Los nombres de la guerra

Es de suponer que al guerrero lacedemonio que, escudado en el hoplon y con su larga lanza en ristre, avanzaba impertérrito contra la falange ateniense no le preocupara demasiado la denominación de la batalla que estaba a punto de librar. Menos aún el de la guerra, cuyo nombre quedaría mucho más tarde englobado bajo el genérico de Guerras del Peloponeso con el que la posteridad ha querido denominar esos enfrentamientos que marcaron la indefectible decadencia de la Hélade clásica. Y, lógicamente, el caballero francés (la Flor de la Caballería) que se aprestaba a un enésimo combate contra sus homólogos británicos en el siglo XIV se quedaría asombrado de que alguien le comentara que estaba librando la Guerra de los Cien Años. Porque hubo de pasar en realidad más de una centuria y varias campañas consecutivas para que todos esos enfrentamientos terminaran siendo agrupados por los historiadores como un único conflicto que se extendió a caballo de dos siglos.

Cien años se cumplen en este 2014 que está a punto de comenzar de otro acontecimiento bélico de nombre incierto, que sus contemporáneos empezaron llamando sin más «la Guerra» (todas las guerras son «la Guerra» para quienes la viven, quienes la sufren y quienes terminan muriendo en ellas) y que al finalizar, anonadados por sus terribles consecuencias, algunos, atendiendo a su dimensión, rebautizarían como «la Gran Guerra» y otros, más atentos a su extensión, llamarán «la Guerra Mundial» . Pero sólo tuvieron que pasar unos años para que, vueltos a las armas los antiguos contendientes, hubiera que acomodar de nuevo el nombre a las circunstancias del momento. Y si había segunda parte, la anterior era la primera y así pasó a ser «Primera Guerra Mundial». ¿Y por qué no «Primera Gran Guerra»?, ya que, en puridad, hubo antes una guerra mundial, la librada a mediados del siglo XVIII entre Federico II de Prusia (Federico el Grande) y sus aliados contra María Teresa de Austria y los suyos. En total, a lo largo de los siete años de combates que sirvieron para denominar este conflicto con el poco original nombre de « Guerra de los Siete Años», tomaron parte en la misma dieciséis países y, aunque la contienda se centró fundamentalmente en Europa y América, también hizo sentir sus consecuencias en Asia (la India y Filipinas) y en África (Senegal, principal centro abastecedor de esclavos, pasó de manos francesas a inglesas).

A veces, una misma contienda recibe un nombre diferente en la historia de cada uno de sus participantes. La que en España llamamos «Guerra del Asiento » ha pasado a la historiografía británica con el curioso nombre de «Guerra de la Oreja de Jenkins». O la «Guerra de España», como denominan en Francia a la invasión de la Península por las tropas napoleónicas y los seis años de combates que costaron su desalojo, es conocida en el Reino Unido como «Guerra Peninsular». En la propia España se le llamó «Guerra del francés» y también «La Francesada» , para, bastante después, pasar a ser «Guerra de la Independencia», terminología que algunos aún se resisten a utilizar con evidente motivación política.

El paso del tiempo, el distanciamiento geográfico o el cambio de perspectiva pueden afectar a la terminología escogida tanto para denominar un conflicto como para una simple batalla. La de « Los Arapiles » o la de « Elviña » , por citar tan sólo dos ejemplos propios durante la « Guerra contra Napoleón » (otra forma de llamarla), son más conocidas en el exterior como «Batalla de Salamanca» y «Batalla de La Coruña», respectivamente. Y si se prefiere un ejemplo más internacional de la misma época, podemos referirnos a la «Batalla de Borodino», a las puertas de la capital rusa, que los franceses registran como «Batalla del Moscova». Más emblemática aún, la « Batalla de Waterloo » que puso definitivo fin al imperio de Napoleón, fue inicialmente conocida como «Batalla del Monte San Juan».

Pero volvamos a la guerra que marcó el inicio del siglo pasado y cuyo centenario se cumple el año que ahora se inicia. A día de hoy, no es posible seguir viéndola con la perspectiva de sus contemporáneos, que ignoraban los acontecimientos que habrían de sucederse de forma concatenada a lo largo de los siguientes decenios. Versalles no fue Viena.

En la segunda capital se enterró para siempre causa y consecuencias de las guerras napoleónicas, asegurando a Europa cincuenta años de paz. Sin embargo, en la ciudad francesa, donde se pretendió un nuevo orden mundial y una paz duradera, solo se certificó un alto el fuego relativo. Acomodar Europa a las nuevas fronteras nacidas del desmembramiento de todos sus imperios continentales supuso casi medio centenar de guerras, la exacerbación de los nacionalismos y un espíritu de revanchismo que desembocaron en una contienda aun más terrible veinticinco años más tarde, tras un doloroso ensayo previo en tierras españolas.

Y ni Yalta, y menos aún Potsdam, certificaron paz alguna: En el mismo año de 1945, en que se ponía fin a los combates de la segunda parte de la contienda iniciada en 1914, comenzó una nueva fase de la guerra, con el enfrentamiento entre las dos superpotencias que habían emergido del derrumbe de las que fueran potencias europeas. El bloqueo de Berlín fue el principio de un combate imposible entre dos ejércitos dotados de armas nucleares capaces de destruir el planeta. Una guerra que hubo de librarse por medio de terceros (Corea, Oriente Medio, Vietnam…) ante la evidencia de que un enfrentamiento directo llevaría a la destrucción mutua. Esta tercera fase de la guerra, a la que se ha bautizado como «Guerra Fría», se combatió tanto con arsenales nunca usados, pero sí utilizados como elementos disuasorios, como con armas económicas, presión social y muertos ajenos… hasta que la caída del Muro de Berlín, más que ningún tratado de paz, acuerdo o conferencia internacional, certificó que la guerra iniciada en 1914 había por fin terminado. No fue el fin de la historia como en vano profetizaba Francis Fukuyama. Ni siquiera el fin de las guerras, como evidenciamos cada día. Pero sí fue el fin de la que con propiedad podemos llamar la «Larga Guerra del siglo XX».

Armando Fernández-Xesta, periodista.

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