En los últimos meses, los interesados en cómo las nuevas tecnologías pueden facilitar un desafío a las sociedades autoritarias hemos asistido a una interesante polémica entre los investigadores, escritores y, por supuesto, blogueros Evgueny Morozov y Clay Shirky. Diversos medios anglosajones (Prospect, The Wall Street Journal, Foreign Policy) han publicado argumentos del debate, que abarca fenómenos muy diferentes (las movilizaciones poselectorales bielorrusas, en 2006; las manifestaciones de los monjes birmanos, en 2007; la llamada revolución verde que sacudió Irán hace justo un año...), pero con un denominador común: el importante papel que han jugado las nuevas tecnologías en su organización y en la divulgación, casi instantánea, de la represión gubernamental.
Engrosadas por una amplia repercusión mediática, las expectativas de quienes vieron en las nuevas tecnologías la clave de una nueva y glamorosa forma de lucha política, capaz de emancipar a la sociedad civil por los caminos de la protesta masiva, han quedado un tanto defraudadas. El resultado a la vista es que ninguno de esos movimientos ha conseguido derrocar a régimen alguno, aunque sin duda los ha debilitado de cara a la opinión pública internacional. Morozov, pesimista hasta la exageración, llega incluso a culpar a los partidarios de la ciberdisidencia y al excesivo entusiasmo mediático de perjudicar las causas que trataban de promover y de provocar justo lo contrario de lo que pretendían: una mayor represión, una extensión de los límites de la vigilancia autoritaria.
Un artículo de Golnaz Esfandiari en el último número de Foreign Policy, dedicado a Irán, describía la "Revolución Twitter" del año pasado como "un meme irresistible" para demasiados analistas y periodistas, "una de esas historias que se escriben solas". Todo parece indicar que, en efecto, la prensa occidental exageró el verdadero impacto de Twitter como medio de comunicación de los activistas que estaban sobre el terreno.
Cualquiera que sea nuestra posición ante esta polémica, bien aplaudamos el entusiasmo de Shirky a propósito de la "organización sin organizaciones", la "nueva estructura cívica" o la "enfermedad tecnológica autoinmune", o, en cambio, compartamos el pesimismo de Morozov y otros al sugerir que los Estados autoritarios son lo bastante fuertes como para resistir el descontento popular y reprimir a los ciberdisidentes, resulta evidente que el panorama de la contestación política en sociedades cerradas ha sufrido en estos últimos años una mutación importante, asociada al uso de nuevos medios tecnológicos. Uso el término "mutación" para dejar claro que no se trata solo de una nueva manera de transmitir el discurso de la disidencia clásica. No es solo cuestión de contar con "nuevas herramientas", más ágiles y seguras que aquellas proclamas o samizdats que antes se pasaban de mano en mano. Esas "herramientas" han comenzado a generar nuevas y contagiosas formas de organización social que, además de traducirse o no en protestas masivas, pueden ayudar a reconstruir el tejido de la sociedad civil.
Tal vez en esa novedosa y atractiva condición de la ciberdisidencia estén también los gérmenes de su fracaso a corto plazo. Porque las sociedades autoritarias se han demostrado capaces de adecuar sus técnicas de represión a las nuevas tecnologías, y de aprovechar las ventajas de la democracia sin concedérselas a sus ciudadanos. Se puede, como en el caso de China, crear clones locales (censurados) de los sitios más famosos de la Web 2.0, al estilo de Facebook o YouTube, y seguir manteniendo una Gran Muralla cibernética argumentando motivos de seguridad. En otros casos, como ha hecho el régimen iraní, un gran ejército casi invisible de esbirros pagados y "verdaderos creyentes" se dedica a cazar disidentes y a distorsionar los debates en la Red -e, incluso, a fabricar "hechos" a conveniencia-. Lo triste es que todo esto sucede, muchas veces, con la complicidad de compañías occidentales como Nokia y Siemens, que han estado vendiendo a Irán la tecnología y el know-how necesario para vigilar Internet.
