancen a los jueces la advertencia de que si dudan sobre la idoneidad de esas parejas para adoptar, ejercer la patria potestad o atribuirles la custodia, que se anden con cuidado porque -escándalo de prensa mediante y provocante- se las verán con un expediente disciplinario. Esto es lo que late realmente en este asunto y no unos extravagantes desahogos judiciales.

José Luís Requero, magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.