Creen los carinistas que cualquier tiempo pasado fue mejor. Carina se lo robó a Manrique y éste a saber a quién. Paradojas de la vida mortal, esta es una idea que, de tan intemporal, no puede ser cierta. La explicación es sencilla: nos cuentan los neurólogos que, de entre nuestros recuerdos, tendemos a filtrar las experiencias negativas.
Pero lo dicho no quita para que, según muchos, estemos tocando fondo: ¡la Policía intentando detener a Joaquín Reyes disfrazo de Puigdemont! Este es un ejemplo con el que hoy algunos pretenden mezclar lo ridículo con la sombra amenazante del franquismo revivido para así obtener el precipitado deseado: una España peor que esperpéntica, goyesca. Poco importa que, según cuenta el propio actor, sólo aparecieran 6 policías andando (ese es el crédito que le dieron a la denuncia de un ciudadano anónimo que confundió al actor en rodaje con el fugado más importante de nuestro país), que le saludaran, se rieran con él y se fueran por donde habían venido. Los titulares de la prensa, sucumbiendo al “clickbait”, encendieron la mecha de un cargamento de pólvora que tan bien propagaron unos cuantos jóvenes periodistas/opinadores deseosos de “gustar”. Y Nació Digital, lógicamente, no tardó un minuto en recoger el guante: “La Policia fa el ridícul intentant per detenir un actor disfressat de Puigdemont”. Un medio éste en el que, por supuesto, no encontraremos crítica alguna a los Mossos, no ya por el ridículo, sino por algo más grave, como ocultar información tras lo de Alcanar, incumplir obscenamente órdenes del juez, confraternizando en vídeos con los sediciosos, traicionando –delatando su posición- a sus compañeros nacionales, o registrando a los que quitan la basura amarilla con que los vándalos están dejando el oasis hecho un estercolero. Una basurilla que, por cierto, la Federación inglesa de fútbol ha quitado, sanción mediante, de la solapa de Pep Guardiola por contravenir la neutralidad política que esperan de la competición. Cómo se las gastan los ingleses con la libertad de expresión… ¡Si hubieran visto el Camp Nou de gala!
Pero los cacareados tiempos oscuros han tenido esta semana otras plasmaciones mucho más hondas que las del caso de Joaquín Reyes/Puigdemont y el lacito de Guardiola. En primer lugar está la sentencia del Tribunal Supremo que condena a 3 años y medio de prisión al rapero Valtonyc. En segundo lugar, el secuestro del libro Fariñas, tras la denuncia del alcalde de O Grove (Pontevedra), quien demandó en enero a Carretero y a la editorial Libros del KO por vulneración de su derecho al honor por párrafos como este:
“Aquel junio de 1991 Orbaiz Picos se ofreció al cartel de Cali para traer 2.000 kilos de cocaína. Lo hizo a través de Alfredo Bea Gondar, alcalde de O Grove por AP en 1983 y 1991 (este último año ganó con mayoría absoluta, después de haber sido acusado de narcotráfico, aunque duró dos días en el cargo), quien aceptó la propuesta y se puso en contacto con Manuel González Crujeira 'o Carallán', al que ya conocemos de su época como colaborador de 'Sito Miñanco'”
En tercer lugar, la retirada de una supuesta obra de arte de un artista que cuelga una serie de retratos pixelados titulando el engendro “presos políticos”.
Empezando por esto último, habría mucho que decir. Convengamos en que, si la exposición de esta obra estaba ya programada, quizás era mejor dejarla. Pero tampoco veo grandes objeciones a que la retiraran. Y, desde luego, lo lógico era no exhibirla desde un principio.
Como sabemos, suscita controversia discernir el arte dentro del arte contemporáneo. No es raro encontrarse cualquier tipo de cacharro inútil en una galería, algo que nos quieran hacer pasar por un ready made. Vargas Llosa no podrá recoger su tique de Mercadona y colárnoslo como su último micro-relato; pero, expuesto en una galería, un artista puede hacerse de oro. En diciembre de 2015, en su blog en Huffington Post, Pablo Peinado nos explicaba algunos vericuetos de este arte en una entrada titulada “¿Quién decide lo que vemos en los museos?”:
“No sabemos por qué el Museo del Prado, el Reina Sofía o el Thyssen, por poner tres ejemplos, deciden presentar a tal o cual artista en lugar de otro, ni en la mayoría de los casos, por qué han elegido a determinada persona como director. La mayoría de ellos casi nunca justifican sus decisiones, nadie les pide explicaciones de por qué hacen lo que hacen, por qué deciden programar una determinada exposición o por qué encargan una exposición a ese comisario y no a aquel otro. En general, funcionan de manera autárquica, poco democrática y transparente, con escaso diálogo y sin apenas intercambio de experiencias con el medio artístico circundante. Si un artista le propone una exposición a un determinado museo o centro cultural, generalmente le responderán con un desprecio más o menos manifiesto, que son ellos los que deciden quienes exponen o quiénes no. Son ellos los que tienen el poder. Y eso en el mejor de los casos, porque en la mayoría de las ocasiones no recibirán ni siquiera una respuesta, ya que no están obligados a hacerlo. En el caso de las galerías, la respuesta casi siempre será que no tienen fechas disponibles.
