Los mecanismos de la violencia sectaria en Irak

Por Borja Bergareche, Máster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Columbia (ABC, 26/05/06):

LA violencia insurgente y terrorista en Irak se ha transformado en «sectaria» o «étnica» como si un frenesí fratricida se hubiera apoderado del país y chiitas y sunitas hubieran descubierto el placer de matarse los unos a los otros. Los propios periodistas dudan todavía, y califican de «ataque insurgente» el estallido del enésimo coche-bomba en el centro de Bagdad, mientras que hablan de «episodio de violencia sectaria» si ese mismo coche-bomba explota en las provincias de mayoría sunita del noroeste. Aunque poner adjetivos a las balas es un ejercicio complejo de matices insondables, la diferencia entre sunitas y chiitas se ha convertido en la principal narrativa para explicar lo que allí sucede.
Ocurrió en Yugoslavia y en Ruanda en la década de los noventa, cuando el final de la Guerra Fría parecía haber dado paso a un mundo caótico en el que resurgían por doquier supuestos odios tribales y rencillas históricas entre gentes que ya no eran ciudadanos de un país sino miembros de una etnia, tribu o confesión religiosa. La reacción occidental fue la misma en ambos casos: el silencio cómplice y la parálisis, provocados por la falsa sensación de impotencia que transmite la narrativa étnica. «No hay nada que podamos hacer contra estos odios ancestrales», se repetían en Washington y en Europa.
No existen tales odios ancestrales. No es verdad que hutus y tutsis estaban condenados a matarse a machetazos o que serbios, croatas y bosnios llevaban la muerte del vecino inscrita en el ADN. La gente no mata porque sí, y no lo hace siguiendo supuestas líneas de demarcación étnica o religiosa, salvo que éstas sean debidamente estimuladas y provocadas.
En la guerra que enfrentó a Irak e Irán (1980-1988), Jomeini creyó que la mayoría chiita de Irak se uniría al vecino persa en su «marcha sobre Kerbala» en virtud de los lazos religiosos comunes. Pero Jomeini erró en su apuesta sectaria porque pudo la identidad árabe e iraquí de los chiitas de Irak, que lucharon con bayonetas y armas químicas contra sus supuestos hermanos chiitas de Irán. A pesar de ser Irak una creación colonial británica de los años veinte, la identidad nacional iraquí es firme y estuvo siempre por encima de las diferencias de secta y credo. «Fuimos educados en la creencia de que quienes diferenciaban de una manera u otra -positiva o negativamente- basándose en la secta o la etnia eran personas retrógradas de muy poca educación», explicaba el pasado 18 de marzo el editor de Bagdad Burning, uno de los bloggers iraquíes más leídos por sus lúcidas crónicas de la clase media iraquí.
Pero la realidad ha confirmado con creces el resurgir de las tensiones sectarias en la región. En los últimos meses, responsables de los servicios secretos de varios países árabes y de Turquía han mantenido reuniones en Egipto para coordinar la respuesta a un posible acercamiento entre Estados Unidos e Irán, que podría acentuar aún más el «resurgir chiita» del que se habla en la región. En países con porcentajes de población chiita significativos, como Arabia Saudita, Bahrein o Líbano, la cuestión se ha reavivado con fuerza.
Y en Irak, la traducción de la cuestión sectaria en violencia es tan cotidiana como real. En su edición del 19 de mayo, The New York Times informaba del éxodo silencioso de las clases medias iraquíes al extranjero, hartas de violencia. En los últimos diez meses, según este diario, el Gobierno ha emitido casi dos millones de pasaportes nuevos, equivalentes al 7 por ciento de la población (26 millones en total) y a un cuarto de la clase media. Según varias estimaciones, el número de iraquíes en Jordania se acerca ya al millón de personas.
Al menos tres factores explican esta explosión de violencia sectaria en Irak. La invasión estadounidense ha dejado una situación de vacío de poder en la que, a pesar del baile de elecciones, no hay un Gobierno central fuerte que garantice la seguridad. Aislados e indefensos, los ciudadanos se ven abocados a buscar protección en «los suyos», y caen así en manos de la maraña de milicias que controla barrios y ciudades en Irak. Esta situación es aprovechada, como ya hicieran Milosevic y compañía y los genocidas ruandeses, por bandas de extremistas que, al calor del caos, ponen en marcha un ciclo de violencia que no hace sino reforzar en su propio beneficio la percepción de que sólo en la propia etnia o confesión existe la salvación. Los últimos mensajes del líder de Al-Qaida en Irak, Abu Musab al-Zarqawi, son claros al respecto: todo sunita que se enliste en la policía o el ejército será objetivo de sus bombas.
El contexto regional e internacional suele jugar un papel clave en estas explosiones de violencia sectaria. En Irak, la explicación última reside en una invasión guiada por las prisas de Rumsfeld en llegar cuanto antes a Bagdad, dejando por el camino bolsas de milicias paramilitares sunitas, o «fedayin», que alimentarían más tarde la insurgencia, y en la nula planificación de la ocupación posterior, marcada por errores, como el de desmovilizar el ejército iraquí que han ido agravando el vacío de poder. Finalmente, EE.UU. ha consagrado las divisiones sectarias en el panorama político iraquí al recurrir al juego del divide y vencerás tan querido por las potencias coloniales. La pregunta ahora es cómo detener la violencia y poner fin a tanto despropósito, a la vez que EE.UU. retira sus tropas.