Los lamentos de Corea del Norte

Viven en otro mundo. Fuera de la realidad. O más bien en un mundo propio que distorsiona esa realidad. Corea del Norte es el único país estalinista del planeta. Una sociedad cerrada al exterior y organizada en torno a un sistema comunista autóctono que, bajo la denominación de Juche, impone los mandamientos políticos, sociales, económicos y cívicos a una población de 24 millones de personas que parecen vivir en plenos años 40. Es como si para ellas no hubiera pasado el tiempo.

Gentes a pie que vienen y van al campo o a sus trabajos, algunas bicicletas, pocos coches, calles anchas, rectas, semivacías y sin nombres que las identifiquen para despistar y desubicar al enemigo en caso de guerra. Y carteles, decenas de paneles de mil colores con consignas y alabanzas a los líderes. Y silencio. Un silencio que va más allá de la sensación de poco ruido.

Ciudades de caminantes, pueblos organizados en cooperativas. Carreteras rectas, anchas, con escuadrones de obreros tapando baches a mano, pero vacías. La imagen perfecta para la foto del día siguiente de la guerra nuclear. Pero no, es simplemente el resultado de 50 años de dictadura establecida por Kim il-sung, un militar aventajado que al amparo de Moscú creó la República Popular y que, a su muerte, en 1994, pasó el relevo a su hijo Kim jong-il que, desde entonces, ejerce el papel de padre de la patria, aunque siempre a la sombra de su progenitor, omnipresente en la sociedad a base de retratos y estatuas. Un régimen de culto a la personalidad organizado como una dictadura militar. Porque Corea del Norte es, ante todo, un régimen militar dirigido por militares, aunque a veces se desenfoque la realidad al centrarla en detalles estrambóticos de la personalidad de Kim jong-il, un dirigente de opereta que interpreta el rol de icono y aparador.

El paralelo 38 es posiblemente la zona del mundo con mayor concentración de armamento. Esa frontera, que enmarca una zona desmilitarizada de cuatro kilómetros de ancho y 238 de largo, esconde armas de todo tipo y está vigilada por un Ejército de casi cuatro millones de soldados en el sur, ayudados por 28.000 militares de EEUU con armamento de última generación, y un millón en el norte, donde otros tres millones están en la reserva. Dentro de este cuadro hay que enmarcar todos los movimientos que se producen en esa península dividida por una guerra que finalizó en 1953, pero en la que aún no se ha firmado la paz. La existencia de dos países y dos sociedades diametralmente diferentes y la grave crisis económica que atenaza al norte desde la descomposición de la URSS están detrás de las amenazas que surgen desde Pyongyang para llamar la atención de EEUU y recabar ayuda (petróleo, comida y dinero). Todos los incidentes provocados por Corea del Norte no son más que lamentos de una élite que es incapaz de alimentar y atender a la población y de un Gobierno que no quiere ni sabe salir del atolladero en que anda metido. Por eso al norte del paralelo 38 la prioridad es el Ejército. Para mantener el argumento de la amenaza exterior. Para cerrar el país hacia dentro y hacia fuera.

La fijación militarista es tan intensa que llega al esperpento: a pesar de que las carreteras están vacías porque no hay vehículos, los militares tienen rutas propias al margen de las civiles para no tener que sortear obstáculos en caso de guerra; la mayor parte del presupuesto está dedicado a pertrechos de guerra y al mantenimiento de la tropa, a pesar de las hambrunas que han golpeado al país y que lo siguen acechando; y, además, esa sociedad subdesarrollada invierte millones en tecnología nuclear con unos resultados alarmantes para los vecinos, a pesar de que algunos expertos dudan de su capacidad real como amenaza atómica.

Un disparate, en fin, que ahora se ha materializado en un ataque a una pequeña isla que ha provocado la alharaca de siempre: amenazas destempladas, espectaculares maniobras militares y apertura de senderos hacia la sensatez y el diálogo. Como siempre, porque nadie quiere la guerra. Para el norte sería el canto del cisne; para el sur, un desastre económico y anímico porque todos esperan una pronta reunificación; y para los vecinos regionales, un golpe en la línea de flotación.

China, hasta ahora el único interlocutor directo, ya está harta de tantos vaivenes y,como han revelado los papeles de Wikileaks, solo espera una reunificación sostenida por EEUU y un nuevo país que no les parezca beligerante. A EEUU, confrontado al último enemigo real que le queda de la guerra fría, se le otorga el papel de pagano: el que aporta energía y comida en cada desvarío del norte y el que, a la postre, deberá pagar la enorme factura de la reunificación una vez que el tinglado estalinista se desmonte por su propia ineficacia. A cambio, Washington siempre podrá reclamar algún tipo de presencia en la zona del milagro económico. Pero hasta ese momento, los tambores seguirán tocando.

Alfons Ribera, periodista.