Los límites se llaman Carlos Alonso y Diego Armando

Desde que ETA declaró el alto el fuego en marzo pasado se han venido produciendo multitud de hechos que desmentían la supuesta voluntad de la banda de abandonar definitivamente la violencia. A pesar de que el Gobierno nos hizo saber que tenía todas las garantías de que «esta vez» ETA iba en serio, lo cierto es que cuando el presidente compareció ante los periodistas, el 29 de junio pasado, para anunciar «el inicio del diálogo con ETA», no se cumplía ninguna de las condiciones impuestas por la resolución aprobada en mayo de 2005 en el Congreso de los Diputados para que ese paso pudiera darse. De hecho, desde el 22 de marzo en el que ETA hizo pública su pomposa declaración de alto el fuego hasta ese 29 de junio, lo único que había quedado ampliamente verificado es que la banda había decidido no renunciar al uso de la violencia para conseguir sus objetivos políticos.

De que esto era así hubo pistas claras e inmediatas: el 13 de abril, empresarios navarros denunciaron cartas de extorsión de ETA posteriores al alto el fuego, y el día 22 de ese mismo mes el comercio de José Antonio Mendibe, concejal de UPN en Barañain (Navarra), sufrió un atentado terrorista que lo destruyó por completo. Desde entonces y hasta hoy, los atentados terroristas, las cartas de extorsión, la quema de autobuses, de cajeros, los ataques a instituciones públicas, a sedes de partidos políticos, las exhibiciones de prepotencia de la banda, etcétera, han sido constantes. Por más voluntad que uno pusiera en obviar la realidad, ETA ha demostrado en estos nueve meses que considera útil el uso de la violencia y que en modo alguno ha tomado la decisión de abandonarla.

ETA ha mantenido e incrementado su actividad terrorista a pesar de los gestos de benevolencia, complacencia y apaciguamiento con que ésta era respondida por los dirigentes del Partido Socialista y del propio Gobierno. Recuérdese a Patxi López declarando «interlocutor imprescindible» a Batasuna-ETA y reuniéndose con ellos en un céntrico hotel guipuzcoano sin que los terroristas hubieran condenado la violencia. O al presidente refiriéndose a Otegi como un hombre de paz; o afirmando, en pleno desarrollo del juicio contra él, que De Juana Chaos estaba «en el proceso».

Desde aquel 29 de junio en que el presidente anunció el inicio del diálogo con ETA, hemos vivido una situación surrealista. Mientras la banda confirmaba día a día -con sus comunicados y con sus actos- que no renunciaba a nada -ni a sus objetivos ni a su estrategia para lograrlos-, los portavoces de la verdad oficial se empeñaban en negar la realidad. El robo de pistolas, los disparos de Oiarzun, la quema de autobuses, los duros comunicados de ETA, las amenazas del Zutabe, las exigencias de que la democracia se declarara en tregua..., todo era considerado como gestos para la galería. Y quienes veíamos en todo ello la expresión totalitaria de la organización terrorista y sus verdaderas intenciones éramos inmediatamente calificados como «enemigos del proceso».

Durante este tiempo hemos hablado en más de una ocasión de los límites. Límites morales, democráticos, éticos. Límites que van más allá -o están más acá- de los límites políticos establecidos por la resolución de mayo de 2005, ampliamente superados por el Gobierno; eso hoy no lo cuestiona nadie. Incluso se ha llegado a teorizar positivamente la superación de esos límites en función de los posibles resultados. Desde esa perspectiva utilitaria se justificaba, por ejemplo, la reunión oficial entre el Gobierno y ETA el pasado mes de diciembre: había que obtener garantías de la banda de que se mantenía la tregua.

Atrás quedaban todas las proclamas de que no se hablaría con ETA mientras su «voluntad pacifista» no estuviera acreditada. Y es que hace tiempo que los portavoces de la verdad oficial decidieron que lo importante era justificar los fines; hace tiempo que olvidaron que en democracia también es necesario justificar los métodos. Por eso casi todo valía para mantener la ficción de que el proceso de paz seguía adelante. No podía consentirse que la realidad nos estropeara un hermoso sueño.

