Los motivos de Daisy

Debo ser un escritor tan mediocre y un story teller tan poco variado que, por mucho que trate de evitarlo, a menudo vuelvo al lugar del crimen para reincidir en el mismo pecado de vampirismo e intertextualidad. De hecho ésta ha de ser al menos la cuarta o quinta vez que en los últimos 30 años me veo ensartado por el Rinoceronte de Ionesco, cuando a nadie que escriba en un periódico con marrullerías de trapero debería permitírsele saquear un argumento más de dos veces por siglo.

Pero hace ya casi tres semanas, desde que leí los inauditos argumentos con que el abogado de su esposa trata de privar a Carmelo González de la custodia compartida de sus hijos, que no puedo dejar de pensar en esa tremenda penúltima escena de la función en la que el heroico protagonista de la resistencia a la epidemia de mutaciones que va infectando la ciudad contempla con consternación cómo a su propia novia le van brotando escamas verdosas por doquier y un puntiagudo bulto en la frente.

Ya se ha transfigurado el mostrenco señor Boeuf, ya se ha travestido el volátil monsieur Papillon, ya se ha pasado a la manada el inseguro Dudard, ya ha cambiado de bando el gregario Botard... Todos se han convertido en rinocerontes, todos marcan ya el paso del batallón de la nueva fe, todos bufan, gruñen y barritan según el canon de los buenos perisodáctilos. Perdón, todos no. Incluso cuando la escéptica señora Boeuf ha terminado por seguir la senda de su marido, incluso cuando su amigo del alma Juan ya ha cambiado de piel y de camisa, al racionalista Berenger, depositario del legado del Siglo de las Luces, heredero de la era de las revoluciones, albacea del liberalismo, el socialismo y el existencialismo, a ese penúltimo espécimen fieramente humano aún le queda su novia Daisy.

La abnegada Daisy («Soy una buena compañera... jamás te dejaré solo»), la lúcida Daisy («Todos tienen entre los rinocerontes a un pariente, a un amigo y eso complica aún más las cosas»), la indignada Daisy («Ya nadie se asombra de que los rinocerontes recorran las calles a toda velocidad, la gente se aparta a su paso y siguen con sus negocios como si no ocurriera nada»). La rubia, atractiva, inspiradora Daisy. He ahí la fuente de la determinación de Berenger.

Por eso un estremecimiento sacude al espectador cuando la pareja discute tan áspera como trivialmente -«En sólo unos minutos hemos vivido 25 años de matrimonio»- en medio del clamor de bramidos que va cercando su buhardilla. Entonces es cuando ella le dice cosas como: 1) «Tus crisis de conciencia van a echar todo a perder». 2) «Quizás la culpa sea nuestra». 3) «Después de todo quizás seamos nosotros los anormales que necesiten ser salvados». 4) «No hay una razón absoluta. El mundo tiene razón. Tú, no. Yo, tampoco». 5) «Ellos parecen estar alegres, se sienten bien dentro de su piel, no tienen aspecto de estar locos». 6) «Hay que ser razonable, hay que encontrar un modus vivendi, hay que tratar de entenderse con ellos». 7) «Deberíamos tratar de comprender su psicología y de aprender su idioma».

Daisy cruza el umbral de la buhardilla, rumbo a la conformidad de lo políticamente correcto. Sus manos se convierten en contoneadas pezuñas de rinoceronte, de su frente brota un cuernecillo y hasta su melena se va volviendo verdosa. Pero aún tiene tiempo de dictar o de seguir dejando que le dicten cosas como: 1) «El señor González está radicalizando su discurso». 2) «El señor González se está mostrando como una persona contundente, hostil y autoritaria que está llevando a cabo una personal 'cruzada' contra el centro escolar de su hija». 3) «Se está enemistando no sólo con la dirección del Centro, sino que poco a poco la mayoría de los padres del resto de los alumnos también están denunciando su actitud». 4) «Su inadaptación social la está trasladando a sus hijos, lo que va a provocar que tengan problemas con el resto de niños». 5) «Al margen de si es más o menos apropiada la utilización del catalán y del cumplimiento [o no] de la Ley de Política Lingüística por la Generalitat, lo cierto es que el señor González vive y reside en Cataluña, y sus hijos también viven en Cataluña». 6) «Lo que no puede pretender el señor González es vehicular sus protestas contra la sociedad utilizando a sus propios hijos». 7) «¿Cómo va a educar a sus hijos? ¿Les va a enseñar que actualmente viven en un país fascista?».