(...) En lo relativo a la elección de los artistas que exponer, recientemente un artista al que conozco, un hombre con un gran nivel, aunque no famoso, propuso a un pequeño museo de Madrid una exposición que estaba relacionada con el espíritu de su colección. El artista fue rechazado sin ninguna explicación. Es un artista con un amplio y excelente currículo, con una obra sofisticada, creativa y de gran calidad, pero el museo ni se molestó en darle un motivo para su negativa. Los museos se mueven a menudo por intereses de cromos: yo te doy esto si tú me das lo otro y cosas así. Si un artista sólo puede ofrecer "una buena exposición", pero ningún sponsor, en la mayoría de los casos no tiene nada que hacer.”
No es raro que dentro de este gran coladero de impostores haya artistas que expongan al espectador unas miserables fotos que acusan a España de no ser una democracia y/o a sus jueces de prevaricar y de encerrar arbitrariamente a políticos por cómo opinan. Por suerte, incluso Amnistía Internacional, cada vez menos confiable, sabe que los imputados por rebelión no pueden ser presos políticos. Tampoco tienen muchas dudas los índices internacionales más prestigiosos sobre democracia, que sitúan a España como una de las mejores del mundo.
No es fácil darse cuenta de que la obra de Santiago Sierra, carente a todas luces de cualquier criterio de calidad artística tasable, sólo constituye propaganda nacionalista que, expresada en palabras y fuera del generosísimo amparo del que lo estaba dotando una galería, rozaría la calumnia. Es más, si no es apología (artículo 18 del Código Penal) del delito de rebelión es porque, además del amparo proporcionado por la galería (lejos del opaco cenáculo que determina lo que es arte, nadie, salvo un secesionista, consideraría esa obra digna de exposición), costaría decir que su visión constituye “una incitación directa a cometer un delito”. Pero aun esto es delicado, visto que el delito de rebelión del que se acusa con sólidas pruebas a la Generalitat consiste en deslegitimar de plano el orden constitucional (operarndo en el mundo de las ideas, de la conciencia social) para lograr una desobediencia generalizada y sistemática del ordenamiento jurídico español.
De ahí que IFEMA pueda decir, sin más cuitas, que “de acuerdo con las normas que rigen el desarrollo de la feria Arco, el único órgano competente en la evaluación de los contenidos es su Comité Organizador, una potestad en la cual nos reafirmamos”. Decir que esto es censura, en algún sentido relevante, es faltar a la verdad o carecer de valor para enfrentarse al pensamiento políticamente correcto. La prueba es que la obra se compró libremente por más de 80.000 euros y que la semana que viene se expondrá en el Museo de Lleida, es decir, en el foco sedicioso, a cuyas prietas filas iba dirigida la propaganda. Nadie la prohibió ni requisó la obra: se rechazó su exposición y encontró pronto otro canal de difusión. Es más, probablemente esa fue la perversa intención desde el inicio.
Resulta, por lo demás, sorprendente el escándalo que se ha creado en torno a este hecho con la poca atención que suscitaron otros casos de bloqueos administrativos a artistas cuyo arte y cuyos mensajes deberían concitar bastante más adhesión. En septiembre de 2013, el director de Patrimonio, Museos y Archivos del Ayuntamiento de Barcelona negó al equipo de la serie «Isabel» rodar en algunos de sus escenarios alegando «motivos de desencuentro entre la esencia de rigor histórico del museo y la difusa línea entre realidad y ficción de la serie». El 15 de octubre de 2013, el Ayuntamiento de Barcelona impidió que la foto de Padilla, realizada por Daniel Ochoa de Olza (Pamplona, 1978) y galardonada con el segundo premio de fotoperiodismo World Press Photo, se mostrara en banderolas de publicidad. El 13 de octubre de 2015, el Gobierno de Ada Colau vetó una foto 'daliniana' del torero Morante que invitaba a las fiestas del Pilar en Zaragoza. En abril de 2017, el presidente de Sociedad Civil Catalana, Mariano Gomá, y el director del documental Disidentes: El precio de la discrepancia en Cataluña, Fran Jurado, denunciaban que TV3 y TVE en Cataluña se negó a retransmitir su obra. Esto ya le ocurrió a Iñaki Arteta en la EiTB, que prefiere ocultar los crímenes de ETA y el amparo nacionalista. Sin irnos tan lejos, mientras todos se echaban las manos a la cabeza por un inaudito acto de censura, los responsables del Centro Cívico Casa Elizalde “anulaban” al Centro Libre Arte y Cultura (CLAC) un evento humorístico titulado “Help Tabarnia!” planeado para el próximo martes 27 de febrero, pese a que la reserva del espacio ya estaba hecha y pagada. Con la excusa de un error humano, los despojan de espacio sin ofrecer ninguna fecha ni ningún espacio alternativo, sólo la devolución del importe de la tasa pública de alquiler del espacio.
