Los nervios de la capital

Hace años, Iñaki Gabilondo, a la sazón director del programa más oído de la radio española, entrevistaba al entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall. El veterano periodista preguntó: "¿Qué opina usted del gratis total de Solchaga?". Se refería a un viaje girado por el entonces ministro de Economía y su esposa a Mallorca en un barco de la compañía Trasmediterránea en el que la naviera no estimó conveniente presentar factura al ilustre viajero. El no menos veterano político contestó por elevación, en vena didáctica y levemente reprobatoria: "Estas son las típicas cosas que tanto os gustan en Madrid, que se desorbitan desde Madrid y que interesan muy poco en Catalunya". Pero el radiofonista remachó: "Seguro que tiene usted razón, señor Maragall, pero: ¿que opina usted del viaje gratis total del señor Solchaga?".

En los momentos de más crispación política, Catalunya nos parecía un oasis de serenidad. En una mesa redonda en la que participé, el director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, reprochaba a un colega catalán: "Vosotros tenéis un problema que deberíais abordar cuanto antes. No podéis seguir al margen de lo que está ocurriendo". ¿Tienen un problema los periodistas catalanes o lo tenemos los madrileños? ¿Está la prensa catalana narcotizada o es la madrileña la que está histérica?. La respuesta que aconseja la cortesía a un periodista madrileño que tiene el honor de escribir en un gran periódico catalán sería la equidistancia o el reparto equitativo de estopa. Sin embargo, semejante contradicción supera la tópica y espero que anacrónica controversia de catalanes versus castellanos que amenizaba el tedioso viaje ferroviario entre las dos capitales. El debate no es de caracteres nacionales ni de códigos genéticos; de la contraposición entre el seny catalán y su plus europeo frente al carpetovetonismo. Me confieso escéptico en caracteriologías nacionales que alimentan el tópico y no creo que las diferencias culturales, que tienen cierta base histórica, desemboquen en actitudes demasiado dispares.

El fondo de la cuestión me parece política y mediática, o mejor dicho politicomediática porque son caras de la misma moneda. La prensa mal llamada nacional --hablemos mejor de la que tiene su base en Madrid-- se ha lanzado al monte. Para un lector u oyente catalán, la prensa y la radio de Madrid deben parecerles productos marcianos. Para los madrileños de buena fe y mente abierta el contraste entre las informaciones servidas por unos u otros genera la impresión esquizofrénica de que no se refieren al mismo país. Los lectores de El País y los oyentes de la SER viven en una nación distante de la de los habituados a El Mundo, La Razón y la COPE. Desgraciadamente, las discrepancias no nacen en el legítimo terreno de la opinión sino de los hechos que deberían ser sagrados para el periodista. Las informaciones que proporciona El Mundo sobre el juicio de la masacre del 11-M, la política antiterrorista o las responsabilidades en la corrupción urbanística discrepan radicalmente de las que vende El País. Una vez más se confirma aquel lema cínico para uso de periodistas desaprensivos: "No dejes que la realidad te arruine un buen reportaje". Ni La Vanguardia ni EL PERIÓDICO, discrepantes en sus líneas editoriales, torturan los hechos ni editorializan los titulares hasta ese extremo.

La politización de la prensa es un debate perenne pero observo un cambio que está en la almendra de mi reflexión inicial. Hasta ahora habíamos advertido sobre las acechanzas, presiones, ayudas o amenazas que recibía la prensa procedente de los gobiernos y de los partidos que los sustentan. Este discurso se está quedando obsoleto: hoy no es el poder político el que influye sobre los medios sino que, por el contrario, son estos los que influyen y a veces condicionan a la clase política. El cuarto poder nunca ha existido o no era más que un tigre de papel demasiado vulnerable ante el poder político y el económico. Pero ha nacido una nueva potencia, la mediacracia, que tutela a los gobiernos y a las oposiciones, en la que determinados personajes marcan el paso a los políticos y a las doctrinas políticas.

Sin el visto bueno de Jesús Polanco o Pedro J. Ramírez no van demasiado lejos ni Zapatero ni Rajoy, y un Federico Jiménez Losantos achanta a los dirigentes del PP que no comulgan con sus cruzadas. Las televisiones de ámbito nacional son más plurales pero por mucha que sea su audiencia son feudatarias de la prensa escrita que es la que marca la agenda y se sirven en sus programas de opinión y de debate de los columnistas de los periódicos.

En definitiva, Madrid, un centro hipersensible y superexcitado, exporta al resto de España la virulencia de los dos grandes partidos que en otros pagos no se entiende bien. En Catalunya la situación es más compleja y el juego político más sutil. Aquí no hay bipartidismo sino un pentapartidismo que permite distintas combinaciones. El PSC no es exactamente el PSOE; ICV no es clónicamente Izquierda Unida; el PP es pequeño y los nacionalistas de CiU y los independentistas de ERC ocupan un espacio en el espectro. Y además los catalanes son avezados en una práctica pactista que se remonta a los orígenes del principado.

José García Abad, periodista.