Los mil hijos de Zapatero

En el mes de abril del año próximo no solamente tendremos un nuevo Gobierno de Zapatero, sino que, además, asistiremos al nacimiento de 1004 nuevos españoles como consecuencia de la actividad reproductora que en el mes de julio se está produciendo en el Gobierno de España, en los gobiernos de las comunidades autónomas, en las delegaciones del gobierno en las diecisiete comunidades y en las subdelegaciones de gobierno en las distintas provincias españolas.

No me cabe la menor duda de que después de las medidas anunciadas por el Gobierno para fomento de la natalidad, superadas en las distintas comunidades autónomas, los gobernantes españoles estarán empleándose a fondo para hacerse acreedores de esas ayudas. No cabría en mis entendederas que alguien dicte una norma que no esté dispuesto a llevar a la práctica.

Si Zapatero y los presidentes autonómicos creen, de verdad, que ofreciendo 2.500 euros, más el reintegro autonómico, los españoles, históricos o no, vamos a esforzarnos en la procreación, es porque ellos serán los primeros en dar ejemplo. Si yo fuera periodista, no perdería la ocasión de preguntar a Zapatero, a sus ministros/as, y a los presidentes/as autonómicos por su voluntad de aumentar el índice de natalidad español y autonómico. Si ninguno de ellos estuviera dispuesto, a pesar de las ayudas, habría que responderles con lo siguiente: «¿por qué creen vds. que el resto de los españoles somos más peseteros que vds.? ¿Por qué creen vds. que los demás sí vamos a hacer lo que vds. no están dispuestos a hacer? Si vds. no van a tener más hijos con las ayudas prometidas, ¿por qué creen que los demás sí lo haremos?».

Si ellos no lo van a hacer, es porque están convencidos de que en esas ayudas no radica las razones para traer hijos al mundo. La cosa es de mucho mayor calado, consecuencia de los cambios espectaculares que se están produciendo a la vista de todos, sin que los gobernantes parezcan dispuestos a verlos, observarlos, analizarlos y actuar en consecuencia. Las sociedades rurales y urbanas han cambiado hasta el punto de que la familia ya no es un ejercicio económico al estilo de lo que ocurría cuando la sociedad del bienestar no había aparecido. Entonces se traían hijos al mundo, entre otras cosas, para mantener y ser mantenidos. Cuantos más hijos, más garantía de estabilidad económica y social de la familia; el esquema podría ser: «yo os mantengo durante vuestra niñez y adolescencia, con la condición de que vosotros me mantengáis durante vuestra juventud y madurez». Era aquello de que los hijos venían con un pan debajo del brazo. El pan era el sinónimo de manutención en la casa familiar de todos aquellos que, por edad, dejaban de ser productivos.

Hoy ningún hijo viene con ningún pan debajo del brazo; como mucho con una cartilla de ahorros, donde mensualmente los progenitores se ven obligados a ingresar una cantidad considerable de euros hasta que se les pierda la pista. Hoy no se traen hijos al mundo para que te mantengan después de haberlos mantenido; el amor al nuevo ser y los deseos de situarlo en la sociedad, desde todos los puntos de vista, son las motivaciones para engendrar, y esos sentimientos no son la consecuencia de un precio sino de valores.

Huelga decir que la conquista histórica de la mujer, a lo que tanto ha contribuido Zapatero en estos tres años, para incorporarse en pie de igualdad al mercado laboral, abandonando el papel de reproductora a la que había estado sometida secularmente, para pasar a ser productora, ha dejado en segundo término el papel de traer hijos al mundo. Cada medida que se conquista no sólo es un logro sino el germen de una nueva situación; si la mujer ha conquistado su espacio social y económico es injusto y miope pretender que, por 2.500 euros, más la propina autonómica, se dedique a lo de antes más lo de ahora. Y no sólo porque sea excesivo sino porque el macho todavía no ha decidido compartir con la mujer el sentimiento de culpa que sigue embargando a la mujer-madre-trabajadora (y sólo a ella) cuando llega a casa después de una jornada de trabajo y siente en lo profundo de sus entrañas que es culpable de no asistir, día a día, al crecimiento del bebé, a los deberes del adolescente o a la fiebre de las anginas. Ese sentimiento de culpa no se da en el macho que sigue pensando que él no es culpable de no presenciar y apoyar esos procesos. «Para eso está la mujer» piensa, sin pensar que la mujer ya no está para las dos cosas.