De hecho, estamos rodeados de casos de falta de neutralidad administrativa (más que de censura, diría yo), donde una administración de parte, principalmente las autonómicas (que tiran a la baja la calidad de nuestra democracia; basta ver la opacidad de muchas convocatorias públicas), oculta lo que no interesa al poder político de turno. Oculta a unos y publicita a los de sus propias filas, claro. Todos los casos citados, y muchos más que se recogen en este informe de Sociedad Civil Catalana, violan probablemente el principio de neutralidad administrativa consagrado en el artículo 103 de nuestra Constitución. Tirando de esa cuerda, cabría pensar que cuando Arco quitó la obra (presionada por IFEMA, que es un 62% pública) faltaba a la neutralidad administrativa. Pero, sin ánimo de alargarme, más nos valdría fijarnos en los fines (ya que, por los medios, no hay parangón posible entre el no-arte de Santiago Sierra y, pongamos, un documental de Iñaki Arteta) de unos y otros artistas: mientras unos promocionan su obra sin daño a terceros o denuncian una exclusión democrática (algo recurrente en el País Vasco o en Cataluña; igual me daría si se denunciara una falta de pluralismo en TVE, por ejemplo), el señor Sierra está legitimando un intento de golpe de Estado en nombre de un proyecto étnico, llamando presos políticos a quienes ningún organismos internacional que se precie considera tal y deslegitimando a una democracia considerada de gran calidad. Cuesta valorar qué le debe la neutralidad administrativa al señor Sierra.
En el caso del secuestro del libro Fariñas, de Nacho Carretero, todavía resulta más incomprensible el revuelo. Parece que el alcalde Bea Gondar (condenado en firme por blanqueo) fue absuelto por el Tribunal Supremo de otros hechos que también se le imputan en el libro: se invalidó (sospechosamente, sí) el testimonio de un arrepentido. Cabría, por supuesto, distinguir entre hechos probados y hechos jurídicamente probados, aunque en este caso me temo que no hay gran diferencia. Pero, en cualquier caso, no parece raro que, en defensa de su honor, el ex alcalde quiera secuestrar (ha pagado los 10.000 euros que le pedía el juez para ejecutar el secuestro) la tirada de un libro que (no niego su calidad investigadora ni la mejor intención del autor) podría estar incurriendo en un delito de calumnias. En cualquier caso, el propio autor de la novela entendió este proceso:
“Creo desproporcionado secuestrar Fariña por plasmar unos hechos probados judicialmente en 3 líneas del libro. En cualquier caso, quien demanda está en su derecho y es una medida cautelar, así que ojalá se resuelva pronto. Mil gracias por el contundente apoyo. De verdad”.
Este es el único caso que se acerca propiamente a la censura; pero se trata de un secuestro dictaminado por un juez en un proceso con garantías. Y entiendo que autor, editor y distribuidores valoraron exponerse a una demanda de medio millón de euros. Por lo demás, en función de la solidez de las pruebas, hay formas y formas de escribir esas frases citadas. De nuevo, no veo dónde está aquí el problema de la libertad de expresión. ¿Acabamos de descubrir la calumnia?
Al final, la única crítica atendible, válida para los tres casos que estamos revisando pero que se adecua especialmente a éste, es que el remedio de la censura (aquí, el secuestro judicial) resulta, por sus consecuencias, peor que la enfermedad. Se conoce como 'efecto Streisand' al eco indeseado que cobra lo censurado en la época pornográfica de internet. Pero a esto, que sin duda es un problema serio, se le pueden plantear una serie de objeciones. La primera, obviamente, es que el hecho de que las consecuencias agraven el problema no puede implicar que el delito (la posible calumnia) quede impune. Además, debemos evitar un sesgo de selección: ni Streisand es una cualquiera ni este libro ha pasado desapercibido nunca, con 2 años en el mercado y 9 ediciones. En muchos otros casos, la mayoría quizás, un secuestro puede ser una medida efectiva. Por último, aun admitiendo que uno puede encontrarse con este problema y que la garantía de los derechos no debe abstraerse de estas consecuencias previsibles, la cuestión que realmente se nos plantea y que no podemos escamotear es cómo garantizar en la época de lo digital el derecho al honor. Es cosa aquí de remitirse a las múltiples reflexiones que sobre este tema ya se hayan hecho; e incitar a que se debata más y mejor.
Pero sin duda el caso que más polvareda ha levantado es el del rapero Valtonyc. Nos sorprendió el Tribunal Supremo esta semana condenando al rapero poco después de absolver al tuitero Arkaitz Terrón, originalmente acusado de enaltecimiento del terrorismo (STS 178/2018) por tuits (de Arkaitz) como: «Roma acoge este sábado una cumbre de la extrema derecha [...] Estando ahí juntitos... Un 'Carrero' no estaría mal»; «Adiós y honor, Arkaitz [condenado por terrorismo]. Siempre en el recuerdo»; «Juan Carlos Primero, más alto que Carrero!!»; «Entonces, ¿Mañana hace el saque de honor Irene Villa?».
