Los malos consejos del pueblo

Ya no hay vuelta atrás. La negociación tozuda hasta decir basta de Theresa May, y después de Boris Johnson durante un breve periodo, ha logrado que se cumpla la ambición más masoquista y sin sentido jamás soñada en la historia de las islas. El resto del mundo, exceptuando a los presidentes Putin y Trump, han asistido al proceso con asombro y consternación. En diciembre, una mayoría votó a favor de los partidos que propugnaban un segundo referéndum, pero estos fueron, lamentablemente, incapaces de hacer causa común. Ahora nos toca recoger las tiendas, tal vez al son de las campanas de la iglesia, y esperar que los 15 años de arduo camino que vamos a emprender nos devuelvan a algo parecido a lo que tuvimos, con nuestros múltiples tratados comerciales, de seguridad, salud y cooperación científica, además de otros miles de acuerdos útiles.

Lo único seguro es que vamos a estar mucho tiempo haciéndonos preguntas. Dejemos a un lado por un momento las mentiras de la campaña a favor de la salida de la UE, su sospechosa financiación, la intervención rusa o a la inoperante Comisión Electoral y pensemos en cambio en los polvos mágicos. ¿Cómo es que un asunto de consecuencias constitucionales, económicas y culturales de tal envergadura se ha zanjado con una mayoría simple y no con una supermayoría? Un documento parlamentario (Briefing 07212) de la época de la Ley del Referéndum de 2015 apuntaba la razón: el referéndum iba a ser meramente consultivo. La consulta había de “permitir al electorado expresar una opinión”. ¿Cómo se transmutó “consultivo” en “vinculante”? Gracias a los polvos cegadores que nos lanzaron a los ojos las manos populistas desde la derecha y la izquierda.

Hemos soportado la complicidad paralizadora entre el Gobierno y la oposición. Corbyn aguantó abierta la puerta de salida de Europa para que Johnson la atravesase. En este caso, si uno iba lo bastante lejos por la izquierda acababa encontrándose con la derecha que llegaba desde el otro lado y arrojándose en sus brazos.

¿Qué hemos aprendido en nuestra ceguera? Que quienes no prosperaban en el antiguo estado de cosas no tenían razones de peso para votar por su mantenimiento; que nuestro prologando caos parlamentario era consecuencia de un error de planteamiento al formular una pregunta de sí o no para la cual había decenas de respuestas; que la ecología de larga evolución de la Unión Europea ha influido profundamente en la flora del paisaje de nuestro país, y que arrancar esas plantas será brutal; que lo que en el pasado se llamaba Brexit duro se convirtió en blando en comparación con la amenaza de no acuerdo que persiste aún hoy; que cualquier forma de salida, según cálculos del propio Gobierno, hará que la economía se contraiga; que se nos da bien la división múltiple y amarga: jóvenes contra viejos, ciudades contra el campo, titulados universitarios contra los que abandonan los estudios; Escocia e Irlanda del Norte contra Inglaterra y Gales; que cualquier tratado o acuerdo comercial internacional pasado, presente o futuro limita nuestra soberanía, como ocurre con los Acuerdos de París que suscribimos o con la pertenencia a la OTAN, y que, en consecuencia, “recuperemos el control”, ha sido la promesa más cínica y vacía de este deplorable periodo.

Nos hemos sorprendido a nosotros mismos. Cuando hace unos años se nos pidió que enumerásemos los problemas del país —la brecha entre ricos y pobres, el achacoso Sistema Nacional de Salud, el desequilibrio norte-sur, la delincuencia, el terrorismo, la austeridad o la crisis de la vivienda, entre otros—, a la mayoría no se nos habría ocurrido incluir nuestra pertenencia a la Unión Europea. Qué felices éramos en 2012, con la sensación de satisfacción que siguió al éxito de nuestros Juegos Olímpicos. Entonces no pensábamos en Bruselas. Lo que nos puso en movimiento fue lo que Guy Verhofstadt llamó una “riña de gatos” en el partido tory. Esos gatos llevaban décadas riñendo. Cuando nos arrastraron y nos instaron a tomar partido sufrimos una crisis nerviosa colectiva. Entonces, un número suficiente de personas quiso que la angustia desapareciese y “se llevase a cabo el Brexit”. Repetido hasta la náusea por el primer ministro, casi parecía descortés preguntar por qué.

En los primeros días de la campaña del referéndum nos enteramos de que “a las puertas” se refería exclusivamente a la emigración, pero también de que fue decisión del Reino Unido, y no de la Unión Europea, permitir la emigración ilimitada de personas procedentes de los países candidatos a la adhesión a la UE antes de que expirasen los siete años de residencia legal; que fue el Reino Unido el que optó por permitir que los emigrantes procedentes de la Unión Europea se quedasen en el país más de seis meses sin tener empleo; que el Reino Unido defendió con éxito la ampliación de la UE hacia el este, y que es nuestro país, y no la Unión, el que admite que continúe la emigración desde países extracomunitarios (¿y por qué no?) mientras desciende la de los comunitarios. También nos enteramos de que fue el Reino Unido, y no la Unión Europea, quien decidió sustituir nuestro patriótico pasaporte azul por otro granate. Aunque, cuando los miro, mis viejos pasaportes me parecen casi negros.

