Los noventa años de Isabel II

Corría el año 1926 y la circular de la Corte daba a conocer el nacimiento, en la mañana del 21 de abril, de una hija de la duquesa de York, así como las actividades de los Reyes, Jorge V y Mary, figurando entre ellas que los monarcas habían recibido la visita en el castillo de Windsor de unas egregias damas que luego habían permanecido para almorzar con ellos: la Princesa Heredera de Suecia, la Princesa Alicia (esposa del Príncipe Andrés de Grecia) y la madre de ambas, la marquesa viuda de Milford Haven. Las tres pertenecían a la rama Battenberg, ya denominada Mountbatten, desde la britanización de todos los nombres germánicos de la Familia Real en 1917. Curiosamente, la segunda de ellas era la madre del Príncipe Felipe de Grecia, hoy duque de Edimburgo, que años más tarde sería el marido de la criatura que acababa de venir al mundo.

Más adelante, se informaba que el Rey y la Reina se habían desplazado a Londres, hasta la residencia de los otros abuelos de la recién nacida, en el 13 de Bruton Street, a fin de visitar al duque –el Príncipe Alberto, hijo segundo de los soberanos– y a la duquesa de York (nacida Elizabeth Bowes-Lyon, hija de los condes de Strathmore y Kinghorne). El alumbramiento de la nueva princesa se había anunciado como un parto difícil, por lo que sus padres se habían trasladado previamente a la capital, desde su residencia en el campo. Fue bautizada el 29 de mayo en el Palacio de Buckingham como Elizabeth, Alexandra y Mary, los nombres de su madre, su bisabuela y su abuela, respectivamente.

Nada permitía presagiar, considerando la composición de la Familia Real del momento, que la recién llegada al mundo acabaría convirtiéndose en Reina, al suceder a su padre, Jorge VI, en el Trono en 1952 y ser ceremoniosamente coronada en la abadía de Westminster en 1953, con toda la pompa religiosa y estatal, en feliz armonía y digna correspondencia de liturgia y misticismo, que la consagración pública de un monarca exige en Gran Bretaña.

Cuando nació, sus abuelos reinaban pero todavía ejercerían su crucial misión hasta el comienzo de 1936 y el hermano mayor de su padre era el célebre y admirado Príncipe de Gales, que algún día se casaría y tendría descendencia, según todos los pronósticos. No obstante, se produjo una situación inesperada cuando éste, siendo ya Eduardo VIII, aunque nunca coronado, más tarde Duque de Windsor, a partir de su abdicación a finales del mismo año, para poder casarse con una americana dos veces divorciada, dejó el camino expedito. Así, contando diez años de edad, con sus padres rigiendo involuntaria e inesperadamente los destinos del dilatado Imperio Británico, se pudo pensar, con poco margen de error, que aquella embelesadora niña de cabellos rubios y ojos azules, un día subiría al Trono.

Con el tiempo, se iría transformando en una jovencita seria y juiciosa, aficionada al estudio, los caballos y los perros, siendo cada vez más consciente de las responsabilidades de su prodigioso destino, que la convertiría en un miembro más de la larga y solemne procesión histórica que desde Egberto (802-839) ha gobernado en las islas. Tataranieta de la legendaria Reina Victoria (1837-1901), fue formada, en medio del cariño familiar, para desempeñar coherentemente su papel y realizar su trabajo de manera satisfactoria. Después, convertida en una princesa sosegada y poco mundana, de conducta cuidadosamente autocontrolada pero sin afectación, que maduró en medio de las obligaciones y dificultades que entrañaba la Segunda Guerra Mundial y que, concluida ésta, cada vez aliviaba más el trabajo de su padre, el Rey, contribuyendo a sustituirle en numerosas ocasiones, dio a conocer su positiva personalidad en el mundo y, pasados los años, la popularizó de modo extraordinariamente notable.

Casada en 1947 y madre de dos hijos, supo que era reina al fallecer Jorge VI, con 56 años, y ella estar a punto de cumplir 26. Se encontraba en una gira alrededor del mundo, junto con su marido, en un pabellón de caza en Kenia, descansando en medio de dos compromisos oficiales, cuando le comunicaron la luctuosa noticia. Al día siguiente aterrizaba en Londres, dispuesta con toda autoridad, a partir de entonces y hasta hoy, a asumir la pesada carga del trono en un imperio planetario que reducía cada vez más su extensión territorial, en virtud de los procesos descolonizadores sucesivos.

Tuvo dos hijos más posteriormente y ha vivido todo género de vicisitudes estatales, familiares y remotas. A lo largo de los más de sesenta y cuatro años que se mantiene sobre el Trono de San Eduardo se han producido circunstancias especiales: el gran número de estados independientes que se han ido desgajando del universo imperial británico, el amplísimo conjunto de visitas oficiales que ha protagonizado a numerosos países y las grandes conmemoraciones de las distintas fases del reinado, tanto gozosas como ominosas. Su efigie ha sido fotografiada, pintada, grabada o esculpida infinitas veces a lo largo de su dilatada vida y mostrada en billetes de banco, monedas, medallas conmemorativas o sellos. Deslumbrante, según las ocasiones, con sus fabulosas joyas pero nunca llamativa, con una elegancia a la inglesa con variados colores que no llegan a la estridencia, acostumbrada a la sutil expresión de sus emociones, resulta más simpática, humorística y benevolente de lo que las gentes creen.

Su permanente y dignísima representación de la Corona, su probidad personal, su entrega al deber, su espíritu disciplinado y su sentido del honor han cimentado su renombre universal, que siempre ha rayado a gran altura, y le ha ganado un inconmensurable respeto en su país y entre las demás naciones, alzándose como símbolo supremo del Reino Unido.

Juan J. Luna es conservador y Jefe de Departamento del Museo del Prado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *