Los males de la cadena perpetua revisable

Cada vez que se comete un crimen horrendo nos volvemos a preguntar qué hacer para impedir su repetición, si la disuasión del delito es toda la posible, si no habrá penas más duras que nos preserven de tan estúpida crueldad. Deseamos incluso borrarla del pasado. Si no su daño, ya irreversible, sí al menos su injusticia, castigando a su autor con una severidad paralela a la del delito.

Sin embargo, no somos ni dioses ni delincuentes. Ni podemos eliminar el delito con la pena, pues no hay alquimia que reste el injusto del pasado con la justa imposición de un mal, ni podemos prevenir el crimen de cualquier manera. Son morales las razones que nos impiden cortar la mano al que hurta, flagelar al que lesiona, matar al que mata. Los valores básicos que nos conforman como sociedad no autorizan las penas corporales, ni las penas infamantes, ni los trabajos forzados, ni la pena de muerte. Ni, ¡ay!, tampoco, las penas indefinidas o la cadena perpetua.

Porque lo anterior viene a cuento de la reciente reivindicación, por el principal partido de la oposición y con la solemnidad de una enmienda legislativa, de una sedicente «prisión perpetua» aunque «revisable». Lo que se propone es que ciertos delitos muy graves (homicidio con violación; homicidio del Rey, de la Reina, de Jefe de Estado extranjero u otra persona internacionalmente protegida; homicidio terrorista; homicidio genocida) lleven aparejada una pena indefinida de prisión, cuya continuidad a partir de un periodo mínimo de 20 años dependa de que el penado siga siendo penalmente peligroso, o de que no se haya arrepentido, o de que la gravedad de la culpa no exija continuar con el cumplimiento efectivo de la pena.

No se trata en rigor de una cadena perpetua. Ni hay cadena, claro, que ate al preso, ni la privación de libertad es necesariamente para siempre. En ello sustentan sus postulantes la constitucionalidad de la nueva pena: en que puede orientarse «hacia la reeducación y reinserción social» (art. 25.2 de la Constitución), y en que ni siquiera pasaría a ser la pena la más dura de nuestro vigente ordenamiento, a la vista de que el mismo consiente que en ciertos casos de concurrencia de delitos muy graves se imponga una pena de prisión de 40 años, que puede además ser de cumplimiento íntegro -sin acceso a la libertad condicional en la última fase- y efectivo -sin permisos de salida o la posibilidades de actividad externa que supone el tercer grado penitenciario-.

Son éstos, empero, pobres consuelos. Sobre todo porque no se trata sólo de que la pena que se propone sea tolerable o intolerable (constitucional o inconstitucional), sino también de que sea una buena medida política: de que sea eficaz para prevenir los delitos a los que se dirige y de que tal eficacia compense los reparos que despierta su dureza. Pero además, porque aquellos argumentos no conforman el lenitivo constitucionalmente necesario. Porque la comparación favorable con la férrea pena de 40 años de prisión, sorprendentemente consensuada por nuestros dos grandes partidos y hasta hoy no cuestionada por ningún juez, es una comparación con una pena seguramente inconstitucional. Y porque la orientación constitucional de las penas de cárcel a posibilitar una futura vida en sociedad, respetuosa de la libertad ajena, no es el único límite fundamental de la prisión. La compatibilidad de la prisión perpetua revisable con el mandato constitucional de reinserción no la libra del reproche de inseguridad (art. 9.3 CE) en todo caso de la tacha de inhumanidad (art. 15 CE) cuando sea efectivamente perpetua.

Quizás podamos permitirnos cierta incertidumbre jurídica cuando se trata del acceso a una subvención o de la imposición de una multa administrativa, pero nunca a la hora de prevenir cuándo podemos dar con nuestros huesos en la cárcel y cuándo podremos sacarlos de la misma. No a la hora de definir qué es un delito o cuánto se nos va a penar, si 20 años, si más, si esto depende de que el delito lo requiera a juicio del juez, si depende no del compromiso de que no vamos a delinquir sino de algo tan íntimo e inexigible como el arrepentimiento por lo ya hecho. Nos va en ello la seguridad más elemental; nos va en ello que el Estado sea de Derecho.

Que la prisión sea revisable comporta la posibilidad de que la revisión sea negativa y que la cárcel sea perpetua. Si puede ya pensarse que la incertidumbre respecto al final de la prisión no sólo quiebra el principio de seguridad jurídica sino que conduce a una desesperanza del penado que convierte la pena en inhumana, no cabrá dudar de tal inhumanidad si al final la cárcel se prolongó durante años innumerables o si a la postre no cupo ya la libertad porque la precedió la muerte.

Y al final, ¿para qué? ¿Para qué una medida que cuestiona de tal modo nuestros valores fundantes como reacción precisamente contra la persona que cuestionó radicalmente nuestro modo de vida, que con su delito esbozó un mundo distinto y peor? ¿Pensamos seriamente que la nueva, dura e imprecisa pena va a desplegar un efecto real disuasorio mayor que las penas de 20, 25 o 30 años de prisión a las que pretende sustituir? ¿Pensamos seriamente que la conciencia social alterada por el delito va a quedar mejor estabilizada, que este nuevo modo de penar, vago y potencialmente inclemente, va a reafianzar mejor las reglas básicas del juego social? ¿No comporta acaso este afán de aseguramiento ilimitado una radical desconfianza con el mandato constitucional de reeducación del penado? ¿Confiamos, en fin, tanto en nuestro sentido de la justicia y en nuestro sistema de impartirla como para atribuir a alguien una culpabilidad tan total como para encerrarle de por vida?

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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