Siempre he tratado de evitar la intromisión en la privacidad ajena. No conocemos a este «señor González» lo suficiente como para tomar partido en el pleito de su proceso de divorcio. Sabemos, eso sí, que durante la pasada legislatura hubo dos personas en huelga de hambre para presionar a las autoridades: el ahora evaporado De Juana Chaos obtuvo lo que pretendía y Carmelo González, no. Quedó así patente que en la España de Zapatero es más fácil para un asesino múltiple anticipar varios años su excarcelación por el rito de san queremos que para un padre lograr la escolarización de sus hijos en español en algún colegio de Cataluña.

Lo que nadie podía imaginar es que aquel gesto de coraje cívico que le llevó a ayunar ante la sede de la Generalitat fuera a convertirse en el bumerán que le golpeara con desquiciante insistencia a la hora de dirimir quién y cómo se queda con los niños. Esto significa que en esa parte de España lo que ya está en discusión no es si existe margen para hacer frente a la ilegalidad y la opresión en el espacio público sin ser convertido en un despreciable paria marginal, sino si esa conducta testimonial, condenada a la esterilidad, debe llevar además aparejada una punición en el ámbito privado del derecho de familia. Es decir, si ha llegado la hora de empezar a escarmentar a esos malos ciudadanos refractarios a la inmersión obligatoria de sus hijos en catalán, apretándoles donde más puede dolerles el zapato. ¿No decías que les querías tanto? Pues ahora sólo podrás verles un par de horas en sábados alternos. Y si no, habértelo pensado dos veces antes de enfrentarte a todo el mundo. A ver si te quedan ganas de seguir ironizando sobre si este es un «país fascista»...

Tampoco conocemos a la esposa del «señor González», aunque sepamos que es italiana de nacimiento y quede constancia documental de que hubo un tiempo en que ella compartía esa lucha por hacer valer el derecho constitucional a la enseñanza en español. No sabemos quién se portaba mejor con quién, si ella le hacía la vida imposible a él o si era a la viceversa. Pero lo esencial en su disputa no es quién tiene razón -¿qué sabe nadie sobre la destrucción de una pareja?- sino los argumentos que se manejan en grado de exacerbación. Porque es de sobra conocido que un divorcio inamistoso es una guerra de exterminio sin heridos ni prisioneros en la que ni siquiera rige la Convención de Ginebra y se dispara con todo lo que se tiene. No digo con ello que sólo haya que dar por bueno la mitad de la mitad de lo que se alega, pero sí que como mínimo sea prudente aplicarle una rebaja equivalente a la actual caída de la Bolsa.

Resulta, pues, inverosímil que el «señor González» llevara su «radicalización» hasta el extremo de «no permitir a sus propios hijos relacionarse con ninguna persona o amigo que hable en catalán», como dice la demanda, porque para eso tendría que haberlos encerrado bajo siete llaves, pero en cambio sí que parece probable que se enfadara y tuvieran una bronca cuando su esposa organizó una fiesta familiar en un establecimiento que «sólo se anuncia en catalán». En todo caso, lo esencial no es la casuística sino la tipología. Es decir, el mero hecho de que la actitud de un padre ante la política lingüística de la Generalitat -«al margen» de si es «apropiada» y de si «cumple» o no la ley, dice el escrito- sea materia relevante para tratar de convencer a un juez de que la custodia de los hijos debe serle concedida en exclusiva a la madre.

