El libro Les orangers du lac Balaton,de Maurice Duverger, toma su título de una anécdota real. El régimen estalinista húngaro decidió, preocupado por garantizar la autosuficiencia alimentaria del país, rodear el lago Balaton de naranjos. La zona gozaba de un microclima apacible, pero las heladas en invierno eran extremas y la edafología no acompañaba. El ingeniero agrónomo encargado del proyecto así lo hizo saber, pero el partido, encarnación de la voluntad popular, no podía equivocarse. Se plantaron los árboles, que en dos años marchitaron y se secaron. El partido hizo fusilar al ingeniero, por contrarrevolucionario.
Para muchos, la historia es una crítica al despotismo . En mi opinión, nos advierte también sobre las buenas intenciones. Lo peor de un programa no es que no pueda cumplirse, sino que su empeño por aplicarlo tenga efectos perversos, sin conseguir objetivos.
Se ha puesto de moda comparar las medidas que va elaborando Podemos con el programa electoral del PSOE de 1982, destacando coincidencias. Debería realizarse un análisis de riesgos. Los incumplimientos destrozan ilusiones y confianzas, como recordaba Huizinga citando al reaccionario Salazar: “…promesas ruidosas e incoherentes, las demandas imposibles, el batiburrillo de ideas infundadas y planes poco prácticos… el oportunismo…”. Los empecinamientos afectan a nuestro bienestar material. El mayor riesgo del programa socialista en 1982 no fue la promesa de crear 800.000 empleos. Los ciudadanos conocen el trecho que separa a la voluntad política, expresada en deseos, de la posibilidad y conveniencia de las acciones. El riesgo mayor era el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, prometido para salir y que al final se realizó para quedarse.
Los riesgos del programa de Podemos no son tanto las promesas imposibles, abundantes en todos los grupos de neófitos, como aquellos compromisos que provocarán efectos perversos. Y soy de aquellos que piensan que el fracaso del populismo de izquierda sería un desastre, porque provocaría una desafección democrática y un ascenso irrefrenable de la extremaderecha en los excluidos de la modernidad.
El primero de los riesgos es el autoritarismo, teñido de ínfulas redentoras. Nosotros somos diferentes, defendemos la decencia y el empoderamiento de los ciudadanos. En realidad, y como decía Elio di Rupo, “cuando desaparece como referencia la clase social aparece la clientela”. La corrupción es un problema de valores, de medios para la Administración Tributaria, y también de mérito y capacidad a la hora de elegir los administradores públicos. Lo que no casa del todo con el rechazo en bloque de los que fueron o son, y la promoción de nuevos responsables con criterios asamblearios. ¿Quiénes van a ser ministros y parlamentarios, los más capaces o la vanguardia política? Porque si los criterios de selección se priorizan en torno a la confianza, volverá a aflorar la corrupción. Y si el programa es fruto de la deliberación de la aristocracia de los mejores, entonces nos encontraremos con propuestas contradictorias, porque es necesaria una mínima coincidencia de pensamiento.
Y esa coincidencia no la proporciona un eslogan, por afortunado que sea. La apelación simultánea a la derecha y a la izquierda es útil electoralmente, pero recuerda levemente a los puntos fundamentales de la Falange. El concepto de casta utilizado recuerda más a los exordios de Mario Conde que a las tesis de Cornelius Castoriadis. Y recubrir de jerga sociológica que el PSOE no es de izquierda nos retrocede a cuando Stalin definía la socialdemocracia y el fascismo eran “los dos óvulos de la burguesía”.
En cuanto al empoderamiento de los ciudadanos, convendría reflexionar que poco tiene que ver con el rechazo a presentarse en las elecciones municipales, el escalón del poder más cercano al pueblo. Tal vez se ha pretendido conjurar un escenario de múltiples puntos de sectarismo, en los que la aplicación de las dos orillas acabe confirmando al PP en el poder.
