Los niños, víctimas del antagonismo identitario

Niñas decoran una pancarta con el lema 'Democracia, Independencia' en el colegio Torrent D'en Melis de Barcelona. Claudio Álvarez (EL PAÍS)
Niñas decoran una pancarta con el lema 'Democracia, Independencia' en el colegio Torrent D'en Melis de Barcelona. Claudio Álvarez (EL PAÍS)

Conflictos graves y sostenidos entre católicos y protestantes en Irlanda de Norte. Confrontación entre las comunidades judía y árabe en Israel. Comunidades enfrentadas en el apartheid. Oposición entre quienes están a favor y se oponen al proceso de paz en Colombia. A veces con odiosas guerras y detestable violencia física de por medio, en ocasiones sólo con la violencia del antagonismo, rechazo y menosprecio al que tiene otro origen, creencias diferentes o piensa de otra manera. La investigación psicológica ha documentado ampliamente las consecuencias que sobre niños, niñas y adolescentes tienen estas situaciones de antagonismo identitario cuando se enquista, se radicaliza y se traduce en enfrentamiento de unos contra otros.

La situación en Cataluña está dando lugar no sólo a una confrontación entre algunos sectores de la sociedad catalana y algunos sectores del resto de la sociedad española. La confrontación se ha producido también, y muy gravemente, en el interior de la sociedad catalana. Los medios de comunicación han dejado algún reflejo de en qué medida esa confrontación se ha trasladado en ocasiones al interior de las aulas, contribuyendo activamente a generar división, desconcierto y dolor entre quienes por su edad y mayor vulnerabilidad pueden considerarse víctimas del antagonismo identitario que opone a unos contra otros.

Definimos nuestra identidad por inclusión en el grupo del que nos sentimos parte y por contraposición con el grupo al que sentimos no pertenecer. Cuanto más inclusiva y menos excluyente la identidad resulta más confortable, más abierta al respeto mutuo, a la tolerancia y a la convivencia armoniosa, más inclinada a la solidaridad y la cooperación. Por el contrario, las identidades definidas por la exclusión, el rechazo y el menosprecio al otro (por el color de su piel, por su lugar de origen, por la profesión de sus padres, por la lengua que habla, por sus creencias) abren el camino de la hostilidad y la confrontación.

Una vez que el otro es identificado como enemigo, como inferior, como culpable o como despreciable, la violencia entre iguales empieza a encontrar justificación. Típicamente, violencia del grupo mayoritario sobre el minoritario. Da casi igual que sea violencia física o solo verbal, porque el menosprecio o el aislamiento pueden dolerle al niño o niña que lo recibe tanto o más que una patada. Es con frecuencia una violencia ejercida en grupo (por el grupo que pertenece a la mayoría) sobre víctimas del grupo minoritario preferentemente aisladas e individuales. Y si el ejercicio de la violencia en grupo diluye el sentimiento de responsabilidad personal en quienes agreden (fue Fuenteovejuna, señor), la víctima se siente agredida no sólo por el grupo, sino por cada uno de sus integrantes, multiplicándose así su dolor.

Las consecuencias negativas sobre la salud mental de todos los implicados resultan evidentes. En quienes señalan, vituperan o agreden porque construyen su penoso bienestar sobre el menosprecio al otro basado no en sus méritos o capacidades, sino en su pertenencia al grupo despreciable. Pero la peor parte se la llevan los señalados, vituperados o agredidos. Profundos sentimientos de desconcierto, de aislamiento, de miedo e inseguridad. Si las agresiones han sido más graves o quien las recibe tiene mayor fragilidad y vulnerabilidad, trastorno de estrés postraumático que costará mucho reparar.

Los conflictos identitarios que implican un gran antagonismo y producen fractura social tienen evidentes implicaciones jurídicas, políticas y sociales. Pero generan además unas víctimas tan poco visibles como indefensas. Quienes desde uno u otro frente (el católico o el protestante, el judío o el árabe, el catalanista o el españolista) en la política, la vida familiar o la educación alimentan la confrontación y la fractura social deben ser conscientes del reguero de sufrimiento que ocasionan entre quienes sólo son víctimas de los desvaríos identitarios adultos. Ningún niño, ninguna niña, ningún adolescente merecen una herencia tan envenenada.

Jesús Palacios es catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Sevilla.

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