Los mercados emergentes deberían ir por el oro

¿Los bancos centrales de los mercados emergentes están excedidos de peso en dólares y demasiado delgados en oro? Frente a una desaceleración de la economía global, en la que los mercados emergentes probablemente estén muy agradecidos por las reservas que lograron conservar, ésta podría parecer una pregunta inoportuna. Sin embargo, se podría aducir que un giro en los mercados emergentes a favor de una acumulación de oro ayudaría a que el sistema financiero internacional funcionara de manera más fluida, para beneficios de todos.

Sólo para ser claro, no le estoy dando la razón a quienes defienden un retorno al patrón oro –por lo general, unos chiflados norteamericanos de extrema derecha-. Después de todo, el último reinado del patrón oro –según el cual los países fijan el valor de sus monedas en términos de oro- terminó de manera desastrosa en los años 1930, y no existen motivos para creer que un retorno al patrón oro tendría un desenlace diferente esta vez.

No, sólo estoy proponiendo que los mercados emergentes conviertan a oro una porción importante de los billones de dólares en reservas de monedas extranjera que hoy tienen en su poder (solamente China tiene reservas oficiales de 3,3 billones de dólares). Inclusive una conversión, digamos, de hasta el 10% de sus reservas a oro no los acercaría en absoluto a los muchos países ricos que tienen el 60-70% de sus reservas oficiales (por cierto menores) en oro.

Durante algún tiempo, los países ricos han dicho que es beneficial para todos desmonetizar el oro. Es cierto, tenemos mucho oro, dicen esos países, pero eso es un vestigio del patrón oro previo a la Segunda Guerra Mundial, cuando los bancos centrales necesitaban atesorar el metal.

De hecho, en 1999, los bancos centrales europeos, al no ver ninguna razón para seguir conservando tanto oro, firmaron un pacto para empezar a reducir sus acopios de manera ordenada. A la mayoría de los países participantes les pareció en aquel momento que vender tenían sentido: el verdadero respaldo de su deuda era el alcance tributario de sus gobiernos, sus altos niveles de desarrollo institucional y su relativa estabilidad política. El pacto de 1999 ha sido revisado periódicamente aunque, desde la edición más reciente en 2014, la mayoría de los países ricos se han tomado una pausa prolongada, lo que se traduce en que todavía tienen reservas de oro extremadamente altas.

Los mercados emergentes no han dejado de ser compradores de oro, pero a paso de tortuga comparado con su apetito voraz por bonos del Tesoro de Estados Unidos y otra deuda de países ricos. En marzo de 2016, China tenía apenas poco más del 2% de sus reservas en oro, y el porcentaje correspondiente a India era del 5%. Rusia es en verdad el único mercado emergente importante que aumentó sus compras de oro significativamente, en gran medida debido a las sanciones occidentales. Hoy sus tenencias de oro representan casi el 15% de las reservas.

Los mercados emergentes tienen reservas porque no pueden darse el lujo de inflar sus números para salir de una crisis financiera o una crisis de deuda gubernamental. En otras palabras, viven en un mundo en el que una fracción importante de la deuda internacional -y una porción aún mayor del comercio global- todavía está denominada en dinero en efectivo. De modo que tienen reservas de esas monedas como respaldo contra una catástrofe fiscal y financiera. Es verdad, en principio, que el mundo sería mucho mejor si los mercados emergentes de alguna pudieran juntar sus reservas, quizás a través de un instrumento del Fondo Monetario Internacional; pero la confianza necesaria para que un acuerdo de estas características funcione todavía no existe.

¿Por qué el sistema funcionaría mejor con un porcentaje mayor de reservas de oro? El problema con el status quo es que los mercados emergentes como grupo compiten por los bonos de los países ricos, lo que ayuda a que bajen las tasas de interés que reciben. Con las tasas de interés atascadas casi en cero, los precios de los bonos de los países ricos no pueden caer mucho más de lo que ya han caído, mientras que la oferta de deuda de países avanzados está limitada por la capacidad impositiva y la tolerancia al riesgo.

El oro, a pesar de tener una oferta casi fija, no tiene este problema, porque su precio no tiene un límite. Es más, se puede aducir que el oro es un activo de riesgo extremadamente bajo con retornos reales promedio comparables con una deuda de muy corto plazo. Y, como el oro es un activo sumamente líquido -un estándar clave para un activo de reserva-, los bancos centrales pueden permitirse mirar más allá de su volatilidad de corto plazo y contemplar los retornos promedio de más largo plazo.

Es verdad, el oro no paga interés, y existen costos asociados a su almacenamiento. Pero estos costos se pueden administrar de manera relativamente eficiente teniendo oro offshore si fuera necesario (muchos países tienen oro en la Reserva Federal de Nueva York); y, con el tiempo, el precio puede subir. Es por este motivo que el sistema en general nunca puede quedarse sin oro monetario.

No quiero dar la impresión de que, si hacen una conversión al oro, los mercados emergentes de alguna manera se beneficiarían a expensas de las economías avanzadas. Después de todo, el status quo es que los bancos centrales y los tesoros de las economías avanzadas tienen muchísimo más oro que los mercados emergentes, y que una convergencia sistemática por parte de los mercados emergentes hará subir el precio del metal. Pero éste no es un problema sistémico; y, de hecho, un aumento de los precios del oro achicaría parte de la brecha entre la demanda y la oferta de activos seguros que se ha producido debido al límite inferior igual a cero de las tasas de interés.

Nunca existió un motivo imperioso para que los mercados emergentes se crean el argumento de los países ricos a favor de desmonetizar completamente el oro. Y tampoco lo hay hoy.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. His most recent book, co-authored with Carmen M. Reinhart, is This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly.

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