Hace ahora poco más de 70 años, el 10 de mayo de 1940, un robusto y controvertido político británico entró en el Palacio de Buckingham para ser recibido por el rey Jorge VI. El rey le pidió que aceptara ser primer ministro. Se llamaba Winston Churchill.
Ese cambio de liderazgo se ha considerado decisivo. La opaca y deshonesta década de los años treinta había pasado; ahora era el turno de "sangre, fatiga, sudor y lágrimas" y de una ardua victoria final. Si algo podía demostrar el argumento de Thomas Carlyle sobre la importancia del "Gran Hombre" en la historia, ahí estaba. Para esa teoría del liderazgo, también había una sobrada muestra contemporánea en las figuras de Hitler, de Stalin y de Roosevelt.
El acceso de Churchill al poder realmente hizo que cambiaran muchas cosas. Unió a la nación británica, incorporando a políticos laboristas y liberales a su Gabinete de Guerra, unificando las distintas estructuras de mando de la defensa y asumiendo amplísimos poderes ejecutivos. Y no se trató de una simple cuestión de cambios constitucionales y organizativos. Churchill trajo consigo sus extraordinarias dotes para la retórica y el lenguaje, las mayores desde el propio Shakespeare, y de un poder tan electrizante que si uno escucha todavía hoy las grabaciones de sus grandes discursos de guerra resulta difícil no llorar un poco (yo desde luego lo hago). El nuevo primer ministro movilizó a la lengua inglesa y la envió al combate.
Sus visitas a las casas bombardeadas del East London, sus vuelos sorpresa para visitar a las tropas en Egipto, su increíble interés por las nuevas armas, por las nuevas formas de hacer la guerra, por los nuevos medios con que poder derribar a los enemigos fascistas revitalizaron a la nación británica, y también a muchas naciones menores. No tiene nada de extraño que encabece regularmente las encuestas norteamericanas y británicas sobre la figura más significativa del siglo XX. Fue un hombre que estampó su sello sobre los asuntos del mundo.
¿Pero realmente fue él -o cualquiera de los otros Grandes Hombres- tan decisivo como para alterar las corrientes de los asuntos del mundo? Esta es una cuestión que no ha dejado de llamar la atención de historiadores, filósofos y estudiosos de la ciencia política, y con razón, ya que plantea la causalidad de los cambios a lo largo del tiempo: ¿qué es lo que, en definitiva, cambia el curso de la historia?
Curiosamente, el mayor desafío a la teoría del liderazgo de Carlyle llegó de su contemporáneo victoriano, de aquel inmigrante, el antiidealista filósofo de la historia y de la economía política, Karl Marx. En los párrafos iniciales de su clásico El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, nos ofrece estas famosas líneas: "Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como les gustaría hacerla; no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias ya existentes, dadas y transmitidas por el pasado". Qué imponente sentencia. Marx captura en ella la potestad de acción propia del empeño humano al tiempo que nos recuerda cómo hasta los más poderosos están limitados por la geografía y por la historia.
Y así ocurrió con Churchill. A pesar de todos los poderes que congregó bajo su autoridad, no pudo impedir que la Blitzkrieg nazi (guerra relámpago) se extendiera por Europa. No pudo impedir la impresionante conquista japonesa de gran parte del Imperio Británico en el Extremo Oriente. No pudo impedir que el Ejército Rojo engullera toda la Europa del Este. Y no pudo, a pesar de su bravura, impedir el declive y la caída de su amado Imperio Británico.
En síntesis, los logros de Churchill como líder durante la guerra fueron asombrosos, pero no pudo alterar las poderosas corrientes de la historia y tuvo que ejercer su acción política dentro de los límites que había heredado. En los años cuarenta existían ya unas profundas fuerzas en acción -como las del surgimiento de Asia y el relativo encogimiento de Europa- que estaban comenzando a cambiar el paisaje geopolítico del planeta y que hoy prosiguen su avance. Realmente, la maravilla es que Churchill y su relativamente pequeña isla-Estado consiguieran tanto, y durante tanto tiempo.