Llegados a este punto quisiera insistir en desvincular tal pesadilla de todo juicio moral sobre las partes litigantes. En contemplar los reiterativos párrafos en los que la demanda de divorcio parece confundirse con las páginas del diario de sesiones del Parlament correspondientes a uno de esos debates en los que todos los demás grupos emplean tales argumentos para arrojar a Ciutadans y al PP a la fosa séptica de la inadaptación social, con la fría distancia del científico social, y preguntarse qué es lo que está pasando allí. O mejor dicho, aquí y allí.

Porque si lo que se alegara es que el «señor González» es un alcohólico crónico, un maltratador contumaz o un compulsivo seductor de vecinas, merecería la pena aquilatar sus deméritos frente a los igualmente hipotéticos de su esposa. Pero cuando el suyo se describe como un pecado de obcecación en la defensa de la legalidad constitucional vulnerada, es en el exterior y no en el interior del conflicto individual donde tenemos que mirar.

¿Por qué se va Daisy de la buhardilla de Berenger? Muy sencillo: porque muchos otros, la inmensa mayoría de los que conoce, tal vez todos los demás habitantes de la ciudad, ya han dado antes el mismo paso. Ella no es una heroína, ella es una chica como las demás, ella tiene que convivir con una realidad, integrarse, pertenecer al mundo que la rodea.

Todo ha sucedido relativamente deprisa. Al principio de la función los rinocerontes eran sólo una minoría radical y fanatizada, pero con la excusa de que parecían inofensivos o incluso podían ayudar al equilibrio ecológico, nadie les plantaba cara. Pronto la rinocerontización pasó de ser una opción a convertirse en la norma y eso implica que a aquél al que no le brote el cuerno por sí solo, más le vale ir haciéndose un implante si no quiere convertirse en un apestado peligroso.

¿Hemos llegado ya en buena parte de España a ese momento orwelliano en el que tener la peste consiste precisamente en no haber sufrido aún el contagio de la infección nacionalista? La esposa del «señor González» y, desde luego, su letrado no han redactado su demanda en el vacío. Ellos han visto cómo, partiendo desde posiciones tan minoritarias como agresivamente expansivas, el nacionalismo, una enfermedad política consistente en encerrar a las personas en las angostas celdillas de su tribu, ha ido haciéndose en Cataluña -como en el País Vasco, Galicia y Baleares- con el control de la cultura, la escuela, el deporte, los medios de comunicación, el activismo social y cualquier otro círculo de influencia.

Han visto cómo los más respetados empresarios, banqueros y editores, los hombres que manejan los resortes de los poderes fácticos, firmaban un manifiesto pidiendo un nuevo Estatut a sabiendas de que serviría para dar una nueva vuelta de tuerca a la imposición cultural y lingüística.

Han visto los ímprobos esfuerzos del cordobés Montilla por teñir de verde sus escamas postizas y trasplantarse un cuerno lo más acerado e intimidador posible para poder embestir con la furia del converso contra los herejes que no acepten la inmersión en la enseñanza o la rotulación obligatoria.

Han visto el frívolo oportunismo de un presidente Zapatero que, jactándose de ampliar los derechos civiles de la gente, no sólo no ha dado un solo paso efectivo para proteger aquellos más básicos y esenciales, sino que empezó declarando que aceptaría cualquier rinoceronte que viniera de Cataluña y terminó conformándose con maquillar un poco las mandíbulas del que le endilgaron para ayudarle a pasar de matute la aduana de la constitucionalidad.

