Los mercados verdes no van a salvarnos

Los mercados verdes no van a salvarnos
Shomos Uddin/Getty Images

¿Cómo se pueden tomar decisiones sensatas sobre un futuro permanentemente desconocido? Este interrogante es tan antiguo como la humanidad, pero se ha vuelto existencial a la luz del cambio climático. Si bien existe suficiente evidencia de que el cambio climático antropogénico ya está entre nosotros, no hay modo de conocer todas las maneras en que se ramificará en las próximas décadas. Todo lo que sabemos es que debemos o bien reducir nuestro impacto ambiental, o bien arriesgarnos a otra crisis global en la escala de la “pequeña edad de hielo” del siglo XVII, cuando los cambios climáticos condujeron a una propagación de enfermedades, rebelión, guerra y hambruna masiva, acabando con la vida de dos tercios de la población global.

El economista británico John Maynard Keynes sostenía que los inversores, al final de cuentas, están motivados por “espíritus animales”. Frente a la incertidumbre, la gente actúa en base a corazonadas, no a “un promedio ponderado de beneficios cuantitativos multiplicados por probabilidades cuantitativas”, y son estas apuestas motivadas por instintos las que pueden (o no) dar resultados una vez que las cosas se calman. Ahora bien, los responsables de las políticas quieren que confiemos en que los espíritus animales nos van a ayudar a superar la incertidumbre asociada con el cambio climático.

Hace mucho tiempo que la humanidad ha intentado reducir la incertidumbre haciendo que el mundo natural sea más legible y así, objeto de su control. Durante siglos, los científicos naturales han mapeado al mundo, creado taxonomías de plantas y animales y (más recientemente) secuenciado los genomas de muchas especies con la esperanza de descubrir tratamientos contra todas las enfermedades imaginables.

Los mapas, las taxonomías y las secuencias son a los químicos y a los biólogos lo que los números y los indicadores son a los científicos sociales. Los precios, por ejemplo, indican el valor de mercado de los bienes y servicios y el valor futuro esperado de los activos financieros. Si los inversores en gran medida han ignorado ciertos activos, la razón podría ser que estos no estaban medidos o cotizados de manera apropiada.

A medida que las realidades del cambio climático se van tornando cada vez más evidentes, se están llevando a cabo esfuerzos importantes para identificar y catalogar las “inversiones verdes”. Pero al mismo tiempo que ha crecido el atractivo de esos activos, también creció el problema del lavado de imagen verde –cuando las inversiones se etiquetan fraudulentamente como “verdes” o “ESG” (ambientales, sociales y de gobernanza) sobre la base de algún parámetro vago o irrelevante.

Aquí, el último artilugio es “volverse verde” comprando compensaciones para las propias tenencias “marrones”, en lugar de dejar de invertir en ellas. De la misma manera, la nueva regulación de la Unión Europea sobre “divulgaciones relacionadas con la sustentabilidad en el sector de los servicios financieros” parece un intento más por abordar el cambio climático sin pagar el total de la cuenta. Según la ley, todos los participantes del mercado financiero deben revelar públicamente sus estrategias para gestionar el riesgo climático y sus metodologías para catalogar de sostenible a un activo, y las autoridades del mercado financiero deben hacer más para coordinar sus esfuerzos de supervisión. Pero en ningún lugar se menciona nada sobre responsabilidad o sanciones.

Al mismo tiempo, los grandes gestores de activos han venido reclamando una mayor estandarización, con el argumento de que una política racional de precios es demasiado difícil en la sopa de letras actual de indicadores contradictorios. Los números claros y objetivos transmiten certeza y transforman compensaciones complejas en un simple cálculo. Como el mecanismo de fijación de precios permite que se comparen manzanas con naranjas, se deduce que los activos verdes deberían compararse con los marrones. Cuantos más precios haya, mayor el papel que pueden desempeñar los mercados como el máximo tomador de decisiones. Con el destino de la humanidad en la balanza, los políticos pueden lavarse las manos y desentenderse del problema.

Pero el problema no desaparecerá, porque las métricas y los indicadores estándar no aumentan simplemente la legibilidad; también ocultan complejidades subyacentes. No sólo capturan y organizan la información; también alteran el comportamiento, ejerciendo efectos performativos a la luz de los tipos de información que se incluyen o se excluyen. A juzgar por el entusiasmo actual en torno de las inversiones verdes, son estos efectos los que la mayoría de los participantes del mercado financiero están buscando.

Asimismo, no podemos confiar en que los cambios que hagamos en los sistemas sociales vayan a arrojar los resultados esperados. Recordemos el destino de Long-Term Capital Management, el fondo de cobertura ganador del premio Nobel que fracasó en 1998 después de que sus espíritus animales chocaran con el mundo real. LTCM apostó en grande a su predicción de que los precios globales de la deuda soberana convergerían. Pero luego Rusia entró en default, creando efectos de derrame en todos los mercados emergentes y distanciando aún más los precios de la deuda soberana.

En el núcleo de este fracaso estaba el modelo de valoración de opciones, al que se había presentado como la solución a la incertidumbre generada por la volatilidad. Al pretender hacer que los precios de las opciones fueran más predecibles, creó un mercado gigantesco de opciones y otros derivados. El libro del sociólogo Donald MacKenzie sobre este período se tituló acertadamente Un motor, no una cámara. Si bien la fórmula de valoración de opciones influía en el comportamiento, no capturaba la realidad, porque no tenía en cuenta la liquidez –el sustento de las finanzas.

La naturaleza es aún menos tolerante que un sistema social como el mercado, donde un estado o un banco central puede salir al rescate. La Tierra no nos rescatará cuando las cosas salgan mal. Al depender solamente de declaraciones y del mecanismo de precios para lidiar con el cambio climático, estamos haciendo una enorme apuesta sobre la base de mediciones e indicadores que sabemos que son incompletos, si no absolutamente engañosos.

Podemos diseñar todas las protecciones que queramos contra los potenciales escenarios de cambio climático, pero no hay ninguna protección para un episodio sistémico. Al carecer de la voluntad política de confrontar a nuestro propio comportamiento, simplemente estamos suponiendo que el cambio climático se puede abordar con una actualización mínimamente disruptiva y financieramente neutra –o inclusive rentable- del sistema operativo actual.

La pandemia del COVID-19 debería habernos advertido contra esta presunción. Por el contrario, los gobiernos en las economías avanzadas han decidido redoblar la apuesta en materia de derechos de propiedad privada y mercados, priorizando las protecciones de las patentes de las compañías farmacéuticas en respuesta a reclamos de que asisten en la producción global de vacunas al compartir su tecnología. Al negar una exención bajo las reglas de la Organización Mundial de la Salud, las grandes farmacéuticas y sus aliados políticos están apostando a que le virus estará controlado antes de que pueda adquirir mutaciones que tornen ineficaces a las vacunas actuales.

Ahora que ya están en circulación nuevas cepas del virus, ésta no parece ser una apuesta muy segura. Y aún si da resultado, se habrá cobrado muchos miles de vidas adicionales. ¿Cuándo aprenderemos que la naturaleza en definitiva tiene todas las cartas?

Katharina Pistor, Professor of Comparative Law at Columbia Law School, is the author of The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality.

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