El proceso de elecciones internas, otro test de empoderamiento, recuerda aquel aserto de Jose María Maravall: “En vez de facilitar dentro del partido el control sobre la dirección, los dirigentes intentarán transformar el partido en un instrumento para estrategias de manipulación”. Cuando el PSOE tuvo que decidir entre mantener un nominalismo marxista o la socialdemocracia, Felipe González intervino a favor de sus tesis y éstas se votaron naturalmente enmienda por enmienda. Derrotado, dimitió y después reconquistó la mayoría. Ahora se han votado todas las enmiendas en un único saco, y previa advertencia del líder de que si no salían sus criterios no aceptaría encabezar el proyecto, lo que en la práctica convertía la votación en un plebiscito.
El prometido nuevo proceso constituyente parece que comienza con la deconstrucción del Estado español. ¿Empoderar a los ciudadanos es darles una capacidad abstracta de decisión o facilitarles información plural y compleja que el poder les suele escamotear? La decisión sobre la capacidad de secesión no puede plantearse como en Rusia en 1917, “la cárcel de los pueblos” para Lenin. La secesión de un territorio, ¿qué supone sobre los intercambios comerciales? En otros casos, como en la antigua Checoeslovaquia, la partición del país supuso una disminución del 20%. ¿Qué va a pasar con la red eléctrica? ¿Cuánto vamos a perder de PIB unos y otros? ¿Qué flujos migratorios provocamos? ¿Deberemos pagar las pensiones de aquellos jubilados que trabajaron en una parte del país y con su retiro volvieron a su tierra, o respetar las normas internacionales y que cada pensión se pague por la Administración del territorio donde se ha trabajado? Decidir sobre estas cuestiones conociendo todas las implicaciones es empoderar a los ciudadanos. Plantear un referéndum en código binario empodera tanto como contestar un catecismo.
En política internacional, a la promesa de no pagar la deuda la ha sucedido una “auditoría”, que parece indicar un impago selectivo de lo que no nos gusta. Al enfrentamiento con las instituciones europeas ha sucedido una referencia a que estas apliquen la política que nos beneficia en detrimento de otros países, con un cierto desconocimiento de cómo funcionan los organismos internacionales.
Y desde luego, el riesgo de plantear un partido alternativo a todos los demás, que nos parecen representaciones similares del mal. Pero además en España, no como en Grecia o Italia, la derecha y la izquierda hunden sus raíces no en una camaradería común en una guerra contra el fascismo o el comunismo, sino en representar simbólicamente los dos bandos de la Guerra Civil. Y Podemos tampoco es ahora un partido socialdemócrata. La socialdemocracia supone la traslación a la política de la ambivalencia sindical: el sistema va a funcionar bien, pero la gente va a vivir mejor. Ha construido las sociedades más prósperas, libres e igualitarias de toda la historia de la humanidad. En su lado oscuro, es muy ineficiente lidiando las crisis económicas, el simbolismo identitario nacionalista o los conflictos bélicos. Y arranca de la clase obrera, concepto cada vez menos representativo tanto en economía como en sociología. La actual primera ministra socialdemócrata danesa gobierna en coalición, y su partido tiene la mitad de los votos que obtenía hace 35 años Anker Jorgensen. La capacidad socialdemócrata de negociación no es precisamente lo que distingue a los dirigentes del nuevo partido, que aspiran a tomar el cielo por asalto. Pero intentar disolver la socialdemocracia, como el PCI en Italia, suele acabar con una formación todavía más moderada, que extrae sus dirigentes del liberalismo de izquierda (Amato, Prodi, Renzi…). Para ese viaje no hacían falta alforjas. Tal vez sería más interesante sumar en vez de travestirse.
Por lo demás, no son éstos problemas irresolubles. Tener buenas relaciones con Chávez, las tenían también dirigentes de los Gobiernos de Rodríguez Zapatero. También Felipe González se ufanaba de dirigir un gabinete de “jóvenes nacionalistas”. Todo puede y debe corregirse, salvo el autoritarismo, la destrucción del país, o el postergamiento de España en la Unión Europea. Esperemos que la intuición de la que han hecho gala hasta ahora los dirigentes de Podemos les convenza de no prometer plantar naranjos en el lago Balaton.
Octavio Granado fue secretario de Estado de la Seguridad Social entre 2004 y 2011.