Los náufragos de la revolución

Una venezolana aguarda frente a una oficina de migración de Colombia el 20 de agosto de 2018. Credit Luis Robayo/Agence France-Presse — Getty Images
Una venezolana aguarda frente a una oficina de migración de Colombia el 20 de agosto de 2018. Credit Luis Robayo/Agence France-Presse — Getty Images

Las imágenes se multiplican con aterradora velocidad. Cada día hay un reportaje nuevo, con distintos y difíciles testimonios. La tragedia ha dejado de ser solo venezolana. A cada momento, con cada paso, sus límites se extienden. ¿Cuántos kilómetros hay que caminar para llegar desde Venezuela a Colombia, a Ecuador o a Perú? ¿Cuánta desesperación hay que tener para emprender un viaje de ese tipo?

Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), el actual éxodo venezolano es uno de los movimientos masivos de población más grandes en la historia de América Latina. ¿A dónde fue el famoso Plan de La Patria, ideado por Hugo Chávez, que anunciaba que en 2019 Venezuela debía ser una gran potencia económica? Lo que antes parecía un sueño pintoresco del país más rico de la región ahora parece una epidemia amenazante.

Durante muchos años, la llamada Revolución bolivariana hizo diplomacia con la billetera. Repartió dinero y negocios sucios por la región. Ahora los hijos de Bolívar no exportan dólares sino miseria. Ambos fenómenos, la corrupción y el éxodo masivo, están relacionados y no se pueden analizar de manera aislada. Son flujos distintos pero forman parte de un mismo viaje.

Las recientes decisiones de los gobiernos de Ecuador y Perú, intentando regularizar el tránsito de venezolanos por sus fronteras, así como los brotes de xenofobia que ocurrieron en Pacaraima en Brasil, encienden focos de preocupación pero también confirman que la región comienza a vivir las consecuencias de una crisis para la que no estaba preparada.

Se trata de un avasallante flujo migratorio que introduce nuevas variables de todo tipo, desde económicas hasta sanitarias y culturales, y produce cambios fundamentales en la ya frágil y compleja realidad latinoamericana. Basta un dato como ejemplo: el porcentaje de venezolanos que asisten a los centros médicos del estado fronterizo de Roraima, en Brasil, ha aumentado de 700 en 2014 a 50.000 en 2017. En los primeros tres meses de este año, ya se había atendido a 45.000. El problema ha alcanzado tal dimensión que ya no se trata solo de un asunto de solidaridad sino de capacidad. Los países vecinos han apoyado de manera generosa a los inmigrantes, pero cada vez tendrán menos posibilidades de ayudar sin ponerse ellos mismos en riesgo, sin terminar, de algún modo, afectados por la crisis.

Contextos de este tipo son fértiles para el surgimiento de la intolerancia y de la xenofobia. Ya se sabe: no es fácil ser inmigrante, menos aun para los venezolanos, quienes en general no habíamos tenido nunca esa experiencia. Nuestra idiosincrasia, más bien, acostumbró a nuestros vecinos a vernos como un país lleno de riquezas y oportunidades, dispuesto siempre a recibir a extranjeros. Estamos aprendiendo, de manera vertiginosa y abrupta, a ser otros. Y con frecuencia nos equivocamos. Todavía no hemos digerido bien que venimos de una fantasía que se ha hecho pedazos. Hay que ponderar también que no es fácil recibir un desembarco multitudinario de extranjeros de forma repentina. Se calcula que en la primera semana de agosto entraron diariamente a Ecuador más de 4000 venezolanos. Es una suma inmanejable. Una nueva emergencia para cualquier gobierno de la región.

Pero los náufragos de la Revolución bolivariana no están a la deriva por decisión propia. Fueron expulsados. Arrojados al mapa continental por un gobierno inescrupuloso que prefiere trasladar la crisis a sus vecinos antes que asumir sus responsabilidades. Los inmigrantes son víctimas no solo de una política equivocada, sino también de una élite que se ha enriquecido a costa de empobrecer al país, una élite corrupta que blanquea el dinero de la nación en diferentes lugares del mundo.

El gobierno venezolano ha rechazado cualquier intento de apoyo o de presión de la comunidad internacional. Su arrogancia y su crueldad han sido criminales. Basta recordar que, apenas hace un año, la hoy vicepresidenta Delcy Rodríguez aseguraba que “en Venezuela no hay hambre, en Venezuela hay voluntad. Aquí no hay crisis humanitaria, aquí hay amor”. Y también, un año antes, en la asamblea de la Organización de los Estados Americanos (OEA), ella misma aseguró, “con total responsabilidad”, que en el país no había “crisis humanitaria”.

El chavismo ha pasado años negando tercamente la realidad. Incluso la ha frivolizado. En medio de estadísticas salvajes de desnutrición y muerte, Nicolás Maduro se atrevió a bromear : “La dieta de Maduro te pone duro sin necesidad de viagra” dijo, jocosamente, en un acto público en 2016. Vistas desde hoy, todas esas declaraciones resultan todavía más groseras y brutales. Nada ha cambiado. Maduro hoy se burla de quienes salen a trabajar en el exterior limpiando pocetas (inodoros). Es un discurso que se enuncia desde la riqueza, desde aquel que considera que servir a otros es humillante. Así como banalizó el hambre, así también ahora trivializa la migración.

La comunidad internacional tiene que establecer una relación más directa entre la migración y la corrupción. Así como los países necesitan regular la entrada de extranjeros y proponen requisitos y exigen papeles, de la misma manera deberían comportarse frente a los capitales. Las naciones le piden más documentos a los refugiados que a los dólares. Son más estrictos con las víctimas que con sus verdugos.

Aunque ya se han dado pasos, tal vez sea necesario realizar un organizada y definitiva búsqueda de todo el dinero saqueado a Venezuela durante estos años. Esta semana, ante un tribunal de Miami, el banquero Matthias Krull aceptó haber lavado 1200 millones de dólares para compañías dirigidas por el Estado venezolano. Esa solo es la pequeña punta de un inmenso iceberg.

La ONU ha advertido esta semana que se trata de la mayor crisis del hemisferio y que corre el riesgo de salirse de control. Promover la solidaridad y la tolerancia y desactivar la xenofobia son tareas urgentes. Pero también es necesario seguir presionando al gobierno en Venezuela y actuar de maneras más decisivas en contra de la migración de capitales, en contra de quienes, en buena medida, desde la gestión pública y desde la empresa privada, son también culpables del naufragio.

Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es Patria o muerte.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *