Los nuestros

Hace algo más de un mes me acerqué al Arts Santa Mònica a ver la exposición que recordaba a Jaime Gil de Biedma a los veinticinco años de su muerte. Algunos poemas suyos en las paredes, unas cuantas grabaciones con su voz y para de contar: bien poca cosa, tratándose del poeta en lengua castellana más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Por otro lado, aún puede visitarse en el vestíbulo de la Biblioteca de Catalunya la exposición dedicada al poeta y editor Carlos Barral, que murió sólo un mes antes que su buen amigo Gil de Biedma. Unas cuantas primeras ediciones, un puñado de dedicatorias curiosas y algún documento suelto sobre su trayectoria política. Una iniciativa bienintencionada pero insuficiente para un intelectual de su talla: con material que tengo en mi biblioteca podría yo improvisar una exposición parecida en el portal de mi casa. No hace falta recordar que Gil de Biedma y Barral eran dos barceloneses que escribían en castellano. Barceloneses: es decir, catalanes. Pero de la Catalunya oficial no cabe esperar mucha pasión por celebrar su legado. Al lado de otras conmemoraciones de escritores no menos relevantes que escribieron en catalán, la modestia de ambas muestras ni siquiera admite comparaciones. Esa modestia tiene algo de expediente cubierto y excusatio non petita: que luego no se nos pueda acusar de no haber hecho nada...

Los nuestrosOtra gran escritora barcelonesa a la que supongo que esa misma Catalunya oficial regateará todo reconocimiento es la añorada Ana María Matute, que murió el año pasado. En abril del 2011 viajó a Alcalá de Henares a la ceremonia de entrega del premio Cervantes y los sillones reservados a los representantes de la Generalitat quedaron desiertos. No acudió el presidente, Artur Mas, que debía de tener mejores cosas que hacer. Tampoco fue el consejero de Cultura, Ferran Mascarell, que seguro que tenía la agenda repleta. Ni siquiera estuvo presente el delegado de la Generalitat en Madrid, quienquiera que fuese, supongo que desbordado por los compromisos. Tratándose de una mujer que estaba a punto de cumplir 86 años, que ninguna autoridad de Catalunya quisiera sentarse a su lado era peor que un simple desatino: era una descortesía.

Pero esos desatinos y esas descortesías no son patrimonio exclusivo de los gobiernos de CiU. De hecho, las cosas venían de antes, al menos de cuando el segundo tripartito oficializó esa discriminación. El año 2007 la literatura catalana era la invitada de la Feria del Libro de Frankfurt y el debate se centró en si los escritores catalanes de expresión castellana formaban también parte de ella. Lo de menos es si se llegó o no a una conclusión. Lo significativo es que, planteados así los términos del debate, directamente quedaban excluidos todos los escritores de Catalunya nacidos en otros sitios: los del resto de España pero también los de Latinoamérica. Por ejemplo, Roberto Bolaño, que desarrolló toda su obra en Catalunya y por entonces, ya muerto, se había consagrado como el mayor de los novelistas latinoamericanos posteriores al boom. Y, sin ir más lejos, el propio boom, cuya intensa relación con Catalunya debió de pasar inadvertida a todos aquellos que visitaran la feria.

El nacionalismo utilizó Frankfurt para mandar dos mensajes. Uno, encomiable, iba dirigido al mundo: “Leed a Rodoreda, Pla, Sales...; no os arrepentiréis”. El otro, lastimoso, era para consumo interno: “Escritores catalanes que escribís en castellano, sabed que no sois de los nuestros y que, por muy buenos que seáis, jamás nos sentiremos orgullosos de vosotros”. Que este segundo mensaje ha acabado siendo interiorizado por la sociedad parece evidente: leí pocos reproches al desaire que se hizo a Ana María Matute, y tampoco he visto que se reclame más entusiasmo en los homenajes a Barral o a Gil de Biedma. La discriminación, además, no se limita al presente, sino que se proyecta sobre el pasado. No sólo es que los escritores catalanes actuales puedan quedar excluidos de la cultura de su tierra según cuál sea su opción lingüística: es que, retroactivamente, algunos de los que murieron hace 25 años han dejado ya de contar como catalanes.

Pero, claro, estamos hablando de un tripartito que regaló la cultura a ERC, para la que la cultura tiene un sentido meramente instrumental y sólo le interesa si aporta algo a la “construcción nacional”. El cambiazo fue fulminante: donde ponía “literatura”, ellos pusieron “formación del espíritu nacional”. Que precisamente la literatura sirviera en Frankfurt para dividir entre escritores catalanes y no catalanes era sólo un aviso: ahora, a propuesta de ERC, tenemos en la presidencia del Parlament el intransigente sectarismo de Carme Forcadell, para la que los catalanes que votan al PP o Ciudadanos no son catalanes. En fin, a mí me parece más normal lo que hacen con la cultura los franceses, que se apropian de todo lo que pueden (Picasso, Ionesco, Celan...), y no lo que se hace aquí: renunciar al legado de algunos de nuestros mejores creadores.

Ignacio Martínez de Pisón, escritor.

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