Han visto la patética abdicación de la aduanera mayor Maria Emilia Casas que, en lugar de cumplir con elemental diligencia sus obligaciones institucionales y dejar de inmediato en evidencia el descomunal fraude de ley consumado por el PSOE y sus aliados en el Congreso, se ha aferrado al sillón con todo tipo de artimañas convirtiéndose en el dócil tapón del problema y contribuyendo así decisivamente a la dinámica de hechos consumados que, camino ya de su tercer año, apuntala el andamiaje nacionalista con los pilares podridos de ese nuevo Estatut.

Han visto el conformismo contemporizador, remolón y hasta indolente de un Mariano Rajoy que sigue sin presentar la tantas veces prometida proposición de ley destinada a garantizar la enseñanza en castellano en todo el territorio nacional, manda a un tercera fila al acto convocado ayer por las asociaciones cívicas de las cuatro comunidades afectadas y ampara la ambigüedad calculada que su representante en Galicia mantiene sobre el asunto.

Han visto la evaporación gaseosa de personalidades de la izquierda constitucional como Alfonso Guerra o muy especialmente José Bono que, orondos y satisfechos en sus altos pupitres parlamentarios, parecen haberse olvidado por completo de aquellas banderas de igualdad, solidaridad y comunidad nacional que un día enarbolaron.

Han visto incluso la mezcla de atolondramiento e irresponsabilidad con que la Casa Real ha consentido que el Gobierno utilizara la imagen de los Reyes, enviándoles a inaugurar el curso en un colegio de Menorca en el que, al igual que en el resto de los centros de la isla, es imposible estudiar en español y el castellano es anatema hasta en el recreo.

Si ni siquiera el jefe del Estado planta cara en el elocuente plano de la gestualidad a la paulatina metamorfosis de ese Estado en una confederación de ínsulas rinocerontiles en la que basta un apuro en la aritmética parlamentaria para que al País Vasco se le adjudique una licencia de telefonía móvil que requerirá conexiones equivalentes a las que se establecen con el extranjero y por el contrario legitima con su presencia el modelo educativo excluyente y estanco que priva a millones de familias españolas, en casi un tercio del territorio nacional, de un derecho y un tesoro del calibre del castellano, a nadie puede extrañarle que la pauta de conducta de cada Daisy responda al principio de que allí donde fueres, haz lo que vieres.

Berenger se ha quedado completamente solo ante el espejo. Múltiples cabezas de rinocerontes agujerean las paredes y le rodean con sus bramidos. Entonces se pregunta: «¿Pero qué idioma hablo yo? ¿Cuál es mi idioma? ¿Esto es francés? ¿Pero qué es francés? Si uno quiere, a esto puede llamársele francés. Nadie puede discutirlo. Soy el único que lo hablo. ¿Qué digo? ¿Acaso me comprendo? ¿Y si, como dijo Daisy, son ellos quienes tienen razón?».

Pero Berenger no capitula. Aunque por su desidia y desatención el PP esté a punto de perderle como militante, no creo que tampoco este Carmelo González, que nació el mismo día, del mismo mes y el mismo año que el presidente Zapatero y con el que la sociedad española ha contraído una deuda de reconocimiento por su enorme coraje cívico, capitule nunca. Fundamentalmente porque, al margen de cómo termine su litigio familiar, siempre podrá decirles a sus hijos que él luchó por sus derechos.

Y claro que los catalanes, baleares, vascos, valencianos o gallegos seguirán empleando en las calles sus dos lenguas propias con la naturalidad de siempre por mucho que los rinocerontes se empeñen en imponer una sola en los hemiciclos, pasarelas y despachos. Nadie dice que el español esté en peligro de extinción. De lo que se trata es de si seremos capaces de sentar las bases legales para que cuando miles de personas de la generación de los hijos de Carmelo González presenten demandas multimillonarias por daños y perjuicios contra los gobiernos autonómicos que les privaron de la posibilidad de dominar con maestría un instrumento tan valioso al que tenían derecho, los tribunales les concedan la razón y los rinocerontes vuelvan a ser relegados a sus madrigueras como los embaucadores hundevidas y los trujimanes quiebrapatrias que son.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.