Los medios y los fines: el eterno dilema de la defensa en Estados Unidos

Existen dos maneras muy distintas de examinar el anuncio hecho por el presidente Obama en el Pentágono, a comienzos de este año, sobre los importantes recortes previstos en el presupuesto de defensa y, por consiguiente, el volumen de las fuerzas armadas de Estados Unidos.

La primera perspectiva es la del «hombre económico racional». Las reducciones del gasto militar son muy naturales y, de hecho, eran previsibles. Dado el patético estado actual de los déficits federales de Estados Unidos, y dada la necesidad de contención fiscal general, es justo que el ejército estadounidense asuma su parte en la nueva era de austeridad. Con la incapacidad de los políticos de negociar un acuerdo concreto para recortar gastos en Washington, el Congreso ha ordenado recortes federales automáticos, el 50% de los cuales debe salir del ámbito militar. No hay forma de evitarlo.

Además, es lógico pensar que debería haber una reducción en el gasto militar ahora que la aventura de Irak se ha terminado --aunque sea, me temo, con la «misión a medio cumplir» y dejando a ese desgraciado país en situación de tener que luchar como sea para conservar una frágil unidad-- y que, cosa todavía más importante, el ejército estadounidense se ha resignado ya a abandonar su imposible misión de llevar la paz y la democracia a las tribus ingobernables de las montañas de Hindu Kush en Afganistán.

Estas dos campañas provocaron un enorme y necesario aumento del despliegue militar sobre el terreno --del ejército y los marines-- y la asignación de más fondos destinados no solo a incrementar el número de soldados sino la artillería, los proyectiles, el combustible y otros suministros, los helicópteros, y así sucesivamente. Tal vez el final de los combates suponga también el final de la discutible costumbre presupuestaria de decir que el coste de las «operaciones activas» debía estar separado y ser complementario del presupuesto normal del Pentágono, un truco que no engañaba a nadie más que al Congreso norteamericano.

La postura contraria es que las reducciones del gasto de defensa y de personal y armamento serán un desastre en un mundo impredecible y volátil. Y no solo un desastre para Estados Unidos, sino también para sus numerosos amigos y aliados, que siempre han confiado --quizá con demasiada despreocupación y demasiada naturalidad-- en que Washington proporcionara un paraguas defensivo mientras ellos dedicaban su atención a las inversiones económicas y los programas de bienestar social en sus propios países.

Aunque los recortes presupuestarios estadounidenses se repartirán durante muchos años, esa mentalidad de hacer las cosas de forma gradual y con concesiones se deslizará también en el proceso de adquisición de armas. Los programas para obtener aviones, submarinos y sistemas de detección y vigilancia más nuevos, que ya eran víctimas del aumento descontrolado de los costes incluso con un presupuesto estable y ajustado a la inflación, sufrirán ahora un segundo golpe, por las reducciones reales y constantes a largo plazo. Además, las fuerzas armadas, como tantas otras entidades --por ejemplo, los gobiernos de los estados--, tienen que hacer frente también a los gastos fijos, los mayores de los cuales son tal vez las pensiones militares, ajustadas a la inflación, y los gastos de sanidad.

¿Qué ocurre si la Rusia de Putin empieza a lanzar bravatas contra sus vecinos aprensivos? ¿Y si Egipto se hunde en el caos? ¿Y si Irán, o Israel, comienza una guerra con misiles y armas nucleares? ¿Y si Irán bloquea el Estrecho de Ormuz? ¿Y si las disputas entre Pakistán e India se agravan? ¿Y si Corea del Norte se vbiene abajo, o ataca Corea del Sur (escojan lo que prefieran)? Sobre todo, ¿y si China emprende algún tipo de agresión contra Taiwán, o en el Mar del Sur de China? ¿Es este un buen momento, en la política mundial, para que Estados Unidos aprueba unas reducciones importantes a largo plazo del gasto de defensa?

Las dos posturas son legítimas, y las dos tienen mucho sentido. Merecen un debate sincero e inteligente, sin que las emociones nos arrastren a una u otra. Por desgracia, en Estados Unidos parece haber pocos que sepan gran cosa de cuestiones estratégicas en sentido amplio, y no ayudan nada ni los penosos Informes Cuadrienales de Defensa ni los congresistas a los que solo parecen interesar los puestos de trabajo relacionados con el sector de la defensa en sus circunscripciones.

Así, pues, les presento humildemente dos ideas para su consideración.