Ese punto de vista práctico acerca de las limitaciones naturales de todo líder y de todo gobierno, ¿no es acaso válido para cualquiera de nuestros Grandes Hombres de la Historia? Baste dar un repaso a los principales candidatos del siglo precedente. Hitler atropelló a Europa en su camino, pero cuando en 1941 entró en guerra contra la URSS y Estados Unidos -mientras combatía aún contra el Imperio Británico- su "Reich de los Mil Años" fue arrollado por fuerzas más numerosas. Mussolini afirmó a finales de 1943 que la historia había agarrado a Italia por el cuello; lo que realmente había estrangulado a Italia eran los regimientos anglo-americanos curtidos en el combate. Stalin sobrevivió a la Operación Barbarroja porque sus ejércitos tenían el mejor armamento antitanques del mundo. Años más tarde, Kennedy y Johnson perdieron en Vietnam porque luchar contra ejércitos de guerrilleros en densas junglas resultaba inútil y porque Occidente estaba en retirada de Asia.
Cuatro siglos antes, el todopoderoso Felipe II de España había enviado a su infantería castellana hacia el norte para sofocar la revuelta de los protestantes holandeses. Pero las corrientes de la historia iban en contra de una supremacía católica en Europa.
¿Qué significa eso para la política de hoy día? Para mí, eso significa que deberíamos renegar de nuestra patética obsesión con las personalidades políticas y burlarnos del sensacionalismo de los tabloides y de los talk-show por ser lo que son: un insulto a nuestra inteligencia. Por supuesto que los medios tienen el deber de informar con rigor, pero también el de poner las cosas en su contexto. ¿Anuncia la llegada de la coalición de conservadores y liberal-demócratas en Reino Unido una nueva era? Uno lo duda, ya que ellos, a su vez, tienen que lidiar con déficits masivos, con la cuestión de la inmigración y la retorcida relación con Europa. ¿Es muy diferente el papel de Putin en Rusia? Ciertamente sabe cómo meter a banqueros en la cárcel, fastidiar a las compañías energéticas occidentales y endurecer la actitud de sus fuerzas armadas; pero ¿qué puede hacer para acabar con el alcoholismo generalizado, la desintegración demográfica, el insoportable clima, los murmullos de las minorías y las incompetencias de un orden social sin incentivos?
Tales conclusiones nos llevan lógicamente a algunas consideraciones acerca de la trayectoria de la reciente Administración de Obama. Sus políticas han sido, en esencia, las del control de daños y el reparar los mástiles del barco. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Ocuparon sus despachos cuando el sistema bancario norteamericano y el orden financiero internacional parecían próximos al colapso. Heredaron una guerra imposible de ganar en el Hindu Kush y todavía tienen que calcular cómo manejarla a largo plazo. También han heredado desastres medioambientales, no causados pero seguramente agravados por regulaciones poco exigentes y por el abusivo despilfarro de nuestros recursos naturales. Gobiernan un país cuyo entramado social, especialmente en muchas ciudades del interior, está gravemente dañado y carente de fondos para su reparación.
Y ellos, al igual que todos los que presenciaron maravillados la impresionante campaña electoral de Obama, ocuparon ese agitado campo político y económico demasiado influidos por expectativas excesivas y promesas exageradas. Los poderes del presidente norteamericano y del Congreso (si decide cooperar con él) son amplios y es mucho lo que se puede hacer para mejorar los asuntos nacionales e internacionales. Pero todos esos poderes están establecidos dentro de unos límites y los líderes nacionales deberían ser humildes al respecto.
Y, quién sabe, quizá esté llegando el tiempo en el que incluso los ensimismados políticos norteamericanos puedan leer algo del primer Karl Marx y meditar sobre su observación de que los hombres "solo" hacen la historia bajo circunstancias ya existentes y transmitidas por el pasado. Entonces podrían ser un poco menos charlatanes con sus promesas de ir a transformar el mundo si fueran elegidos.
Paul Kennedy. Ocupa la cátedra Dilworth de Historia en la Universidad de Yale, donde es director de Estudios de Seguridad Internacional. Traducción de Juan Ramón Azaola. © 2010, Tribune Media Services, Inc.