Dice el artículo 578 CP que:
"El enaltecimiento o la justificación por cualquier medio de expresión pública o difusión de los delitos comprendidos en los artículos 571 a 577 de este Código o de quienes hayan participado en su ejecución, o la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares se castigará con la pena de prisión de uno a dos años”.
Pese a la claridad del artículo, en el caso Arkaitz el TS decidió cambiar su anterior criterio con la sentencia al tuitero Arakaitz. Lo hizo basándose en una sentencia de 2016 del Tribunal Constitucional (112/2016) donde se dirimía un recurso de amparo elevado por Tasio Erquizia, condenado por enaltecimiento del terrorismo tras capitanear un homenaje al etarra Argala en 2008. Ésta decía que:
“acciones como las que nos ocupan crean un determinado caldo de cultivo, una atmosfera o ambiente social proclive a acciones terroristas, antesala del delito mismo, singularmente si se tienen en cuenta las circunstancias en las que cursaron los hechos: fue un acto público, previamente publicitado mediante carteles pegados en las calles, en un contexto en el que la actividad terrorista seguía siendo un importante problema social”.
Y, basándose en esa relación entre el homenaje/enaltecimiento (“caldo de cultivo”, “antesala”) y la violencia que persistía como importante problema social en 2008, concluía el Tribunal que ahora el 578 solo “supone una legítima injerencia en el ámbito de la libertad de expresión de sus autores en la medida en que puedan ser consideradas como una manifestación del discurso del odio por propiciar o alentar, aunque sea de manera indirecta, una situación de riesgo para las personas o derechos de terceros o para el propio sistema de libertades”.
Para juzgar ahora al tuitero, el TS dejó a un lado el posible delito de humillación (donde el bien jurídico dañado sería el honor de las víctimas), y se centró sólo en determinar si cometió, como Erquizia, enaltecimiento (es decir, se centró en la mitad de un artículo –la que menos podía aplicarse- que confunde en una redacción enrevesada dos delitos distintos que protegen dos bienes jurídicos distintos: el honor y la integridad física). Su conclusión fue que los tuits de Arkaitz no generan un caldo de cultivo que pueda servir de disparador de la violencia. Y, con ello, omitió el TS que en la misma STC 112/2016, en la que afirmaba estar basándose, se aludía a una Sentencia de 16 de julio de 2009 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Feret c Bélgica, §73, que recuerda que “la incitación al odio no requiere necesariamente el llamamiento a tal o cual acto de violencia ni a otro acto delictivo”. A lo que el TC apostillaba: “parece claro, pues, que si los hechos implican tal incitación a la violencia, con mayor razón pueden incardinarse en dicho discurso”.
Con 77 casos de enaltecimiento contados por COVITE en 2017, está claro que el TS quiso cerrar una cadena de sentencias que a la amnésica y alegre opinión pública española, desentendida ya de lo que ha sido ETA, de lo que todavía es el nacionalismo en el País Vasco y de cómo viven eso las víctimas, le parecen abusivas. ¿Por qué entonces, pocos días después, le caen 3 años y medio al famoso rapero?
Pues no he leído la sentencia (en la cual las injurias al rey son, pese al eco de la prensa, una parte menor) pero parece claro que el Tribunal establece una correlación más estrecha entre la violencia de las letras y la potencial amenaza. Le juzgan por frases como “mutilaré a Cospedal”, “quiero transmitir a los españoles un mensaje, ETA es una gran nación” o “un pistoletazo en la frente de tu jefe está justificado, o siempre queda esperar a que le secuestre algún Grupo”. O “Jorge Campos merece una bomba de destrucción nuclear”; “queremos la muerte para estos cerdos”; “llegaremos a la nuez de tu cuello, cabrón, encontrándonos en el palacio del Borbón, kalashnikov”; “le arrancaré la arteria y todo lo que haga falta”.
No se trata sólo ya de agresividad (incomparablemente más feroz que la de Arkaitz) dirigida a un colectivo abstracto (contra los políticos o contra las víctimas), sino que dirige el odio y una violencia abominable hacia personas concretas. Proyecta el odio del auditorio hacia personajes públicos a los que amenaza con asesinar. Sin duda, esas personas tienen derecho a preservar su honor y no tienen por qué oír, y menos en medios de reproducción, semejantes barbaridades.
Dicho lo cual, y aunque a cualquiera le pueden parecer muchos 3,5 años de cárcel para semejante bobo, lo que me parece digno de aclarar es una cuestión de fondo, la misma cuestión que nos ocupa en toda la entrada: los límites de la libertad de expresión. Intentaré abordarlo rápidamente desde dos perspectivas: una jurídica y una filosófica, por llamarlo de algún modo.
