Los nombres ilustres

La decisión del Consejo de Ministros de bautizar Josep Tarradellas el aeropuerto de Barcelona nos recuerda la importancia que han adquirido los nombres de esas infraestructuras. Las figuras elegidas: políticos como Tarradellas, Suárez, Kennedy o Ben Gurion, artistas como Leonardo da Vinci o Mozart, encarnan los valores que la sociedad más aprecia. Nada tiene pues de extraño que en 2010, algunos diputados chilenos propusieran llamar Pablo Neruda al aeropuerto de su capital. Pero no lo han conseguido: nueve años después, se sigue discutiendo. Y el motivo se encuentra en unas líneas de Confieso que he vivido, las memorias del poeta.

En 1929, Neruda era cónsul de Chile en Ceilán. Vivía, recuerda, en una casa que a modo de retrete tenía un simple cubo. Este desaparecía cada mañana, sucio, y volvía, limpio, a su lugar. ¿Cómo?... Un día se aclaró el misterio: “Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias...”. El joven chileno la observa fascinado. Hasta que… “Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.

Breve pasaje, de apenas una página entre las cuatrocientas de la autobiografía. Suficiente, sin embargo, para que algunas feministas se hayan opuesto a que se dé el nombre de Neruda al aeropuerto de Santiago (proponen, como alternativa, el de Gabriela Mistral, también premio Nobel). Con éxito hasta ahora, pero ¿con razón?... La pregunta va mucho más allá de este ejemplo concreto: cada vez más hombres ilustres están siendo acusados de delitos similares.

La respuesta más habitual es la que ha expresado Carlos Franz, novelista chileno, pidiendo no “condenar la obra artística por los delitos personales del autor”. Pero un momento, un momento. ¿Condenar la obra artística? ¿Qué obra ha sido condenada? Los libros de Neruda circulan como siempre, sin que nadie, que yo sepa, exija su prohibición. Entonces, ¿qué se está pidiendo? ¿No condenar la obra… o no condenar a su autor? Y, en tal caso, ¿en nombre de qué deberíamos absolverle de un delito tan grave? Quizá la verdadera pregunta es la que formula Claire Dederer, escritora estadounidense que inquiere si “el genio (Woody Allen, Roman Polanski…) merece una dispensa especial, un permiso para comportarse mal”.

El genio. Con la Iglesia hemos topado. Los “genios” se han vuelto tan intocables como antaño los santos… porque son la nueva versión del santoral. “Genios” o “grandes hombres” se han convertido en objeto de culto. Parecen haber recibido un don divino, un poder sobrenatural, inexplicable, que les faculta para crear, solos, sin la ayuda de nadie, obras grandiosas. El arte, para empezar: “No existe eso que llaman arte; solo hay artistas”, declaró el más influyente historiador contemporáneo en la materia, Ernst Gombrich, y de ese campo, el concepto de “genio” fue pasando a otros, como la política (Napoleón) o la ciencia (Einstein)…

Interesante... Esa frase de Gombrich, ¿no nos recuerda algo? “There is no such thing as art…”. Palabras idénticas a las de Margaret Thatcher: “There is no such thing as society…”: “no existe eso que llaman sociedad; solo hay individuos”. Es el dogma del neoliberalismo: una visión de la sociedad, el arte, la historia… como una suma de iniciativas de individuos, que actúan libremente, sin otras bazas que su “mérito y capacidad” (según la frase hecha), en una especie de vacío donde todo es posible y todos juegan con las mismas fichas. Una visión obviamente parcial, pues no toma en cuenta los privilegios y desigualdades; pero inmensamente popular, por lo atractiva y sentimental, por lo fácil de entender, por lo consoladora (“tú puedes”)… y porque es la que difunde incansablemente la cultura dominante, vía libros de texto, exposiciones, biopics… Una visión de la historia monumental y acrítica, en la que los “genios” son la pieza clave. No cabe preguntarse por qué son (casi) siempre varones, blancos, occidentales y de clase media o alta; solo cabe adorarlos.

¿Por qué “los hombres poderosos disfrutan a menudo, en casos de abuso sexual, violencia de género, feminicidio…, de una simpatía desproporcionada”, mientras que sus víctimas apenas suscitan compasión?, se preguntaba la filósofa estadounidense Kate Manne a propósito del juez Brett Kavanaugh, nombrado para el Tribunal Supremo a pesar de haber sido acusado de violación; e inventaba para ello un neologismo: himpathy, combinación de sympathy y de him (él). La respuesta, sin duda, está nuevamente en la cultura. Pues la dominación de unos grupos sobre otros no se mantiene solo mediante mecanismos coercitivos, sino a través de películas, revistas, anuncios… que embellecen ese estado de cosas, al presentarnos a los dominantes como seres atractivos (genios, héroes, protagonistas), merecedores del poder que tienen, y a las y los dominados como personas insignificantes o simplemente invisibles.

Películas, revistas, anuncios… y nombres de aeropuerto. El ciudadano Ricardo Reyes, más conocido como Pablo Neruda, cometió un delito que condenan todas las legislaciones del mundo. Él sin embargo no fue condenado, ni siquiera enjuiciado. ¿Por qué? Obviamente, porque era varón, blanco, occidental, de clase media, y su víctima una mujer pobre, tamil y paria. Porque él ha conquistado nuestra simpatía mediante sus poemas, su autobiografía, su protagonismo social, preparado y hecho posible por el que tienen a priori los grupos privilegiados. Ella es más difícil que suscite nuestra solidaridad, porque no conocemos su versión, no la escuchamos, no la miramos a los ojos. Por eso, increíblemente, al debatir este caso, uno y otro bando hablan solo de Neruda: ¿mala persona, buen poeta?..., sin que nadie se haga preguntas sobre ella: ¿perdió, con la violación, su virginidad, y con ella las posibilidades de casarse? ¿Quedó embarazada? ¿Dedicó el resto de su vida a cuidar y alimentar a un hijo que no había querido tener? ¿Intentó abortar? ¿Murió desangrada?... ¿Nos importa?… A la impunidad judicial que disfrutó el que quizá le destrozó la vida, algunos nos piden ahora que añadamos la impunidad social; es más: que aplaudamos y ensalcemos a un violador confeso, dando su nombre a un aeropuerto. ¿No es una manera de decirnos que hay personas dignas de consideración y otras que no cuentan, unas importantes y otras desechables?... Estoy segura de que no querrán transmitir ese mensaje quienes sea que tienen que decidir el nombre del aeropuerto de Santiago.

Laura Freixas es escritora.

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