Los límites de la nación

Por Luis Sanzo, sociólogo (EL CORREO DIGITAL, 29/11/06):

En su comparecencia ante la Cámara de los Comunes el pasado 23 de noviembre, el primer ministro de Canadá, el conservador Stephen Harper, explicó el sentido de la moción en la que proponía reconocer que los quebequeses «forman una nación en el seno de un Canadá unido», moción que fue aprobada este lunes con 266 votos a favor y apenas 16 en contra. La propuesta no sólo contó con el apoyo inmediato de liberales y socialdemócratas -e incluso con el asentimiento posterior de los independentistas del Bloc Québécois- sino que consiguió resolver a su favor las contradicciones internas del principal grupo de oposición. A los pocos días del Congreso del Partido Liberal, sus líderes aparecían en efecto enfrentados ante la propuesta de reconocimiento constitucional de Quebec como nación diferenciada dentro de Canadá, una idea promovida por el principal aspirante a dirigir la organización, Michel Ignatieff, y por la rama del partido en Quebec, actualmente en el poder en esa provincia. La moción conservadora favorece de hecho a aquellos liberales que, como Stéphane Dion, pretenden limitar el impacto político de las propuestas de Ignatieff, limitando el reconocimiento de la nación quebequesa a la dimensión socio-cultural.

Aunque la apuesta de Harper ha provocado la dimisión de uno de los miembros de su Gobierno, un rasgo llamativo del debate canadiense es que la alternativa democrática que propugna la continuidad del Estado, sin rupturas secesionistas, no se sustenta en planteamientos que niegan los principios del moderno Derecho internacional. No se discute en este sentido el carácter de pueblo de los ciudadanos y ciudadanas de Quebec; tampoco las instituciones niegan el derecho de autodeterminación que les asiste. Al contrario, el derecho a la protección internacional de la integridad territorial de Canadá lo fundamenta su Corte Suprema en el respeto del Estado al principio de autodeterminación en su propia configuración interna, facilitando a los distintos pueblos presentes en el territorio -en pie de igualdad y en ausencia de discriminación- instrumentos suficientes para garantizar su desarrollo político, económico, social y cultural.

Las instituciones canadienses han aceptado incluso el principio de negociación constitucional de la secesión. En su dictamen sobre Quebec, la Corte Suprema de Canadá afirma que, aun careciendo de bases jurídicas nacionales o internacionales, no es posible evitar un proceso de secesión apoyado en una mayoría democrática clara apelando exclusivamente a las normas y valores constitucionales del Estado. Aunque descarta la legalidad de una declaración unilateral de secesión, no prejuzga la posibilidad de que ésta se haga efectiva a través de un pacto de naturaleza constitucional. La Corte Suprema fundamenta su opinión en el derecho de Quebec a iniciar una reforma constitucional: el Tribunal sostiene que si la iniciativa se fundamenta en una nítida expresión de una mayoría clara, siguiendo los cauces y los procedimientos establecidos, los demás representantes de la voluntad popular quedan obligados a considerar esta propuesta legítima de cambio del orden constitucional. Al dictamen de la Corte Suprema responde precisamente la aprobación en el año 2000 de la legislación sobre la claridad en la que se concreta en qué condiciones las instituciones de Canadá deberán comprometerse en unas negociaciones para la secesión.

Lo que no resuelven ni la moción de Harper, ni el dictamen de la Corte Suprema de Canadá ni la ley de la claridad es el problema de fondo de la integración de Quebec en Canadá. Por una parte, la aprobación del dictamen de la Corte Suprema sobre Quebec no ha dado lugar al desarrollo de normas consensuadas sobre el procedimiento de modificación del sistema político canadiense. Aunque ese dictamen ha definido el marco en que podría encontrarse una salida constitucional a este problema, ni el Gobierno federal ni los soberanistas han pretendido acercar posiciones. La ley de la claridad no es un instrumento de acercamiento para una reforma pactada del orden constitucional sino un mecanismo mediante el cual las instituciones federales se reservan el pleno control de una posible iniciativa secesionista por parte de Quebec, sin comprometerse siquiera con normas claras respecto al escenario en el que estas instituciones se verían obligadas a negociar. La acción política se mueve así en un contexto de confrontación y de ausencia de consenso.