Desde el pasado septiembre, los Guardianes de la Revolución iraní son los dueños del emporio de las telecomunicaciones que controla todo el acceso a la Red, los teléfonos celulares y las redes sociales. "La historia de la ciberyihad iraní", hacía notar hace poco Abbas Milani, "ha pasado casi inadvertida en los medios occidentales, a pesar de su gran escala". Tiene razón. Hace unos meses yo mismo participé en un encuentro con ciberdisidentes auspiciado por el George Bush Institute, Freedom House y el Berkman Center de la Universidad de Harvard. La preocupación principal de todos los blogueros y expertos con los que pude conversar allí era la tecnología que personas inescrupulosas están vendiendo a Gobiernos censores como China, Siria o Irán, y el uso cada vez más activo que esos Gobiernos hacen de los nuevos medios.
Se trata, en pocas palabras, de combatir la revuelta digital con sus propias armas, una estrategia atractiva, incluso para el presidente venezolano, Hugo Chávez, que en un mes pasó de censor de la Red a twittero célebre. Sin embargo, en Latinoamérica la balanza se inclina, por el momento, hacia quienes usan las nuevas tecnologías para incentivar la protesta social. Incluso una sociedad como la cubana, que participa de manera marginal en el auge de las nuevas tecnologías -no olvidemos que en la isla las estadísticas más optimistas de acceso a Internet rondan el 10% de su población, y que conectarse una hora cuesta la mitad del salario medio- se ha colocado en el mapa de la ciberdisidencia gracias a la acción de una élite decidida a explotar las ventajas democráticas de los nuevos medios.
Inspirados por Yoani Sánchez y otros blogueros, muchos jóvenes cubanos han perdido el temor a opinar. En la isla aumenta el uso de móviles para documentar la represión y son cada vez más numerosas las "filtraciones" de información vedada. Twitter sigue creciendo. El castrismo tiene serias razones para preocuparse si la disidencia tradicional y los blogueros deciden hacer causa común en varios frentes, aprovechando el mecanismo de las "cascadas de información", descrito por Susanne Lohmann y aplicado por Shirky al activismo digital. Por eso ha comenzado a usar la misma estrategia de Irán: una contraofensiva cibernética que incluye la renovación de sus webs, mayor presencia en redes sociales, plataformas de blogs oficialistas dedicados a difamar y criticar a los blogueros independientes, cibercomandos de respuesta rápida formados por estudiantes de la Universidad de Ciencias Informáticas... Por el momento, estos métodos no han bastado para limitar a los blogueros. Pero el Gobierno sigue postergando la conexión del cable de banda ancha desde Venezuela -previsto, ahora, para 2011-, así que la blogosfera cubana exhibe todavía, para desgracia de tirios y troyanos, una influencia limitada.
¿Bastan todos estos síntomas para confiarle a Internet un rol clave en la contestación política de nuestra época? La mutación propiciada por las nuevas tecnologías es un síntoma estimulante, pero corre el riesgo de quedarse estancada en acciones confusas y sin un público definido. En sociedades autoritarias, la confusión entre "medio" y "mensaje" no parece haber contribuido a una libertad que rebase las alternativas a la prensa oficial, y el uso político de la Red se ha demostrado más influyente en sistemas con altos índices de democracia y transparencia. Cada vez más analistas se preguntan hasta qué punto puede derrocarse a un régimen desde esa especie de ilusión democrática (y narcisista) que propicia Internet. A lo mejor en esos escenarios donde el espacio para los reclamos libertarios es por fuerza minoritario y demasiado susceptible de control, hay que volver a los viejos métodos del disidente tradicional: hacer huelgas, salir a las calles, arriesgar un desafío que dependa menos de la imagen mediática.
Ernesto Hernández Busto, ensayista (premio Casa de América 2004). Desde 2006 edita el blog de asuntos cubanos PenúltimosDías.com