Todos fuimos educados para hacer con nuestros hijos aquello que nuestros padres hicieron con nosotros. Siempre hubo diferencias generacionales, pero siempre esas diferencias eran variaciones sobre el mismo tema. El futuro siempre fue previsible: nacías, estudiabas si podías, trabajabas, te casabas, tenías hijos, te jubilabas y al poco tiempo te morías. Nada alteraba ese ritmo. Había variaciones pero siempre era igual. La diferencia del ayer con el hoy es infinita. Por primera vez coexisten dos generaciones que no se parecen en nada; la generación analógica y la generación digital.

Prueben a hacerle una fotografía a un adolescente con una máquina réflex; de inmediato, el modelo exigirá que le enseñe la fotografía para decidir si se archiva o se tira al cubo de la basura; explíquenle que hay que espera a que se acabe el carrete para, después, llevarlo al laboratorio y que en dos a tres días podremos ver los resultados. ¡Incomprensible para su cultura digital! Tan incomprensible como pretender alcanzar la autoridad en el aula -con el vd. por delante- con el profesor armado con la tiza, la pizarra y los intolerables libros de texto, enseñando cosas que no les interesa a quienes, toda la información, multiplicada por millones, la tienen en Internet.

No conozco a nadie que pierda autoridad cuando enseña a otro lo que ese otro está deseando aprender, mientras que es bastante difícil mantener esa autoridad cuando nos empeñamos en enseñar, durante seis horas diarias, 270 días al año, lo que no interesa más que al que se empeña en enseñar con cultura analógica a unos adolescentes que tienen una cultura digital.

Y lo que pasa en la escuela pasa en la casa, con el añadido de que nadie nos educó para enseñar a nuestros hijos a vivir y sobrevivir en una sociedad que no se parece en nada a la que nosotros vivimos. Estábamos educados para, por ejemplo, aconsejar a nuestros hijos sobre la relación hombre-mujer y para prepararles sobre el matrimonio tradicional, que era la única forma de familia que conocíamos; nadie nos dijo que podían existir familias de otro tipo, hombre-mujer, de hecho, de derecho, hombre-hombre, mujer-mujer, hombre solo, mujer sola, etc. De igual modo, sabíamos que haciendo un esfuerzo, mínimo unos y máximo otros, si nuestros hijos estudiaban podían tener un futuro asegurado, incluso, aprendiendo un oficio, podían llegar a ser unos buenos profesionales, y si se esforzaban, el mejor profesional de su barrio o de su pueblo, y para toda la vida. Hoy ni una sola familia sabe el futuro que le espera a sus hijos, haciendo mucho, poco o ningún esfuerzo; pueden estudiar dirección de empresa y terminar de telefonistas en cualquier empresa del sector; pueden ser ingeniero de telecomunicaciones y pasar 6 meses en Nueva York, con un contrato temporal que, tal vez, si renuevan puede ser con la condición de marcharse a Tokio, sitio por cierto bastante alejado de donde se encuentra su pareja que, habiéndose titulado en Trabajo Social, se encuentra en Senegal con un contrato de una ONG francesa.

No parece que esas expectativas sean las más favorecedoras para formar una familia estable, y menos para tener hijos por mucho que los gobernantes se empeñen en pensar que los demás harán por 2.500 euros, más la propina autonómica, lo que ellos no están dispuestos a hacer a pesar de dedicarse a la política que, como todo el mundo sabe, es un chollo.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la Junta de Extremadura.