Los males de la cultura catalana

Sobre la presencia cultural de Cataluña en la Feria de Fráncfort siempre quedará la duda de cual fue el sujeto exacto de tal invitación: si la literatura o la cultura catalana. No se trata de una cuestión menor, dado que el resultado final, más cercano a un supermercado cultural que a una muestra argumentada, sólo puede entenderse desde la utilización interesada de esta confusión inicial.

Una notabilísima parte del arsenal cultural presentado en Alemania es desconocido por los ciudadanos catalanes y está ausente de los mercados locales donde se distribuye, exhibe y consume nuestra producción cultural. Quizá nos invitaron para organizar un cesto tan repleto y excelso o quizá convenía llenarlo para tapar todas las bocas. Al final, no deja de resultar curioso que el mismo criterio que se utiliza para elegir la comitiva de Fráncfort brille por su ausencia a la hora de promover las mismas propuestas en Cataluña.

Ha sido necesario que los propios catalanes llenen mayoritariamente los escenarios y las mesas redondas programadas por que, a falta de contexto cultural, resulta imposible interesar al público alemán sobre un argumentario artístico que en muchos casos sólo responde al eterno, y muy local, debate sobre las esencias profundas de la cultura producida en Catalunya en catalán o castellano. La elección de la representación literaria ha sido un tira y afloja que condena al ostracismo eterno a los pocos que no han ido, porque ya sabemos que esta es una guerra que se juega en casa y no en Alemania, lo que significa que la mirada que determina la selección es más política que cultural.

Alguien dirá que si ERC tuviera el monopolio de la gestión cultural en Cataluña esté problema no existiría, que los del PSC son unos vendidos al españolismo cultural y que CiU siempre ha manifestado un profundo desprecio (o si se prefiere una falta de aprecio) por la cultura. En cualquier caso, las políticas culturales municipales gestionadas por ERC tampoco hacen gala de una especial atención a estos artistas e intelectuales que nos representan en Fráncfort y a los que su propio país condena al olvido interior y al exhibicionismo exterior.

En Cataluña vivimos una situación anormal. La ausencia aparente de los socialistas en el debate cultural y el predominio institucional, programático y mediático del nacionalismo independentista supone un marco insólito para la vida cultural catalana. La política cultural en Cataluña, entendida en su globalidad, siempre ha sido elaborada desde los laboratorios de pensamiento socialista (salvo quizás la etapa previa al pacto cultural que protagonizó el consejero Rigol), hasta el punto que podríamos afirmar que los distintos gobiernos convergentes siempre actuaron a remolque de las ideas surgidas en la factoría socialista y puestas en práctica en el terreno del municipalismo cultural.

Después de que el PSC cediese la Consejería de Cultura a ERC tras las últimas elecciones autonómicas, Cataluña ha perdido los referentes de una política cultural largamente pensada, escrita y experimentada desde muchas instancias de gobierno. La manera de enfocar el aterrizaje catalán en Fráncfort, incluida la renuncia de la propia Consejería de Cultura, en favor del Institut Ramón Llull, a participar en la elaboración del programa de actos; y la ruptura de una línea de consenso clara y diáfana con los editores, son una buena muestra de ello. Por primera vez en la historia de la más importante feria editorial del mundo, la propia dirección del evento manifiesta no comprender la posición del país invitado y se muestra confusa ante su despliegue literario. Malo es utilizar la cultura para defender posiciones políticas, lo cual demuestra que Fráncfort es la chispa que enciende de nuevo un fuego mal apagado.

Hay dos maneras de gestionar las acciones públicas para la promoción de la cultura. La primera crea estructuras, da libertad a lo creadores y en un marco de competencia imperfecta, corrige aquellas tendencias del mercado (que no son todas) que esconden a aquellos productos de gran calidad que, por sus circunstancias de producción o por su lenguaje complejo, son minoritarias. La Administración les reporta visibilidad, pero en ningún caso les confiere el estatus de producto subvencionado ad eternum.

Esta manera de mirar la cultura desde la política acepta (aunque a veces salten sarpullidos) su autonomía y su libertad de pensamiento, creación y desarrollo, sin olvidar que, en alguna medida, deberá contrastarse con la ciudadanía, es decir con el mercado.

La segunda, en cambio, utiliza la cultura para conseguir el éxito de ciertos diseños políticos. Primero se define el país que queremos y después se construyen los símbolos que lo dotaran de un imaginario virtual (que no necesariamente real) donde la falacia de un país querido aunque inexistente, se convierta en la razón final de una acción política justa y necesaria. Esta manera de mirar la cultura, por cierto con grandes predicamentos en la actualidad, utiliza el arte y la creación para sus objetivos, con independencia de su interés cualitativo y social.

En Cataluña, estábamos acostumbrados a un nacionalismo rancio y simbólico, a la expresión más cercana del tradicionalismo folklórico. Esta etapa no se ha acabado del todo, porque una parte del nacionalismo más moderno sigue pendiente de un debate asambleario en el que sus principales protagonistas son militantes del activismo tradicionalista. Pero es cierto que progresivamente el discurso racional que convoca a la tradición para hablarle de innovación va ganando terreno y se convierte en el eje de una notable renovación en los lenguajes del folklore catalán. Pero es un proceso lento del que los propios renovadores son prisioneros, por eso reviven permanentemente episodios tan parciales y manipuladores como la elección anual de una ciudad como capital de la cultura catalana o los periódicos rebrotes de un catalanismo lingüístico exclusivo y excluyente.

En tal contexto la figura auténticamente peligrosa es la del independentista no nacionalista. Consciente de los peligros y el escaso gancho del tradicionalismo decimonónico, se basta con finiquitarlo mediáticamente y dedicar su atención a construir industrias culturales de la nada para crear los entornos simbólicos e ideológicos que necesita un Estado-Nación a imagen y semejanza de aquéllos que se fundaron hace 250 años. Es decir; como si tal planteamiento mimético tuviera todavía algún sentido en la Europa actual.

El independentismo no nacionalista (en términos de tradición se entiende), no tiene mas remedio que utilizar la cultura y los medios de comunicación a su favor, manipulándolos si es necesario, porque sin su concurso el discurso moriría de inanición política. Con pocos votos y escasa repercusión mediática el independentismo se convierte en un producto de coyuntura que sólo interesa al estudiante joven o al eterno convencido de la superioridad étnica de la raza catalana. Con cobertura cultural y bien ubicado en los medios, sus posibilidades se amplían hasta el punto de convertirse en una fuerza combativa e influyente.

La cultura catalana vive un momento complejo, por eso a Fráncfort (donde la literatura en catalán debía ser la indiscutible protagonista), no han ido los mejores sino todos y por eso el debate cultural huye de su propio país para instalarse en Alemania donde todos los catalanes nos sentimos cómplices y solidarios de la siempre triste, maltratada y ahogada Cataluña. Es curioso cómo puede malbaratarse el mejor patrimonio histórico de la vida cultural catalana; convertirse en la casa común, la acogedora placenta de todos los creadores con independencia de su habla, de su filiación política y de la sumisión a una idea prefijada de patria.

Xavier Marcé, ex director general de Industrias Culturales de la Generalitat.