Desde un punto de vista jurídico, no es que la libertad de expresión tenga límites; es que el ámbito de la libertad de expresión lo constituyen, por definición, eso que entendemos como sus límites, es decir, una gran cantidad de derechos bien regulados y definidos en el ordenamiento con los que (como erróneamente se dice) “colisiona”. Los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen, así como la integridad moral o la defensa de la dignidad, proscriben las calumnias o las injurias, pero también el ‘mobbing’ o el ‘bullying’. Se proscribe la manipulación informativa, se otorgan derechos al comprador contra el vendedor que, expresándose o por no expresarse suficientemente, lo engañó con las calidades de lo vendido. Tampoco se nos permite hablar cuando alguien está dando una conferencia. En fin, de lo más grave a lo más banal, la libertad de expresión es un derecho de ejercicio inmediato que se perfila sólo a partir de otros derechos reactivos, bien circunscritos. Lo explica mejor en este largo extracto de una entrada de su Blog el Catedrático de Filosofía del Derecho García Amado:
"(…) Lo realmente llamativo de la sentencia es que toma en muy escasa consideración normativa vigente para el caso, la de la Ley Orgánica 1/1982, así como cualquier problema o doctrina sobre la interpretación de sus términos. Se va a decidir el caso como si la regulación legal del derecho al honor y su protección civil no existiera o no importara nada, pues lo único que se toma en consideración son los preceptos constitucionales, los derechos en su formulación constitucional, y su supuesto peso en el caso concreto, peso establecido, supuestamente, por vía de ponderación. ¿Qué se logra así? Una exención de la carga argumentativa, a efectos prácticos. Es mucho más difícil argumentar sobre los porqués de la interpretación elegida para términos como “fama” o “estimación” o “dignidad” o sobre la apreciación de los efectos fácticos de ciertas expresiones o sobre los daños reales acontecidos por ellas, que argumentar sobre cuánto pesan en estas circunstancias el derecho al honor y el derecho a la libertad de expresión. ¿Por qué? Porque todos sabemos que los derechos no pesan y que las normas, llámense principios o como se quiera, tampoco. Tendrán los derechos o sus normas distintas propiedades o se les podrán atribuir cualidades diferentes, como importancia, antigüedad, relevancia social, efectos, etc., pero hablar de pesos y ponderaciones como de algo distinto de esas otras cualidades elementales atribuidas, y muchas veces muy discutibles, es una pura metáfora. Ningún problema hay por usar metáforas sabiendo que lo son y con fines de facilitación expresiva, nada hay de reprochable en decir, por ejemplo, el derecho D pesa más que el derecho D´, significando que yo o muchos consideramos más importante el primero que el segundo. Pero si un juez razona en una sentencia como si de verdad y objetivamente y de modo comprobable en el caso que se juzga D tiene un peso mayor que D´, está dando gato por liebre, está exonerándose del deber de argumentar racionalmente so pretexto de que lo objetivo no necesita de argumentos y basta con mostrar esa su objetividad. Está, en suma, haciendo algo en el fondo tan engañoso como si dijera “Tus dientes son perlas” y pretendiera convencernos de que la dentadura de esa señora o señor está compuesta por perlas de verdad y que aquello no era un decir.
Ciertamente, la sentencia (FJ 8) cita la definición de honor que da el art. 7.7 de la LO 1/1982, así como algunas consideraciones jurisprudenciales sobres ese concepto, tanto del propio Tribunal Supremo como del Tribunal Constituciional. Pero de ahí, y sin más, se salta a presentar el caso como de un puro conflicto entre derechos constitucionales cuya resolución ha de hacerse ponderando y sin ningún otro condicionamiento: como si la LO 1/1982 no existiera.
Se nos informa de que “El derecho al honor, según reiterada jurisprudencia, se encuentra limitado por las libertades de expresión e información” (FJ 8). Esta frase, tan típica y habitual, se presta a dos equívocos. El primero, porque, para que la idea fuera completa y congruente, debería ser de este tenor: “El derecho al honor se encuentra limitado por las libertades de expresión e información, y las libertades de expresión y formación se encuentran limitadas por el derecho al honor”. Al recordar solo lo primero, se prepara retóricamente el terreno para el fallo que vendrá: la absolución del demandado.
El segundo equívoco es por otra omisión poco inocente. Desde el momento en que el derecho al honor ha sido concretado y desarrollado por la LO 1/1982, ya no hay una situación parangonable entre derecho al honor y libertad de expresión, como si los dos los menciona, como derechos fundamentales, el constituyente, pero ninguno hubiera tenido concreción mayor en nuestro sistema jurídico. No es así, puesto que al fijar dicha Ley Orgánica desarrolla un sistema de protección civil del honor y define, aunque sea con la inevitable indeterminación, qué se entienda por honor. Dado que no ha sido puesta en cuestión la constitucionalidad de dicha ley orgánica, resulta que es la libertad de expresión (y la de información) la que queda limitada por el derecho al honor: es ilícita e inconstitucional toda afectación del derecho al honor que sea subsumible bajo la aquella categoría de “intromisión ilegítima” en el derecho al honor. Deberíamos ver este tipo de legislación orgánica de desarrollo de los derechos fundamentales como parte del bloque de constitucionalidad.