La historia ha cometido muchas injusticias con el Estado británico, pero muy pocas se derivan de la Unión Europea. Bruselas no insistió en que descuidásemos las ciudades posindustriales de la región central y el norte de Inglaterra. Tampoco nos pidió que dejásemos que los salarios se estancasen, que permitiésemos que se hiciesen donativos multimillonarios a los consejeros delegados de las empresas en quiebra, ni que antepusiésemos el valor de los accionistas al bien social, hundiésemos nuestro sistema sanitario, nuestra asistencia social y nuestro programa Sure Start de ayudas familiares, cerrásemos 600 comisarías de policía y permitiésemos la descomposición del tejido de centros de enseñanza pública.

La tarea de la campaña del Brexit consistió en convencer al electorado de lo contrario. En el referéndum obtuvo un 37% de éxito, bastante para cambiar nuestro destino colectivo como mínimo durante una generación; conseguir que un número suficiente de personas crean que el origen de todos sus agravios es algún elemento externo hostil es el truco más viejo del manual del populista. Igual que Trotsky para Stalin, Estados Unidos para los mulás de Irán y Gülen para Erdogan, ahora le toca el turno a Bruselas.

Los propietarios de los fondos de cobertura, los plutócratas que hacen donaciones a la causa, los exalumnos de Eton y los dueños de periódicos se presentan a sí mismos como enemigos de la élite. Más polvos mágicos. Afirmar que el tema de Irlanda del Norte está resuelto es un engaño peligroso. Hemos sido testigos de la caída en desgracia de la argumentación razonada. El impulso del Brexit contenía importantes elementos de la ideología de sangre y tierra con toques de nostalgia imperial. Estos espeluznantes anhelos se elevaban muy por encima de los simples hechos.

Adoptamos un argot: “Artículo 50”, “comercio sin fricción”, “justo a tiempo”, “salvaguarda”. Cómo disfrutábamos pronunciándolo. Aprendimos a respetar una “frontera invisible”. Antes de que todo empezase, tan solo unos cuantos sabían en qué consistía la diferencia ente la Unión Aduanera y el mercado único. Al cabo de tres años, poco ha cambiado. Un sondeo llevado a cabo el año pasado mostró que muchos británicos creían que “caer rendido” era lo mismo que permanencia. Ojalá.

A los líderes del Brexit y al jefe de la oposición siempre les faltó tiempo para poner en marcha el cronómetro de los dos años del Artículo 50. Tenían miedo de que quienes habían votado a favor de la salida cambiasen de idea; de que, entre los votantes que la última vez no acudieron a las urnas, los partidarios de la permanencia duplicasen a los de la salida, y de que los jóvenes electores que se van incorporando al censo estuviesen mayoritariamente a favor de la Unión Europea. Los generales de los brexiters temían con razón un segundo referéndum.

Como mínimo podemos estar todos de acuerdo en que vamos a ser un poco más pobres. Como solía decir uno de mis profesores del colegio, si realmente merece la pena hacer algo, sigue mereciendo la pena aunque se haga mal. Theresa May nunca se atrevió a decir que con el Brexit estaríamos mejor. Ni siquiera nos dijo si votaría a favor de la salida en un segundo referéndum. Deberíamos reconocerle su honradez. Por el contrario, Boris Johnson, durante su exposición ante el Parlamento de su visión del panorama post-Brexit, prometió reducir el desfase de riqueza y oportunidades entre el norte y el sur del Reino Unido y convertir al país en el centro neurálgico de la tecnología de baterías más avanzada. Se le olvidó mencionar que la Unión Europea nunca se había interpuesto en la realización de ninguno de estos proyectos.

La redefinición de nuestras nuevas relaciones comerciales con la Unión Europea va a ser una preocupación que durará varios años. Con respecto a la posición de Estados Unidos, dense una buena vuelta por el medio oeste del país y pasarán un mes atravesando un desierto de monocultivos sin ver ni una flor silvestre. Para competir con eso, nuestra agricultura tendría que estar dispuesta a que le administrasen una inyección de hormonas. Nuestros agricultores tendrían que deshacerse de los setos improductivos, los árboles que separan los campos y las lindes de tres metros, todo ello piezas de museo. En sus conversaciones comerciales con la Unión Europea, Estados Unidos no se planteó endurecer su normativa sobre ganadería, producción de alimentos y protección del medio ambiente, aunque eso le habría dado acceso a 500 millones de consumidores. La gran industria agraria estadounidense no va a cambiar de actitud por un país de tan solo 65 millones de habitantes. Si queremos un acuerdo, seremos nosotros los que tendremos que bajar el listón.

