Los modernos soldados estropeados

Afganistán. 50 kilómetros al noreste de Kabul. Siete de la mañana del viernes 4 de septiembre de 2009. Una sección del ejército francés asegura la ruta que enlaza Bagram con la base adelantada de Nijrab. Inesperadamente, un artefacto improvisado explosiona. Muere un soldado galo. Otros nueve quedan heridos, cuatro de ellos muy graves. Horas después, en Francia comienzan las honras fúnebres, los actos de reconocimiento al caído. Como en las demás sociedades avanzadas y democráticas, con cada baja propia se reabren debates políticos, se desasosiegan las conciencias populares.

Pero nadie habla de los heridos. Sus nombres no aparecen en los titulares. Nadie les glorifica. No se les cantan loas ni se glosa sus gestas. Sin embargo, en los conflictos actuales, y en los previsibles futuros, cada vez hay un mayor número de soldados heridos con respecto a los muertos. Gran parte de ellos, de extrema gravedad. Durante los siglos XVIII y XIX, la relación entre muertos y heridos -graves y muy graves- como consecuencia de la acción era de 1/1,5. En la Primera Guerra Mundial fue de 1/2. A partir de la Segunda Guerra Mundial y hasta el año 2000, fue subiendo paulatinamente hasta 1/4. En la actualidad, se está en cifras próximas a 1/9, sin incluir los accidentados ni los enfermos. En Afganistán, la relación de bajas soviéticas entre 1979-1989 fue de 1/3,5. Los últimos datos oficiales de norteamericanos y británicos superan el 1/7. La inmensa mayoría de ellos del Ejército de Tierra y los Marines.

Influye la mejora de la eficacia de los servicios sanitarios y la aplicación masiva de innovaciones farmacéuticas y tecnológicas. Incluida la aeroevacuación. Durante su participación en Irak, el ejército británico realizó 1.971 evacuaciones aéreas. En Afganistán, hasta el pasado 30 de septiembre había realizado 2.649. Pero la diferencia fundamental la establece el dramático aumento de acciones adversarias en las que los explosivos son los protagonistas. La OTAN reconoce que los artefactos explosivos improvisados -conocidos como IED, por su acrónimo en inglés-, se han convertido en la principal amenaza en Afganistán, en el arma preferida de los irregulares, provocando la mayor parte de las víctimas. Estos IED adoptan formas de lo más variado. Un vehículo -coche, moto o bicicleta- cargado de explosivos, una bomba colocada en una ruta o incluso un suicida.

Replicando el éxito de estos artefactos en Irak (donde en junio de 2007 explosionaron 2.588, matando a 83 soldados norteamericanos e hiriendo a 572), en lo que va de 2009 se ha triplicado el número de víctimas por IED en Afganistán con respecto a 2008. Sólo durante el pasado mes de julio, hubo más de 1.000 incidentes. En septiembre, de las 860 acciones con IED, 106 tuvieron el éxito perseguido, causando el 75% de las bajas internacionales.

Las ventajas de su maneja son notables: facilidad de empleo, gran cantidad de víctimas, poderoso efecto mediático y psicosis entre las tropas. Sobre todo si actúa un suicida. Práctica introducida por extranjeros, pero que cada vez tiene más adeptos afganos. Es fácil esconder un IED en las carreteras y calles sin asfaltar afganas. Incluso la principal vía asfaltada, la Ring Road, que une Kabul con las principales urbes, tiene tantísimos recovecos en sus más de 3.000 kilómetros que es sencillo ocultarlos. Las circunstancias atmosféricas también favorecen el enmascaramiento, desde la nieve a las tormentas de arena.

Explosivos no faltan. Se extraen de las ingentes cantidades de minas contracarro, proyectiles de artillería de todos los calibres y bombas de aviación de la época soviética escondidas en escondrijos ilocalizables. O se consiguen a través de las permeables fronteras, merced a los 3.400 millones de dólares anuales obtenidos suministrando el 93% del consumo mundial de opio. E incluso aprovechando el nitrato amónico de los fertilizantes. La explosión de un IED provoca desgarros severos y llega a amputar las extremidades. Revienta los órganos internos. Deja sordos y sin globos oculares. Los cascos actuales, cuyas aleaciones de acero han sido sustituidas por material sintético -polietilenos y poliaramidas-, son mucho más resistentes a todo tipo de impactos. Los chalecos de protección, antibalas y antifragmentos, se han generalizado en todos los escenarios. Ambos consiguen una notable reducción de los muertos, pero no impiden las heridas graves ni las mutilaciones.

Encima, las incrementadas cifras de heridos no incluyen a los soldados que ante estos hechos pierden la estabilidad mental. Una herida invisible, indetectable, pero indeleble, que suele requerir de largos tratamientos. Militares que cuando regresan al hogar se deben enfrentar a una nueva batalla, aún más terrible, ante sus miedos, sus recuerdos, sus fantasmas. El «Trastorno por estrés post-traumático» (TEPT) no se genera sólo al participar directamente en enfrentamientos armados. También se produce por haber estado bajo fuego adversario, resultar herido, mover cuerpos de muertos y mutilados, o conocer que alguien cercano ha fallecido. Situaciones crudas y violentas muy habituales en las misiones actuales -incluso en las relacionadas con la paz-, donde es muy difícil distinguir los ambientes seguros de los peligrosos. TEPT provocado igualmente cuando no se dispone de armamento para responder legítimamente a una agresión, o el empleo de los medios de defensa está severamente limitado por las reglas de enfrentamiento.

En definitiva, cada vez hay más soldados con deterioro físico y psicológico, muchas veces ignorados, siempre pronto olvidados. Se les debe el justo reconocimiento, pero se les regatean condecoraciones, se les obvian los honores. No es sólo cuestión de compensaciones económicas; faltan las morales. Convertidos en una carga para sí mismos, pero también para su familia, para sus más allegados. En no pocas ocasiones la convivencia se torna complicada y tortuosa. Pero difícil es que los esforzados familiares reciban reconocimiento alguno por el sacrificado servicio a su Patria que realizan cuidando de los heridos que tanto a ésta entregaron. El Ejército británico ha instituido una medalla, la Cruz Elizabeth, para las situaciones en que fallece un soldado en operaciones o como resultado de un acto de terrorismo. No es una medalla a título póstumo para los caídos, sino un reconocimiento a sus allegados por la trágica pérdida, así como por el sacrificio y la carga que supone su ausencia para la familia. Sin embargo, nadie parece considerar que al menos el mismo reconocimiento deberían tener los familiares que cuidan y ofrecen todo su apoyo a los soldados quebrados.

Quizá sea la ocasión propicia para recuperar los Cuerpos de Inválidos y Mutilados, que en España tienen sus orígenes en el siglo XVI, en disposiciones de Carlos I. Cuerpos específicos a través de los cuales los militares estropeados puedan seguir integrados en la milicia, vestir el uniforme por el que tanto han dado y perdido. Acceder a instalaciones militares junto con los compañeros a cuyo lado padecieron y combatieron. Continuar siendo miembros de la misma hermandad, a la que un día les dijeron que, una vez que se entra, nunca se abandona ni te abandona.

La ofrenda a los caídos ha sido y siempre será un deber de toda la sociedad ante los que hicieron el sacrificio máximo para proteger el modo de vida y garantizar el futuro de su pueblo. Pero no se puede olvidar a los modernos soldados estropeados ni a sus familias, a quienes reconocer a diario es una exigencia; homenajear periódicamente en actos específicos, una necesidad urgente.

Pedro Baños, Teniente Coronel.