Canadá, por otra parte, ha sido incapaz de formular una alternativa para Quebec distinta del actual modelo provincial. Como se ha apresurado a destacar Harper, la aceptación del carácter de nación de los quebequeses no supone un nuevo proyecto de comunidad política, alternativo a la propuesta independentista, sino un mero reconocimiento simbólico del pueblo de Quebec como nación socio-cultural tras el que se esconde la apuesta por el 'statu quo'. Y es ahí donde radica la raíz del conflicto: un problema no resuelto en Canadá es la búsqueda de un modelo político que, siendo compatible con la continuidad del Estado, sea capaz de ofrecer a sociedades políticas de base nacional como Quebec un estatus que les permita desarrollar de forma autónoma sus propios proyectos, disfrutando para ello de una capacidad de actuación que en determinados aspectos pueda ser la propia de los Estados-nación. El fracaso de los distintos intentos de integración constitucional de Quebec en Canadá muestra las dificultades existentes.

El objetivo no es sin embargo imposible. La experiencia reciente ofrece nuevos puntos de referencia para abordar las implicaciones que, en términos de soberanía compartida y de autonomía de actuación internacional de las entidades subestatales, tendría un modelo de este tipo. En este contexto, resultan de particular interés algunos de los aspectos del Plan Annan para Chipre asumidos tanto por la parte griega como por la turca de la isla. La propuesta plantea un interesante modelo de soberanía compartida, en el que la soberanía de las partes que componen el Estado se manifiesta en aquellas competencias y facultades que no quedan directamente asignadas a las instituciones comunes. Este modelo es compatible con la colaboración, a través de las llamadas leyes constitucionales. Estas leyes, cuya aprobación requeriría el acuerdo tanto del parlamento federal como de las legislaturas de las entidades que componen la federación, se conciben como instrumentos de cooperación para desarrollar una normativa uniforme en materias que no son competencia del Estado común.

¿Podría tener sentido en la búsqueda de una solución de este tipo el recurso al concepto de nación para una comunidad política como Quebec? Es más que discutible. En realidad, la insistencia en la definición de nación para una entidad subestatal no contribuye sino a distorsionar el fundamento de la comunidad política, que no es la nación cultural sino la ciudadanía, y a facilitar la labor a aquellos cuyo objetivo es negar el propio carácter plurinacional de territorios como Quebec. Como señala la Corte Suprema de Canadá, el concepto de pueblo puede aplicarse a una parte de la población de un Estado pero también a aquella parte de población que, dentro de comunidades subestatales como Quebec, disfrutan de características comunes como la lengua o la cultura. En un contexto plurinacional, resulta difícil alcanzar un proyecto político de consenso sin renunciar a un concepto tradicional de Estado nacional que, apoyándose en la ideología de la integración, pretende englobarlo todo bajo el concepto del 'nosotros'. La incapacidad del movimiento soberanista de Quebec para renunciar a su modelo clásico de Estado nacional explica gran parte de sus fracasos. Como recientemente se ha comprobado también en Cataluña, ese proyecto político no siempre alcanza unanimidades entre la población.

A pesar de su importante contribución a la racionalización de los problemas planteados por los movimientos soberanistas, Canadá está muy lejos de haberlos resuelto. En realidad, detrás de los acontecimientos de los últimos días subyace un endurecimiento de posiciones. En la declaración en la que explica el sentido de su moción, Harper se pregunta si los ciudadanos de Quebec forman una nación independiente de Canadá. Su respuesta es «no, y siempre será no», negando con ello la propia razón de ser de la ley de la claridad, una posición en la que se acerca paradójicamente al soberanismo en Quebec. Éste ya ha expresado su voluntad de acceder al estatuto de país soberano a partir de un referéndum basado en la fórmula del 50%+1, diga lo que diga aquella ley. Y es que, tras las buenas formas constitucionales, en Canadá se esconde un grave conflicto político y social que nadie parece ser capaz de desactivar.