Los justos

Mi abuelo fue un hombre bueno de los que no salen en los periódicos. Murió ayer en su residencia, no sabemos si contagiado o no del maldito virus, cargado de años y con una vida ya cumplida. Cuando la muerte llega así, tras una existencia larga y feliz, no hay motivos para impugnarlo todo. Al contrario, incluso para los que no somos creyentes, el dolor sirve como testimonio a favor de un mundo que desearíamos seguir compartiendo con quien lo ha dejado.

Por supuesto, los que quedamos lloraremos. Sucede cada vez que muere alguien justo que, como en el poema de Borges, ignoraba estar salvándonos mientras tomaba café o llevaba a sus nietos a mirar las tortugas de la Estación de Atocha. Hace algunos años que esas tortugas viven más tranquilas y holgadas, las trasladaron a un lugar más apropiado y la estación resulta un poco más triste.

Durante siglos, el luto sirvió para que los familiares del difunto mostrasen su respeto por él, pero también para protegerlos del estruendo de lo cotidiano. Quien elegía vestirse de negro elegía apartarse del tumulto de las cosas, anunciaba que, mientras durase el duelo, preferiría permanecer dentro de un tiempo propio, a salvo de los ritmos alborotados del mundo. Cuando nos desgarramos -y a todos nos ha tocado o nos tocará recibir a varios heraldos negros- casi nos ofende la continuidad de los amaneceres, la primavera resulta insolente y odiamos, por haber olvidado la alegría, a quien celebra un gol del Real Madrid. El adolescente que atraviesa sus primeros pesares descubre que nada se altera por mucho que él se estremezca, y hay quien lamenta que siga abierto el bar donde se fraguó un romance de final abrupto.

Pero según pase el tiempo, será precisamente esa persistencia del exterior, que constantemente nos requiere para sus bullicios, la que nos salve, casi sin darnos cuenta, de caer en melancolías definitivas.

Estos días, el tiempo se ha detenido para todos. Tras la ventana, no existe esa normalidad grosera contra la que estrellaríamos nuestros sentimientos y a la que terminaríamos por reincorporarnos. No se pueden celebrar ritos ni abrazar a quienes están lejos. Quedan aplazados los brindis insensatos de las madrugadas que siguen a los funerales, primera grieta a través de la que se empieza a regresar a la realidad.

Estos días, sin embargo, podemos recordar. Puedo, por ejemplo, escribir la lista de los coches que tuvo mi abuelo y que tanto le gustaron. Seguro que me dejo alguno, pero así, todos juntos, parecen un poema sobre España: Seat 600, Seat 850, Seat 1500, Renault 8, Renault 11, Renault 19, Peugeot 307. Puedo recordar también los veranos junto a él, junto a mis primos, bajo el sol del Mediterráneo, veranos largos, merecido descanso para uno de tantos trabajadores honestos, padres buenos, abuelos tiernos.

Iremos reforzando nuestra memoria para, cuando todo esto termine, poder pasear por los jardines frondosos y las playas soleadas sin rencores imprecisos. Yo, personalmente, y aunque soy del Atleti, me preparo para celebrar los goles del Madrid como si fuera mi equipo porque era el suyo, y también para hacer una visita a las tortugas de Atocha allá donde estén.

En El Testimonio de Yarfoz, la novela de Sánchez Ferlosio, los imaginarios Salamneos construyen una necrópolis donde conservan y rinden culto no a los restos de los difuntos, sino a las palabras que narran los hechos principales de sus vidas. Que sirvan estas palabras como abrazo para todos los que recientemente no han podido despedirse de tantos hombres y mujeres buenos y justos, también como homenaje para ellos.

Enrique Rey es escritor.

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