Los niños también mueren

Mi hija Greta tenía dos años cuando murió, o más bien, cuando la mataron. Un pedazo de mampostería cayó desde el octavo piso de un edificio mal mantenido y le pegó en la cabeza mientras estaba sentada con su abuela en una banca en el Upper West Side de Manhattan. Nadie tuvo la culpa: no se cayó por el mal paso de un albañil ni lo soltaron unas manos torpes. La negligencia, unida a una serie de fallas burocráticas, simplemente lo llevó a soltarse, un pedazo de calamidad impersonal que terminó por reacomodar la estructura y el significado de nuestro universo.

La llevaron rápidamente al hospital, donde le practicaron cirugía cerebral urgente, pero nunca recuperó la conciencia. La declararon con muerte cerebral y mi esposa y yo donamos sus órganos. Era nuestra única hija.

Los niños también muerenEl accidente fue suficientemente extraño para salir en las noticias. Recibimos una gran cantidad de solicitudes de entrevista en nuestros correos electrónicos cuando aún estábamos junto a la cama de nuestra hija; unidades móviles de televisión rastrearon todo Manhattan hasta que dieron con nosotros. Cuando salimos del hospital, vi de reojo a mi hija saludándome. Una de sus fotografías, sacada del perfil de Facebook de mi esposa, estaba en la portada de The Daily News.

Durante el siguiente año, nos convertimos en una historia más sobre la naturaleza del destino, lo absurdo y lo desgarrador que es vivir en la gran ciudad. “Ah, ustedes son esa pareja”, dijo un padre muy serio cuando nos presentamos en un grupo de padres en duelo. La atención era al mismo tiempo desconcertante y gratificante. Conocimos parejas cuyos hijos habían muerto en casa, en privado, que contaban tan solo con sus familias, hechas trizas, para ayudarlos a salir adelante.

Hace siete semanas nació nuestro segundo hijo, un niño, el hermano menor de Greta. Se habrían llevado exactamente tres años y medio. Con su nacimiento, me he convertido en el padre de un niño vivo y el padre de un espíritu: un niño de este lado de la cortina y la otra susurrando detrás. La confusión es constante y en mis momentos de fortaleza me entrego a ella. Perdí a una hija y decidí ser padre de nuevo. No puede haber una mejor definición de estupidez o valor, de locura o claridad, de arrogancia o humildad.

Mientras estoy acostado en el suelo hablando y jugando con mi hijo, como hacía con su hermana, anhelo una caricia de ella. Entonces el recuerdo me estremece: nunca íbamos a tener otro hijo. Siempre dijimos que Greta era suficiente, ¿por qué tener otro hijo? Abro los ojos con sorpresa. Él no existiría si su hermana no hubiera muerto. Tengo dos hijos. ¿Dónde está la otra?

Ser padre es de por sí un proceso aterrador. Después de la muerte violenta de un hijo, las predicciones son más turbias. ¿Qué significa mi trauma para este ser humano feliz y sin complicaciones que está a mi cargo? ¿Tendrá algún efecto en las decisiones que tomo por él? ¿Le voy a dar un mundo más reducido y con más miedo del que le di a Greta? ¿Está condenado a vivir bajo la sombra de lo que le pasó a su hermana?

Cuando Greta nació, mi esposa Stacy y yo teníamos el hábito de verificar y asegurarnos de que estuviera respirando. En esa época, nos topamos con alguien como nosotros, una madre con dos hijos, y Stacy hizo una broma nerviosa sobre el tema. La mujer sonrió: “Siempre están respirando”, dijo.

Me imagino que le sucede lo mismo a todos los padres. Te comienzas a acostumbrar a la realidad de la existencia continua de tu hijo. Vislumbras su futuro en tu cabeza. Siempre están respirando, te dices.

La vida es frágil, llena de enfermedades que se aparecen y dejan a toda la familia en urgencias; hay camas para saltar, sillas con las que toparse, químicos y pequeños juguetes con los que debes tener cuidado. Sin embargo, no ves la muerte en cada esquina, solamente ves obstáculos. La parte de ti que solía calcular las probabilidades de que tu hijo siga existiendo ha caído en el silencio.

A los dos años, tu hijo es una persona: tiene opiniones y creencias establecidas, preferencias y tendencias, un grupo de amigos y hasta una comida favorita.

¿Qué sucede cuando ese hijo muere rápidamente por un accidente inesperado, en el preciso momento en que habías dejado de pensar que algo podría llevárselo todo?