Se ven venir tiempos de perjuicios y pérdidas. En un mundo peligroso plagado de “hombres fuertes” vociferantes, la Unión Europea era nuestra máxima esperanza de una comunidad de naciones abierta, tolerante, libre y pacífica. La expansión de los populismos por Europa ya amenaza esas esperanzas. Nuestra retirada debilitará la resistencia contra la tendencia xenófoba. La lección de los últimos siglos de historia de nuestro país es sencilla: las turbulencias en el continente europeo nos llevarán a conflictos sangrientos. El nacionalismo rara vez es un proyecto de paz. Tampoco le importa la lucha contra el cambio climático. Prefiere dejar que ardan las selvas tropicales y los bosques australianos.

Hagan un viaje por carretera desde Grecia hasta Suecia y desde Portugal hasta Hungría. Olvídense de su pasaporte. Cuánta riqueza, cuánta exuberancia hay en la gastronomía, las costumbres, la arquitectura y las lenguas de ese cúmulo de civilizaciones, y qué profundo y orgullosamente diferente es cada Estado nacional de sus vecinos. Ninguna muestra de opresión de Bruselas, nada de la gris monotonía comercial del Estados Unidos continental. Traigan a la memoria todo lo que han aprendido sobre el estado ruinoso y desesperado en que se encontraba Europa en 1945 y luego contemplen los formidables logros económicos, políticos y culturales: paz, fronteras abiertas, relativa prosperidad y fomento de los derechos individuales, la tolerancia y la libertad de expresión. Hasta el sábado, ese era el lugar al que nuestros hijos mayores, si querían, iban a vivir y trabajar.

Todo esto se ha acabado, y de momento la fuerza está del lado del nacionalismo inglés. Su paladín es el Gabinete pro-Brexit de Boris Johnson, cuyo monumento será para siempre una peculiar sonrisa burlona perfeccionada allá por los tiempos de la vieja Unión Soviética. Miento, ustedes lo saben, y yo sé que ustedes lo saben, pero me importa un pito. Como cuando dijeron eso de que “las cincos semanas de suspensión del Parlamento no tienen nada que ver con el Brexit”. Michael Gove y Jacob Rees-Mogg eran maestros de la sonrisa burlona. La inoportuna sentencia del Tribunal Supremo que dictó que la suspensión era claramente ilegal todavía escuece. Hace poco, el exministro de Interior Michael Howard se puso a murmurar contra los jueces. Extender el control político sobre un Poder Judicial independiente estaría en consonancia con el proyecto Johnson-Cummings. El húngaro Viktor Orbán marca el camino.

Los partidarios de la permanencia defendimos un mundo más amable, pero siempre fuimos los herbívoros del debate con nuestras enormes manifestaciones bonachonas y ridiculizadas. “Una multitud llena de odio”, decía The Sun; “una élite”, calificaba The Daily Telegraph. Si 16 millones de remainers es una élite, deberíamos congratularnos de que el Reino Unido sea un modelo de meritocracia.

La verdad es que éramos los excluidos. Por obra y gracia de Corbyn y sus mediocres lugartenientes, no tuvimos voz efectiva en el Parlamento. En su primer día como jefa de Gobierno, Theresa May prometió a las puertas de Downing Street que gobernaría para todos los británicos. En lugar de ello, lanzó a la mitad del país a los perros para apaciguar al ala derecha de su partido. En un principio, el encumbramiento de Boris Johnson fue decidido por un reducidísimo grupo de electores de edad, la mayoría de los cuales declararon en las encuestas que les gustaría que Donald Trump gobernase el Reino Unido y que estaban deseando que volviese la horca. En la misma línea, Johnson alcanzó las más bajas cotas de vulgaridad populista cuando el pasado mes de junio habló de que el país se arrancaría de encima al íncubo de la UE. Su sueño se ha hecho realidad.

En cuanto a los extremos, nosotros nunca hemos apuñalado ni disparado en plena calle a un diputado partidario del Brexit; rara vez hemos mostrado propensión a enviar amenazas anónimas de muerte y violación como las que se han encontrado tantas veces Gina Miller, Anna Soubry y muchas diputadas. No obstante, los correos electrónicos antisemitas salidos del Partido Laborista fueron vergonzosos, lo mismo que la multitud que asedió la casa de Rees Mogg mofándose de él. Pero los partidarios de la permanencia no exhortamos arteramente a nuestros compatriotas a provocar disturbios en caso de que se celebrase un segundo referéndum cuyo resultado nos fuese desfavorable. Alrededor de dos tercios del electorado no votaron a favor de la salida. La mayoría de los empresarios, los sindicatos, los agricultores, los científicos, el mundo de las finanzas y las artes estaban en contra del proyecto del Brexit, y tres cuartas partes de los diputados votaron por la permanencia. Sin embargo, ignorando el evidente interés público, nuestros representantes se agazaparon tras las camarillas partidistas y “el pueblo ha hablado”, ¿esa lúgubre locución soviética?, y su sucesor, “cumplamos con el Brexit”. Esos son los polvos mágicos que han ofuscado la mente cegando la razón y reduciendo las oportunidades de nuestros hijos.

Ian McEwan es escritor.

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