Y hay una razón más para no sucumbir a esa imagen de equiparidad entre derecho al honor y derecho a la libertad de expresión. Mientras que un ejercicio directo e inmediato de la libertad de expresión puede afectar negativamente (o positivamente, por qué no) al honor de una persona, el derecho al honor es de los que no admiten ejercicio positivo, sino defensivo o por reacción. No cabe ejercer el derecho al honor haciendo con el honor nada que limite el derecho de otro a expresarse libremente, sino que la única manera en que el honor limita esas libertades de expresarse e informar es mediante normas o mediante resoluciones judiciales que restrinjan las expresiones o informaciones posibles, a fin de evitar el daño indebido al honor o de reparar dicho daño cuando ha ocurrido. Eso exactamente es lo que hace el Código Penal con los delitos contra el honor y, en el ámbito civil, la LO 1/1982. Y por eso, por el tipo de derecho que es, susceptible de ejercicio activo y no meramente defensivo, no hace ninguna falta algo así como una ley de libertad de expresión o de protección de la libertad de expresión.
Los derechos de ejercicio directo tienen que ser jurídicamente limitados a fin de que tengan virtualidad real los derechos del otro tipo, los de ejercicio defensivo o pasivo. Porque estos últimos no tienen otra manera de limitar aquellos. Pongamos otro ejemplo: la libertad de movimientos o libertad ambulatoria es un derecho de ejercicio activo, pero la inviolabilidad del domicilio es un derecho de ejercicio pasivo o defensivo. Es decir, un sujeto moviéndose, andando, puede entrar en el domicilio de otro, pero el domicilio de alguien por sí no limita los movimientos de nadie, son las normas que amparan ese derecho las que presentan dicha limitación, sin la cual sería papel mojado el derecho a la inviolabilidad del domicilio."
Uno pueda defender, por ejemplo, que la homeopatía es buena o que las vacunas son inútiles, pero quizás no nos parezca mal que determinados medios, en nombre del derecho a la salud (una administración pública, un hospital), del derecho a la información (un canal de televisión), de la libertad de prensa (la sección de opinión de un periódico) o del rigor científico (una revista de investigación), rechacen dar voz a semejantes tesis. Es lo que ocurrió, por poner un ejemplo entre un millón, cuando hace dos días se pidió retirar unas charlas antivacunas de la feria de BioCultura de La Coruña. Las alegaciones de los “censurados”, como no podía ser de otro modo, fueron que sólo pretendían que la ciudadanía tuviera “acceso a opiniones diferentes a las del sistema más oficialista”. Bien, pues disponen de otros medios. No todos podemos emitir nuestra opinión en “prime time”.
En segundo lugar, desde un punto de vista filosófico, cabría considerar que no es cierto que las palabras sean inocuas. Cuando hablamos no proferimos exclusivamente neutrales actos enunciativos, respetuosos con la realidad que nos rodea y limitados a describirla. Desde un punto de vista pragmático, de su uso, debemos ser conscientes de que el lenguaje es el medio con el que coordinamos la acción con nuestros pares. Al relacionarnos con ellos, emitimos actos ilocutivos (que revelan nuestra intención) y percibimos actos perlocutivos (las consecuencias que causan los actos ilocutivos) en los interlocutores. En general, nos comunicamos con actos performativos o realizativos, generando estados en el mundo simplemente al expresarnos. En el ámbito jurídico, una promesa aceptada, por ejemplo, ya cierra un contrato verbal (tan válido como cualquier otro, sino es por la dificultad de la prueba) y, por ende, una serie de expectativas recíprocas. O, como se ha dicho antes: si un vendedor cierra un trato omitiendo expresiones que revelen taras conocidas en su producto lo que se cierra es un contrato donde el comprador es engañado; por eso, una vez consciente de la manipulación, adquiere derecho a reclamar.
Es precisamente esta dimensión pragmática del habla la que nos permite usar el lenguaje para, como sucede con el rapero, dibujar una diana sobre alguien, para amenazar, para atemorizar, para humillar, creando performativamente efectos perlocutivos (ansiedad, estrés, tristeza, rabia, frustración, miedo) en sus destinatarios. Reducir la libertad de expresión a algo que aparentemente se dice en el vacío, al margen de los hechos que produce en el otro o en los otros, es una burda falacia, o peor, puro cinismo. Cierto es que no podemos dejar de dirimir, atendiendo al contexto, interpretándolo, si la amenaza expresada va en serio o si es verosímil. Pero, como vio bien el TC en la sentencia que resolvió el recurso de amparo de Erquizia, también hay que dirimir si performativamente se está generando un caldo de cultivo desde el cual pueda brotar la violencia o si se está generando un ambiente perturbador/amenazante para la cotidianidad del amenazado. Y, visto así, algo se nos está yendo de las manos y convendría empezar a pensarlo en serio antes de llenarse la boca fatuamente con la libertad de expresión.