La primera es que quizá Estados Unidos esté volviendo a ocupar su lugar «natural» en el mundo, después de casi 70 años de dominio extraordinario y artificial a partir de 1945. Al fin y al cabo, es absurdo pensar que un país con el 4,5% de la poblacón mundial y el 20% de la producción pueda representar casi la mitad del gasto militar de todo el mundo, año tras año y decenio tras decenio. Los simples datos estadísticos del gasto militar mundial permiten ver que no es así: China y otros países asiáticos están incrementando su gasto de defensa a pasos agigantados. Estados Unidos lucha para conservar su eficacia en todo el mundo al mismo tiempo que recorta su gasto. Europa no tiene nada que hacer. ¿Quién más cuenta? Lo único que pasa es que Estados Unidos está volviendo al lugar que le corresponde, por muchas afirmaciones tontas y exageradas que hagan los candidatos republicanos a la presidencia, y a pesar de libros tan populares como el de Tom Friedman y Michael Mandelbaum, That Used to Be Us: How America Fell Behind in the World It Invented and How We Can Come Back [Nosotros éramos esos: Por qué Estados Unidos se ha quedado atrás en el mundo que había inventado y cómo podemos volver]. No hay vuelta posible, al menos no a la época de Truman y Eisenhower; el mundo ha cambiado.

La segunda idea deriva de la primera, y da todavía más que pensar. Aunque Estados Unidos está reduciendo su imposible misión en Afganistán, insiste en que va a cumplir todas sus otras obligaciones en todas partes. Sigue empeñado en tener un papel fundamental en Oriente Próximo. Sigue comprometido con Israel. Sigue comprometido con Arabia Saudí y los Estados del Golfo. Sigue decidido a disuadir a Irán. Sigue comprometido con Europa occidental. Sigue comprometido con Corea del Sur, Taiwán, Australia, quizá Indonesia (aunque esto parece demasiado). Muchos otros países se apresurarán a incorporarse a esta lista, y a los Gobiernos estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, les cuesta siempre decir que no. ¿Vamos a dar la espalda a la Isla de la Ascensión, por ejemplo? (No, porque tiene buenas instalaciones aéreas.) ¿A Ruanda? (No, si nuestras bienintencionadas estrellas del cine y la música tienen algo que decir.) ¿Al Territorio Británico del Océano Índico? (No; tenemos allí importantes instalaciones de rescate marino.) Es preocupante. Todos los grandes estrategas --los romanos, Guillermo el Conquistador, Otto von Bismarck– eran conscientes de sus límites. ¿Lo somos nosotros?

En 1892, cuando el más brillante de los estadistas tardovictorianos, Lord Salisbury, estaba leyendo unos informes confidenciales, le inquietó uno escrito por los responsables de los servicios de inteligencia de la marina y el ejército británicos que decía que cualquier intento de responder a un ataque ruso contra el Imperio Otomano en el Estrecho de Dardanelos se había vuelto imposible. A Salisbury le preocupó porque la política exterior británica había sostenido, al menos durante un siglo, el axioma de que las fuerzas británicas podían irrumpir por el estrecho hasta el Mar Negro en cualquier momento. En uno de sus numerosos y deliciosos memorandos, escrito en junio de 1892, el primer ministro observó que, si los compromisos de política exterior apuntaban en una dirección y la capacidad naval y militar no permitía cumplir esos objetivos, la nación podía encontrarse, en el futuro, en un estado de humillación e incluso derrota. Esta disparidad entre las metas políticas y los objetivos militares, sugirió, «... resultará angustiosa para todos los que confían en nosotros y nos acarreará un descrédito infinito». (La conclusión de Salisbury fue retirarse discretamente de los acuerdos con Constantinopla y reforzar el poder británico en Egipto; era un auténtico realista.)

No parece que hoy tengamos a ningún Salisbury. ¿Ha habido en el mundo político de Washington alguien, desde Kissinger y quizá el equipo del presidente Bush, padre, que haya sido capaz de pensar en términos verdaderamente estratégicos? Gobernamos un imperio mundial e insistimos en cumplir nuestros compromisos en todas partes, desde la zona desmilitarizada de Corea hasta Bahréin. Pero no tenemos una estrategia mundial. No estaría mal dedicar el fin de semana a leer el memorándum escrito por Salisbury en 1892.

Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de Historia y es director de Estudios de Seguridad Internacional en la Universidad de Yale, y es autor o editor de 19 libros, entre ellos Auge y caída de las grandes potencias. © 2012, TRIBUNE MEDIA SERVICES, INC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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