Los límites de la transparencia

Reclamamos transparencia mientras exigimos intimidad. Los imprecisos límites entre lo público y lo privado, sin embargo, hacen difícil atender esas demandas contrapuestas. Por un lado, la contienda política se extiende hasta la vida personal de los cargos electos o designados, sometidos al escrutinio minucioso o al acoso domiciliario; por otro, cada vez más personas exhiben impudorosamente su intimidad en los medios para el deleite culpable o el escándalo farisaico de audiencias masivas. Reconciliar el derecho de acceso a la información pública con la protección de datos personales es un desafío jurídico, pero sobre todo un oxímoron cultural.

Seguimos defendiendo retóricamente que el dominio público debería ser un recinto de vidrio, transparente al examen de la mirada común, y el ámbito privado una fortaleza hermética, blindada frente a la intrusión del Estado-Leviatán. En realidad, la esfera pública —de la legislación a la diplomacia— es históricamente inseparable de la opacidad o la reserva, y el dominio privado ha estado siempre sometido a una inspección que hoy ha llegado al paroxismo con la ubicuidad de las cámaras y el registro digital de las comunicaciones, los contactos o las cuentas corrientes. Quizá ha llegado el momento de reconocer que la ética de la responsabilidad autoriza la penumbra, y que la intimidad es una invención reciente que sólo podemos proteger reconociendo sus límites.

Aunque proliferan las denuncias de los acuerdos negociados en 'habitaciones llenas de humo', ningún pacto político o social puede cristalizar con plena transparencia. Bismarck advirtió juiciosamente que es preferible no saber cómo se hacen las salchichas o las leyes, y es dudoso que las filtraciones masivas de información ejecutadas por Julian Assange o Edward Snowden sean beneficiosas sin paliativos, y sus autores héroes sin mácula. Parece hipócrita escandalizarse de que los organismos de inteligencia practiquen el espionaje, y en nuestro caso es más bien desmoralizador constatar que el peso de España en el mundo —pese a las bravatas de algunos presidentes— es tan escaso que ni siquiera merece la atención curiosa de los que mal o bien gobiernan el globo.

Muchos de los que se escandalizan ante la difusión incontrolada de los datos personales cuelgan en su muro de Facebook imágenes embarazosas, practican el sexting con WhatsApp y tuitean opiniones de las que al poco se avergüenzan, todo ello mientras procuran ampliar su lista de followers. Las añejas violaciones del correo postal o las intervenciones de líneas telefónicas han sido reemplazadas por el procesado digital de la información contenida en las redes sociales, las bases de datos de las empresas o los archivos públicos, y la proliferación imparable de móviles y cámaras nos ha hecho a todos —como en la serie televisiva— persons of interest: suscitamos el interés del ojo del Gran Hermano al igual que las celebridades se exponen a la lente de los paparazzi.

Cuando los medios prestan más atención a las filtraciones que al análisis, el debate político se desplaza a los escándalos orquestados por las gargantas profundas, y las reputaciones se arruinan con las efusiones sentimentales de una llamada grabada, las jactancias groseras de un correo electrónico o las expresiones amistosas de un SMS difundido por su receptor. Pero vivimos en tiempos en que una indiscreción erótica puede convertir a una representante municipal en una famosa de la televisión, condición sin duda envidiada por buena parte de la audiencia, de manera que no es fácil saber si la difusión de lo íntimo abochorna o publicita.

La búsqueda de la verdad ha sido reemplazada por la búsqueda de la notoriedad, y los quince minutos de fama que prometía Andy Warhol para cada uno de nosotros exigen hoy hallar la tecla mágica que convierte un mensaje en trending topic, porque ha sabido hacerse viral entrando en sintonía con la inteligencia emocional de la multitud, o que multiplica las visitas de un video en YouTube porque su anécdota resuena con el humor o la curiosidad de las masas, en ese género de democracia instantánea que la red ha engendrado transformando a su paso la política, la cultura o el comercio con el crecimiento exponencial de los datos procesables.

Esta explosión informativa, descrita de habitual con el término Big Data, y caracterizada por el volumen, velocidad y variedad de los datos que deben manejarse, ha hecho protagonistas de nuestra época a las empresas que los generan y gestionan. Hace medio siglo hablábamos de las 'siete hermanas' para referirnos a las siete grandes compañías que dominaban la industria del petróleo, y a través de él la economía del planeta, pero hoy el petróleo que mueve el mundo es la información, y las siete hermanas contemporáneas responden a los nombres de Amazon, Apple, eBAY, Facebook, Google, Microsoft y Twitter.

Frente a ellas, pero con su ayuda, en muchas ciudades de Occidente los jóvenes se manifiestan hoy con la máscara —reinterpretada por los cómics— de Guy Fawkes, un conspirador católico del siglo XVII, y esa mueca sonriente que oculta sus facciones debería producir tanta inquietud como las capuchas del Ku Klux Klan o los pasamontañas de terroristas y fuerzas especiales, porque la atmósfera festiva de carnaval se compadece mal con el homenaje a quien quiso volar la Cámara de los Lores. La protesta democrática no puede hurtar la identidad privada en el ámbito público, y el anonimato en las calles o en la red es tan censurable como la negación del rostro que facilita un yelmo policial o impone un burka islámico.

La embarullada confusión entre lo íntimo y lo público es de tal naturaleza que los mismos que ejercen sus derechos políticos o la fuerza legítima ocultando su identidad están dispuestos a mostrar urbi et orbi su vida privada, trastocando la convencional separación entre esas dos esferas que fundamenta las demandas de transparencia pública y opacidad íntima. Pero quizá tenía razón el añorado Agustín García Calvo cuando, en las Cartas de negocios de José Requejo, aseguraba que la auténtica revolución residía en debatir en público lo íntimo y en privado lo político, una mutación social que acaso se ha producido ya sin que hayamos llegado a darnos cuenta del todo.

Hoy no necesitamos a un Diablo Cojuelo que levante los tejados de las casas para desvelar sus secretos, porque las gentes que las habitan ya exponen su intimidad en las redes sociales o en los medios, mientras los asuntos públicos que a todos nos atañen se emboscan en el laberinto de la información irrelevante o excesiva. Seguramente tendríamos que aceptar con resignación que la reserva o el pudor del ciudadano privado pertenece al pasado, y que la técnica nos ha hecho a todos tan cristalinos y frágiles como el licenciado Vidriera; y asumir igualmente con realismo escéptico una cierta opacidad del poder, tolerable si es capaz de suministrar prosperidad y libertad de forma ecuánime. Sin embargo, el comportamiento irresponsable de nuestras élites políticas y económicas, tantas veces impunes en sus desmanes, hace imposible aceptar mansamente su dictado.

Nuestro ideal de felicidad doméstica es el recinto introvertido, el hortus conclusus de los clásicos o 'mi casa es mi castillo' de los anglosajones, pero de hecho vivimos en la vitrina de Google, expuestos a la abrasión del tráfico de las redes y sin otra 'habitación del pánico' que la desconexión. De parecida forma, soñamos con Parlamentos transparentes, y cuando ha habido que albergarlos en edificios históricos —como el Reichstag berlinés— el gran debate arquitectónico ha sido el de su apertura a la mirada vigilante de los ciudadanos, pero lo cierto es que los legisladores, al igual que el gobierno o los tribunales, son tan opacos tras un vidrio como tras un muro. Mientras sigamos extraviados entre el jardín tapiado y el escaparate mediático, la reconstrucción de la responsabilidad de las élites será más importante y urgente que la regulación de la transparencia del poder.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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