Por último, prolongando esta última reflexión, cabe aclarar que es la fuerza performativa de nuestros actos de habla lo que nos vincula a unos con otros desde la temprana socialización. Los compromisos que se establecen al hablar (las explicaciones que mutuamente nos debemos unos a otros y esperamos unos de otros; las promesas que generan expectativas de acción y que, por tanto, traban vínculos de confianza sin los cuales no cabe pensar las relaciones humanas, la sociedad y, por tanto, al hombre) conforman la condición de posibilidad de nuestra libertad. Somos libres en cuanto coordinamos la acción con los demás; gracias a los demás llevamos a cabo nuestros proyectos. Somos libres en sociedad, pues sólo con los demás (por acción o por omisión) cabe pensar la potencia de nuestras acciones, en su mayor parte colectivas. Empezando por lo más básico: si quien tengo enfrente no me suministra alimento o me golpea o me mata difícilmente podré desarrollar mi libertad.
Se dirá que no es verdad, que para eso están el Estado y los jueces: el otro no me vejará porque yo lo denunciaré o denunciaría. Pero esa denuncia, en realidad, es una excepción: rompo el curso de interacción social en el que estamos sumergidos cuando en lugar de responderle o pedirle explicaciones (al que me veja, al que me engaña con un vicio oculto, al que invade mi propiedad, al que me amenaza, etc.) para tratar de reconstituir el vínculo, reconduciendo cualquier malentendido previo, lo que hago es acudir al juez. En ese momento saco una “carta de triunfo” con la que exijo al Estado, al que me agrede y a todos los demás, que respeten mis derechos, amenazándoles con que, de lo contrario, caerá sobre ellos una sanción ejecutada por el Estado. Así contempladas, las libertades individuales, jurídicamente exigibles, son fundamentales aunque rompan la armonía social. De hecho, responden a un desvío previo, a una ruptura previa e inesperada de la armonía, de nuestras expectativas sobre la acción del prójimo, que pretende agredirnos. Si el miedo a la sanción no disuade al potencial agresor, el juez dirimirá una vez cometida la agresión y, en principio, el infractor no tendrá más remedio que aceptar un castigo por parte de un aparato represor organizado y legitimado. No le cabrá buscar apoyo en el resto de conciudadanos para repeler la sanción, pues éstos aceptarán una condena basada en un derecho en cuya elaboración han podido participar y en cuya eficacia depositan su tranquilidad.
En consecuencia, no sólo reivindicando un derecho reactivo (derecho al honor, derecho a la integridad física, derecho a que el vendedor cumpla con su parte del contrato, etc.) se rompe la coordinación de la acción. Por poner un ejemplo banal: cuando no respondo a la petición de un favor (porque no tengo la obligación), ejerzo mi derecho a no hacer aquello a lo que no estoy obligado. Por esta senda vamos juridificando nuestras relaciones y dejando la moral, el cemento social basado en expectativas recíprocas, en un segundo plano. El derecho civiliza, las relaciones se racionalizan y el individualismo se dispara. Es una victoria que, sin voluntad de hacer concesiones al comunitarismo, tiene costes de integración social.
Por ejemplo, el recurso a lo que vulgarmente se conoce como libertad de expresión no sirve habitualmente para expresarse libremente en una sociedad liberal y tolerante como la nuestra. Cuando alguien apela a la libertad de expresión lo que hace, en realidad, es exigirnos a los demás la obligación de tolerarlo cuando dice cosas que nos ofenden, que nos molestan, que no querríamos escuchar ni que se dijeran públicamente. Ante la previsión de que otro lo silencie, lo sancione de algún modo o incluso lo agreda, nos advierte de que, si lo intentamos, él acudirá a un juez que refrendará su derecho a ofender.
Se ha fundamentado que es bueno que así sea. Para Stuart Mill, la expresión libre, aun cuando no nos guste, puede contener algo de verdad (lo atendible) que nos sirva para reflexionar sobre prejuicios enquistados. Y si esa porción de verdad fuera ínfima o incluso nula, todavía sería conveniente dejar que fluyan tales ideas para que la sociedad se ejercite, rebatiéndolas, para fundar recurrentemente y no olvidar esas mejores ideas sobre las que se cimienta. No obstante, también se ha fundamentado convincentemente, por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sin ir más rejos, que hay ideas (programas de partidos políticos –digamos que es una vertiente política de la libertad de expresión-) intolerantes que, por poner en peligro la propia tolerancia, deberán ser prohibidas en cuanto tengan suficiente respaldo social como para ser una amenaza. Es decir, se puede tolerar a España 2000 o a un partido fascista mientras sean residuales, para no darles alas (con la baza victimista) y para oír su discurso, para aprender a rebatirlo y para inmunizarnos; pero no tenía sentido soportar a HB, financiando sus balas con los ingresos adquiridos en Parlamento y ayuntamientos, es decir, con los impuestos que pagaban sus víctimas.