Cuando vaya a un parque en unos años, y vea a mi hijo caerse del pasamanos, quizá no entre en pánico. Sin embargo, una parte de mí va a recordar: un corazón puede parar. Cuando escuchas un latido por primera vez en el ultrasonido y dos años después ves cómo los doctores iluminan unas pupilas inconscientes, dejas de pensar que un latido es una constante, y te das cuenta de que se parece más a una condición favorable del clima. Ahora, soy un recordatorio del peor mensaje en la historia de la humanidad. Los niños —los tuyos, los míos— no necesariamente estarán vivos.

Cuando me di cuenta de que Greta no viviría, deseé morir. Podía sentir que mi corazón me miraba con desconcierto y me preguntaba entre latidos: ¿Estás seguro de que quieres que siga haciendo esto?” Sin embargo, me di cuenta de que no podía darle la orden.

Desde que nació mi hijo, me he dado cuenta de que hago planes concretos para suicidarme si él muriera. Escribiría una carta a mis padres o incluso les diría cara a cara: “Voy a reunirme con mis hijos”. Si el mundo se lleva a este, no tengo razón para vivir. Es un pensamiento aterrador porque es demasiado lógico. ¿Cómo podría cualquiera tratar de convencerme de lo contrario? ¿Quién se atrevería?

No creo que nada malo le pase mientras sea un bebé. Tiene sentido: nada malo le pasó a Greta cuando lo era. No me levanto a media noche para revisarlo. Ni siquiera me inmuto cuando se lo paso a otros y los veo tratar de controlar con torpeza su cuello sin fuerza.

Sin embargo, una parte de mi está segura de que morirá cuando cumpla dos años. La evidencia está toda a mi favor: 100 por ciento de mis hijos han enfrentado este destino. Incluso mientras cargo a mi bebé por el mundo —este atiborrado, clamoroso y sucio mundo— contengo el aliento, y no respiraré hasta que mi hijo cumpla exactamente un día más que Greta.

Durante el nacimiento de mi hijo, me recosté en el cuello de mi esposa mientras ella pujaba, igual que hice cuando nació Greta. Cerré los ojos y percibí el olor de los paños de su lecho de muerte. Mi hijo salió pálido, con el cordón umbilical anudado en el cuello, callado por un segundo, que pareció eterno, antes de que un llanto gorgojeante saliera de sus pulmones y mi esposa lo abrazara y rompiera en llanto. “Este es un bebé milagro. Espero que lo entiendan”, dijo nuestra partera. Era la misma mujer que recibió a Greta y se la dio a su madre; Greta soltó una fuga tardía de meconio sobre el vientre de Stacy y gritó, sus pies resbalando sin fuerza en el meconio como si fuera un ave en un derrame petrolero.

Niños, hospitales, sangre: es un torbellino confuso de alegría y agonía. En algún lugar de mi subconsciente, mi hija está sobre una pesa, alguien calcula sus kilos al nacer; al mismo tiempo, está azul y fría y alguien la aleja de mí. Solo soy un espectador: no puedo proteger su cuerpo, no lo puedo salvar.

Mi esposa y yo somos jóvenes todavía. Con el nacimiento de nuestro hijo, nos hemos comprometido con otro ciclo aquí en la tierra. Mi hijo tendrá siempre una hermana muerta; cuando yo tenga 50 años, mi corazón dolerá igual que ahora. Los niños están muertos de modo distinto a los adultos, y en mañanas difíciles, con la luz incorrecta, todo desde aquí parece cenizas.

Por suerte, lo veo así solo desde los márgenes. Un día relajado, un buen trago, la risa de mi esposa, sostener la cabeza de mi hijo sobre mi pecho: estas cosas ayudan a olvidar, así sea por un rato. Miro a mi niño, un hermoso bebé que engorda poco a poco, y este mundo, el que mató sin sentido a mi hija, es bondadoso una vez más.

Le hablo de su hermana, a quien creo que conoció antes de llegar. “Tu papá siempre estará triste de que tu hermana no esté aquí”, le digo. “Pero tú llenas el corazón de papá de alegría y él te ama más que a nada”. También le quiero decir, pero no lo hago: perdóname. Perdóname porque no seré nunca el mismo padre que era. Perdóname porque tienes que vivir conmigo y, hasta cierto punto, con mi duelo.

Pero la vida es buena: Greta la adoraba. Ella creía que cada segundo de su vida era una delicia y que mejoraba cuando la disfrutaba con alguien más. Pienso en su mano tocando mi mejilla y reúno cada gota de valor que me queda: “Es un mundo maravilloso”, le digo a mi hijo, con ganas de creerlo yo mismo. Estamos aquí para compartirlo.

Jayson Greene es un editor sénior de la revista Pitchfork.

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