Pero yo quería hablar de otros límites, de los límites prepolíticos; de los que se traspasaron desde el mismo día en que se empezaron a minimizar la importancia de los actos de terrorismo callejero; de los que se violaron desde el mismo momento en que se empezaron a relativizar las amenazas de ETA; desde el mismo momento en que se declararon interlocutores políticos del proceso a los terroristas. Yo quiero hablar de los límites morales, de los límites democráticos; de ésos que se pusieron en riesgo cuando algunos quisieron negar la capacidad política de las víctimas; de los que empezaron a peligrar cuando se llevó a Estrasburgo un debate sobre el proceso de paz, generando una enorme confusión entre los europeos, escenificando una división entre los demócratas españoles y colocando a ETA y al Gobierno como dos actores para la resolución del conflicto.

Durante estos meses hemos dicho en más de una ocasión que existían algunas líneas rojas que jamás se debieran traspasar. Frente a aquéllos que hablaban de «nuevos tiempos» para justificar el olvido, hemos sostenidos que nunca sería posible construir un verdadero espacio de libertad olvidando lo que no hay que olvidar. Durante estos meses hemos escuchado afirmar de algunas víctimas que «son unos fachas», o «no se han adaptado», o «les tocó la lotería cuando asesinaron a sus familiares»... Algunos han tratado de cuestionar -utilizando las palabras adecuadas- la inocencia de las víctimas del terrorismo. Hemos dicho que esos comportamientos eran inaceptables. Hemos denunciado que la línea roja estaba siendo traspasada. Hemos proclamado que la inocencia de las víctimas es intocable. Y hemos sentido que se estaban violando los límites. Pero el proceso seguía adelante. Se nos recordaba detalladamente los días que ETA llevaba sin matar. Y se obviaba la enorme trascendencia que estaba teniendo la utilización de ese lenguaje perverso que devolvía la esperanza a los terroristas y sembraba de desconcierto y de inquietud a muchos ciudadanos, particularmente a muchas de las víctimas de ETA.

Así hemos llegado hasta aquí, hasta el 30 de diciembre de 2006, día en el que ETA hizo estallar una potentísima bomba que acabó con la esperanza y la vida de dos seres humanos, Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio. Conmocionada, como todos, tras las imágenes y las noticias sobre el atentado y los desaparecidos, me senté a escuchar la rueda de prensa del presidente del Gobierno, buscando en sus palabras una respuesta clara. No la he encontrado. A pesar de la evidencia -qué mayor evidencia que el crimen para quien lleva dos años y medio hablando de que ETA no mata-, todos hemos percibido que el presidente ha decretado una pausa, pero no ha dado por roto el espejismo.

Me asusta la situación. No sé qué más tiene que pasar para que el Gobierno comprenda que su estrategia de apaciguamiento frente a ETA ha fracasado. No sé qué más tiene que pasar para que el Gobierno deje de sostener la ficción de que se puede seguir adelante -con los mismos presupuestos y con los mismos socios-, como si nada hubiera ocurrido. ETA nunca decidió dejar la violencia, como se desprende de su actividad en estos nueve meses; pero el día 30 rompió mortalmente la tregua. No caben disimulos ante esa verdad incuestionable. Pero el Gobierno no parece percibirlo así; su reacción me recuerda a la que tuvo Ibarretxe cuando ETA rompió la tregua en enero de 2000, asesinando en Madrid al teniente coronel Blanco: condenó solemnemente el atentado y siguió gobernando con el apoyo de Ternera. Las dramáticas consecuencias de aquella reacción -escapista, equivocada e insuficiente desde la perspectiva democrática- las conocemos todos.

Presidente, ETA ha roto la tregua. ETA se ha saltado todos los límites tolerables para seguir adelante con una política gubernamental que pretenda el final dialogado. Presidente, usted optó por explorar una vía diferente a la contemplada en el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo; más allá de la opinión que esa opción nos pueda merecer, estaba usted en su derecho y tenía toda la legitimidad para hacerlo. Pero resulta evidente que sustituir al socio de la firmeza por un acuerdo con aquéllos que nunca quisieron la derrota de ETA, que siempre quisieron negociar con ella -cuando mataba y cuando no-, no ha dado los resultados que usted apetecía. Presidente, esa opción política ha fracasado. Presidente, ha de sustituir sin demora la política del «diálogo con» por la de la «derrota de».

Presidente, los límites traspasados exigen que ponga en marcha todos los instrumentos del Estado de Derecho para derrotar a ETA. Presidente, los límites traspasados, intocables, irrecuperables, tienen nombre propio. Se llaman Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio. Presidente, vuelva usted al Pacto.

Rosa Díez, diputada socialista en el Parlamento Europeo.