Dicho esto, es claro que hacer uso del derecho de “ejercicio activo” o “directo” a la libertad de expresión para una sátira ofensiva también supone romper la armonía de la normal interacción: uno no suele provocar a quien tiene al lado, a alguien con quien espera concertar su acción para que la comunicación siga fluyendo. Ciertamente, podrá (amenazar con) recurrir al juez para que ningún ofendido le impida emitir sus exabruptos por la fuerza o la violencia (a menos que incurra con ello en violación de algún derecho reactivo bien definido en el ordenamiento, como la injuria, la calumnia o el enaltecimiento). Así funciona, en general, la libertad jurídica. Pero quien ofende sabe que puede estar creándose enemigos, que puede estar incluso disparando contra principios morales que están en las raíces de un consenso social.
Convengamos entonces en que se está corriendo el riesgo, más o menos serio en función de la capacidad de tolerancia de la sociedad y en función del volumen y el alcance de los exabruptos soportados, de que los terceros finalmente decidan no amparar al que eleva su derecho y se posicionen con quienes estarían dispuestos a callarlo a la fuerza, con independencia del derecho, negando el derecho. La libertad no es sólo eso que se reivindica a título individual ante un tribunal; es, antes, durante y después, algo que tenemos porque los demás nos lo conceden.
Conviene no olvidar esto último para no jugar con fuego. Es necesario recordar que, del mismo modo que unos tienen libertad de expresión (que tan poco se utiliza de esa forma arriesgada pero brillante -reflexiva, creativa, emancipadora- que le da su mejor sentido), los demás ciudadanos tenemos libertad de réplica; y esto es así aun cuando la beligerancia de los primeros haya convertido el escenario social en una batalla campal que en nada se parezca a una conversación. En esa réplica –que no necesariamente niega la libertad del ofensor- se esperaría de la sociedad una admonición contra él por usar de forma tan torcida y temeraria su libertad privada, poniendo en jaque la confianza social sobre la cual nos manejamos libremente, coordinando nuestra acción con los otros sin necesidad de recurrir al derecho. Pero cuanto menos virtud cívica exija la sociedad a quienes hacen un uso desviado de sus libertades (y cuantos más desviados se envalentonen), más crecerán los conflictos sociales. Unos revindicarán libertad pero cada vez serán más los que desearán negársela. No se trata de moralismo sino del abecé de la integración social del individuo y, por tanto, de la reproducción social y cultural.
Los casos conflictivos que hemos recogido aquí eran en realidad consecuencia de problemas previos. Brotaron de una juridificación radical de la libertad de expresión: algunos individuos usan su libertad para llegar cada vez más lejos en sus invectivas sin más ánimo que el de molestar y provocar; porque pueden y porque rara vez se topan con una sociedad valiente que les responda, con calma pero firme, hasta convertir esas expresiones en una torcida excepción. Esto no es nada nuevo, pero sí supone un nuevo riesgo dado el altavoz proporcionado por las redes sociales y la difuminación entre el ruido de la vertebración que debía generar la prensa escrita de calidad. Entre los golpes reales y los victimistamente fingidos no ganamos para heridos y resentidos. Y esto es un problema porque la democracia institucional no arraiga sin democracia sociológica, sin una sociedad civil liberal y civilizada, sin una sociedad no sólo tolerante sino también fundada en redes de solidaridad, que lo son antes de confianza: prueben si no a implantar una democracia en Afganistán. Una sociedad abierta y resiliente no bebe sólo de la libertad jurídica de cada cual sino, antes y normalmente, de la libertad que alcanzamos socialmente, con los demás.
El abuso de las “cartas de triunfo” nos permite deshacernos de la molesta interacción social, nos libera de la carga de escuchar, explicar, rebatir y persuadir o convencer al otro. Pero en función del uso (abusivo e irresponsable) que con ellas hagamos podemos dinamitar el cemento social; y así corremos el riesgo de que se esfume, a continuación, la posibilidad de seguir reivindicando derechos frente a todos los demás. Al menos la de reivindicarlos con la tranquilidad de que serán eficazmente garantizados por el Estado.
Ni cualquier tiempo pasado fue mejor ni es irremediable este proceso de individualismo, con sus capítulos de degradación social. De ahí que sólo quepa esperar que, cuando caigamos en la cuenta, volvamos a tejer esos lazos que, con el beneplácito de muchos ‘liberales’ desubicados, los enemigos de la libertad intentan romper en nombre de la mismísima libertad.
Mikel Arteta (1985) es licenciado en Derecho y en Ciencias políticas y de la Administración. Es doctor en Filosofía moral y política por la Universidad de Valencia, con una tesis sobre el concepto de “constitucionalización cosmopolita del Derecho internacional” en la obra de J. Habermas. Actualmente trabaja como asistente técnico europarlamentario. Ha publicado varias colaboraciones en prensa, además de en revistas como Claves de Razón Práctica o Grandplace. En FronteraD ha publicado Por ‘nuestro’ patriotismo constitucional. ¿Necesita España un proyecto ‘atractivo’ de vida en común? y escribe asiduamente en su blog Escritos esquinados.