Los míos, con razón o sin ella

La izquierda radical se propone destruir la Transición: aquella hazaña histórica que, con el concurso inteligente de las fuerzas políticas de entonces, incluyendo el Partido Comunista, trajo a España el más largo período de prosperidad, concordia, democracia y paz social que jamás había tenido.

Los diplomáticos sabemos que, en ese tiempo, España logró cotas de prestigio nunca conocidas. Hace meses, publiqué un artículo en el que relataba cómo, en la década de los 80, nuestro país salió de su aislamiento para asumir un papel relevante en el campo de las relaciones internacionales. En los años que siguieron, dije, el mundo nos confió la Presidencia de la Asamblea General de las Naciones Unidas, la Secretaría general de la OTAN, la Presidencia del Parlamento Europeo, la Presidencia y Vicepresidencia de la Comisión de Bruselas, la Dirección General de la UNESCO, la Presidencia de la Cruz Roja Internacional, la Secretaría General del Consejo de Europa y la Presidencia del Comité Olímpico Internacional. Todas esas instituciones, las más importantes del planeta, estuvieron en manos de españoles. Y algo más: Barcelona derrotó a París como sede de los Juegos Olímpicos de 1992, y Sevilla acabó por imponerse, nada menos que a Chicago, para organizar en solitario la Expo Universal. Fue la gran hora de España. Eso que unos extremistas resentidos desean demoler.

Quiero consignar un dato, ya olvidado, para añadir a la cadena de éxitos diplomáticos que acabo de mentar. Lo hago como prueba del apoyo que encontró en el mundo la Transición española. Porque un caso como el que voy a referir no había sucedido, ni creo que vuelva a suceder, en la relación bilateral con los Estados Unidos.

Tuvo lugar en enero de 1980. Y lo puedo describir, con todo lujo de detalles, porque fui testigo presencial. Sucedió así. A comienzos de ese mes, el canciller Schmidt, socialista de primer nivel que entonces dirigía el Gobierno de Alemania, mantuvo una entrevista con Adolfo Suárez, quien le transmitió sus ideas acerca de un posible compromiso sobre Oriente Próximo, la asignatura pendiente de la diplomacia occidental. Al terminar su brillante exposición, el político alemán le dijo: «Eso tienes que contárselo a Carter». El 5 de enero, cumpleaños de Su Majestad el Rey Juan Carlos, el Monarca propuso al presidente americano una reunión con Suárez. Carter aceptó complacido («Cuanto antes», fueron sus palabras) y se pasó a fijar la fecha, tan pronto como lo permitieran las agendas respectivas.

Nueve días -solo nueve días- después, estábamos en Washington. Y digo «estábamos», en tributo a mi nostalgia de viejo funcionario, porque tuve el honor de acompañar a nuestro presidente en ese viaje. Y allí pude ver a su interlocutor fascinado por la personalidad de Adolfo Suárez, mientras le exponía las razones en apoyo del proyecto que le había llevado hasta la Casa Blanca: la convocatoria de una Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo, para desarrollar las directrices jurídicas y los parámetros políticos contenidos en las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad. Un encuentro al más alto nivel, donde todas las partes implicadas, junto a las grandes potencias y los países más directamente interesados (incluyendo España), pudieran sentar las bases para la solución justa y duradera de un conflicto doloroso que hoy, cuatro décadas después, sigue ensangrentando Palestina.

Ésta fue la Transición: un período apasionante, de apoyos y laureles, que supuso para España su solemne compromiso con la democracia y con la libertad. Algo que la izquierda montaraz y progresista pretende liquidar. De ahí su asalto a la separación de poderes y a la independencia judicial, el desfile por las calles con pancartas de Marx, Lenin y Stalin (ya no se practica ni en Corea del Norte) y las declaraciones incendiarias contra Su Majestad el Rey, amén de los ataques a la propiedad privada y a la economía social de mercado. Es decir: una ofensiva implacable para socavar los cimientos del Estado de derecho y las instituciones democráticas que conforman la columna vertebral de nuestra Carta Magna.

Hace algunos días, y ya en alivio de pandemia, se montó una tertulia en la que participé. Los presentes preguntaron mi opinión sobre la deriva autoritaria de los «antisistema». Y se la di. He sido nueve años embajador en la Bulgaria de Jivkov y en la URSS, y conozco bien al comunismo; así que estaba en condiciones de expresar mi parecer respecto de su actual influencia en el Gobierno de Madrid. Y sobre el uso y el abuso de los dos pilares en que siempre se ha apoyado: el miedo y la mentira.

Señalé las reiteradas amenazas -el miedo- contra jueces, políticos de la oposición y periodistas, junto a varios engaños clamorosos -la mentira- y las iniciativas vergonzantes de todos conocidas. En ese punto destaqué el escándalo que ha causado, dentro y fuera de España, propiciar la entrada en la Comisión de Secretos Oficiales de personas que reclaman, como base de sus programas políticos, socavar las instituciones de Occidente y destruir la unidad y la integridad territorial de nuestro país. Y les recordé las promesas incumplidas, los insultos a los jueces, las trampas al Estado de derecho y el acoso organizado contra la Constitución que votó el pueblo español por muy amplia mayoría.

A estas alturas de mi vida, yo debería saber que el fanatismo político es inmune a cualquier planteamiento racional. «Los míos, con razón o sin ella»: eso es lo que motiva al clientelismo, dispuesto a tragarse lo que sea, incluyendo los asuntos escabrosos (ninguno tan infame como el de negarse a investigar los abusos a las niñas tuteladas en Baleares) y los repugnantes homenajes a los asesinos de ETA, en abierta violación del espíritu europeo y occidental. Por tanto, no sé por qué extrañarme cuando, de aquel grupo reducido, saltó una voz que dijo: «Todo eso está muy bien, pero yo he votado a esa izquierda dura que criticas y la volveré a votar».

No aporté más evidencias sobre otros desafueros, para qué. Tenía ante mí el ejemplo de una vieja corruptela que, otra vez, nos acompaña: el dócil y sumiso sectarismo del prietas las filas, el aplauso firme y sostenido, el pesebre de los medios complacientes, la «adhesión inquebrantable» que reclaman esos radicales. Y me vino a la memoria el eslogan acuñado por el justicialismo argentino, con las masas sudorosas gritando enronquecidas, puño en alto, en la Plaza de Mayo: «Ladrón o no ladrón, queremos a Perón».

José Cuenca es embajador de España.

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