Los límites de Babel

George Steiner ha señalado que «Babel fue todo lo contrario de una maldición», ya que «el cuerno de la abundancia de las lenguas derramada sobre la especie humana constituía una bendición sin fin». Cada lengua expresa el mundo a su manera; cada una «edifica mundos y contramundos a su modo», y en esa riqueza plural estaría el carácter beneficioso de Babel. Mas como ya manifestara Montesquieu, hasta la virtud tiene necesidad de límites. Porque las lenguas, aparte de «edificar mundos», son instrumentos de comunicación entre personas, entre pueblos y culturas diferentes, y cuanto más amplio sea el ámbito de la comunicación lingüística más fácil será la relación.

La historia de la humanidad es un constante juego -juego esencial civilizatorio- entre la existencia de pluralidad de lenguas y de unidad lingüística, en la búsqueda utilitaria de una lingua franca que favorezca el contacto y el entendimiento lo más amplios posibles. La historia de la civilización occidental, por ejemplo, sería ininteligible sin la koiné alejandrina del helenismo, el latín de la mediterraneidad o las diferentes grandes lenguas nacionales de los estados y las naciones modernas. Por eso, ese juego lingüístico y civilizatorio en la pluralidad de lenguas será negativo, no beneficioso, cuando se trate de eliminar o de reducir un ámbito más amplio de comunicación lingüística y cultural ya conseguido. Estamos hablando, es fácil de deducir, de la situación actual en España en el terreno de las lenguas y de la enseñanza.

«Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», señaló Wittgenstein. Así, cuando se conocen -con testimonios ya hoy en día incuestionables- los límites de romo nacionalismo lingüístico que el actual modelo educativo está imponiendo a los niños y a los adolescentes en Cataluña, el País Vasco, Galicia, Baleares o, en menor medida, en la Comunidad Valenciana, impidiéndoles el dominio y el uso culto del español, la lengua hablada por más de 400 millones de personas e instrumento de una de las literaturas y culturas más ricas de la Historia, se les está abocando a un mundo más limitado, más pobre cultural y mental, que el que tuvieron sus padres, lo que supone un retroceso para esas personas y para esas sociedades, una pérdida de la bendición de Babel.

Además, con las lenguas sucede como con las personas o los países: una cosa es la igualdad de derecho y otra la igualdad de hecho, de situación. No están en la misma situación ni tienen la misma utilidad, por ejemplo, el inglés y el swahili. Aunque no sea políticamente correcto admitirlo, las diferentes lenguas habladas en distintas comunidades autónomas españolas, aun con sus cualidades lingüísticas y sus ricas y originales configuraciones de universos mentales, no proporcionan la misma situación y utilidad que el español proporciona a sus hablantes cuando lo dominan en su uso más o menos culto. Es evidente -acudiendo a otro ejemplo- que el que se ha venido en llamar milagro irlandés, con el crecimiento económico y desarrollo social de Irlanda en los últimos decenios, no se hubiera producido si hubiese predominado el uso del gaélico en lugar del inglés.

Buena parte del problema que actualmente se vive en España acerca del aprendizaje y uso de las diferentes lenguas tiene su origen en una relación espuria que desde los inicios de la Transición se viene dando entre nacionalismo, lenguas y privilegios. En el sentido de que, por parte de las tendencias nacionalistas y también, en ocasiones, regionalistas, lejos de considerar fundamentalmente como un derecho de las personas el uso y aprendizaje de las lenguas maternas, han pretendido, y se ha conseguido en gran medida, que la existencia de una lengua o dialecto propio para una comunidad o región sea la base de toda una serie de privilegios y prebendas, en cuanto derechos y ventajas que no son comunes para toda la ciudadanía española. De esa bastarda relación deviene en no poca medida la calificación que se ha venido haciendo como comunidades históricas a Cataluña, País Vasco y Galicia (el que el término se pretenda basar en la existencia de estatutos, bien aprobados o en preparación, para esos territorios en la II República, no significaría más que retrotraer algo en el tiempo esa base de relación entre nacionalismo-lengua-privilegios).

De no poca y grave importancia es la aparición de manera un tanto subrepticia en una sociedad democrática-liberal como se supone la española actual de un sistema de privilegios derivados de diferencias lingüísticas o culturales (llámese, por ejemplo, relación bilateral Estado-Cataluña en el nuevo Estatuto catalán, o Cupo vasco -esa patata caliente incrustada en nuestro ordenamiento actual, que quiérase o no contradice el artículo 138.2 de la Constitución de 1978: «Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales»-).

Grave fenómeno -decía-, porque en todo esto hay un desagradable tufillo a nacionalismo romántico decimonónico (la comunidad definida fundamentalmente por la lengua que la comunica) y a la sociedad estamental del Antiguo Régimen, basado en el privilegio y la cuna, y no fundamentalmente en el mérito y el esfuerzo personal de los individuos, propio de las sociedades abiertas. El origen del privilegio es lo que se ha resituado: antes estaba en la cuna, el linaje, el estamento; ahora, aquí en España, empieza a estarlo en un territorio que se pretende privilegiado por tener una lengua propia. De ahí, las obsesiones por imponer inmersiones lingüísticas de visos totalitarios o, en algunos casos que rayan en lo grotesco, buscar y tratar de revitalizar viejos dialectos casi desaparecidos, no por mantener una riqueza cultural, lo que sería positivo, sino para basamentar sobre ellos reivindicaciones de privilegios y prebendas.

La gravedad de la situación es más preocupante, porque con las políticas de inmersión lingüística, aparte del no respeto al derecho de todo español a hablar, estudiar o dirigirse a cualquiera instancia en la lengua común a toda la Nación, se está extendiendo la utilización de las enseñanzas de las diferentes lenguas como instrumento de adoctrinamiento nacionalista y antiespañol, con una clara perversión del lenguaje: utilización del sintagma Estado español para evitar el término España; connotar con términos peyorativos lo relacionado con España como nación y su historia y cultura; segmentar y distorsionar la enseñanza de la geografía y la historia común...

No es pequeño el número de estudiosos que han ligado el origen y desarrollo de la barbarie totalitaria vivida en el siglo XX con la corrupción del lenguaje. El mismo Steiner ha señalado que «la gramática es, en cierto modo, condición necesaria de la ley moral básica». Victor Klemperer, consciente de cómo en la Alemania de los años 20 y 30 del pasado siglo el nuevo idioma nazi iba contaminando las conciencias y modificando los comportamientos, escribió que las palabras pueden ser como dosis pequeñas de arsénico: «Uno se las traga sin tenerlo en cuenta, parece que no surtan ningún efecto, pero al cabo de un tiempo el efecto tóxico se empieza a sentir». Y la experiencia histórica enseña que para corregir, luego, los efectos tóxicos de esos lenguajes corrompidos totalitarios se necesita tiempo, esfuerzos ímprobos y no pocas capacidades; es, por ejemplo, lo que hizo Solzhenitsin para «domesticar la lengua soviética» (Coetzee), o también Anna Ajmátova o Joseph Brodsky.

Esperemos que en España, en algunos de sus territorios, no llegue nunca el día en que tengamos que recrear la lengua española a partir de sus raíces etimológicas, para que las «proposiciones estén esencialmente conectadas con el estado de cosas» (Wittgenstein), tras ya haber tenido que hacer algún aclarado tras el fin de la dictadura franquista.

Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas de la Universidad Rey Juan Carlos.