Los nuevos enemigos de la esfera pública

Antes de los ataques terroristas de noviembre en París, organizar una manifestación en una plaza pública de esa ciudad era legal. Ahora no lo es. En Uganda, aunque los ciudadanos que hacían campaña contra la corrupción o a favor de los derechos de los homosexuales se enfrentaran a la hostilidad pública, no se enfrentaban a la cárcel por manifestar. Pero según una nueva ley, temible por lo imprecisa, ahora sí. Hace poco en Egipto, el gobierno allanó y cerró importantes instituciones culturales (una galería de arte, un teatro y una editorial) que en otros tiempos eran lugar de reunión de artistas y activistas.

Parece que en todo el mundo, se alzan muros en torno a los espacios que la gente necesita para reunirse, asociarse, expresarse con libertad y disentir. Aun cuando Internet y la tecnología de las comunicaciones han hecho que hablar en público sea técnicamente más fácil que nunca, la omnipresente vigilancia estatal y comercial asegura que el derecho de expresión, asociación y protesta se mantenga restringido. En síntesis, hablar en voz alta nunca demandó tanto coraje.

En mi caso, el cambio me afectó muy de cerca. En noviembre, Open Society Foundations (la organización benéfica internacional de George Soros, que dirijo) se convirtió en la segunda entidad censurada según una ley aprobada en Rusia en mayo que permite al fiscal general del país prohibir organizaciones extranjeras y suspender la ayuda financiera de las mismas a activistas locales. Como todo aquel que interactúe con nosotros puede ser sujeto a enjuiciamiento y prisión, no tuvimos más opción que cortar relaciones con decenas de ciudadanos rusos a los que ayudábamos a preservar algún resto de democracia en su país.

Claro que regular el espacio público y las organizaciones que lo usan no tiene nada de malo. A inicios de los noventa, algunos gobiernos nuevos de Europa oriental, África y América latina subestimaron el poder de una ciudadanía y una sociedad civil activas, y no regularon adecuadamente las organizaciones activistas y el espacio en el que operan. Pero las últimas dos décadas, conforme la acción ciudadana derribó regímenes en decenas de países, los gobiernos se pasaron demasiado del otro lado de la raya e impusieron regulaciones excesivas sobre las organizaciones y el espacio. Al hacerlo, están criminalizando las formas más básicas de la práctica democrática.

En algunos casos, los gobiernos ni se molestan en obtener precedente legal para sus acciones. Hace unos meses el presidente de Burundi, Pierre Nkurunziza, asumió un tercer mandato a pesar del límite de dos mandatos consagrado en la constitución. Cuando los ciudadanos salieron a la calle a protestar, fueron violentamente reprimidos.

Incluso países con tradiciones democráticas de entre las más sólidas del mundo han adoptado posturas restrictivas. Tras los ataques de París, en Francia y Bélgica (donde se planeó y organizó el complot) se suspendieron las libertades civiles por tiempo indeterminado, lo que convirtió esos países de un día para el otro en estados policiales, al menos desde el punto de vista jurídico. En ambos se prohibieron las manifestaciones; se cerraron sitios de culto; y cientos de personas fueron detenidas e interrogadas por expresar opiniones heterodoxas.

Esto se está cobrando un alto precio. Miles de personas que planeaban protestar durante las recientes negociaciones de las Naciones Unidas sobre el clima tuvieron que contentarse con dejar sus zapatos. Fue una imagen asombrosa, que demuestra de qué manera el miedo puede prevalecer sobre los compromisos necesarios para mantener la apertura de las sociedades y las libertades políticas, incluso en Europa, cuna de la ciudadanía moderna.

En una era de terrorismo y globalización, no hay una fórmula sencilla para regular el espacio público o salvaguardar el disenso político pacífico. Pero dos principios básicos son claros.

El primero es que el mundo necesita una mejor administración internacional del movimiento de personas y dinero, y menos restricciones al derecho de expresión, asociación y disenso. Estos últimos tiempos, los gobiernos han ido en la dirección equivocada. Pero 2016 ofrece un sinfín de oportunidades de corrección, en áreas que van del comercio internacional a las migraciones.

El segundo es que las organizaciones sin fines de lucro que trabajan para mejorar las políticas públicas deben tener el mismo derecho de obtener financiación internacional que los emprendedores comerciales que buscan ofrecer bienes y servicios. Hay que dar estímulo y no impedimentos a la inversión extranjera directa, independientemente de que su objetivo sea la producción de bienes y la creación de empleo, o una mejor política pública y una ciudadanía más activa.

La responsabilidad de cambiar de rumbo no es exclusiva de los gobiernos. Todos los que valoramos el espacio público abierto debemos unirnos para defender los sistemas políticos y las instituciones que lo protegen. Es tiempo de solidaridad entre movimientos, causas, y países.

Cuando el solo hecho de asumir el activismo de un ciudadano preocupado lo expone a uno a la cárcel, y el temor a la vigilancia alienta la pasividad masiva, una política de concentrarse en objetivos aislados no es estrategia para ganar. El mejor modo de defender el espacio público es ocuparlo, incluso si la causa que uno defiende es distinta de la que defiende la persona de al lado. En 2016, debemos llenar (y así proteger) ese espacio juntos.

Chris Stone is President of the Open Society Foundations. Traducción: Esteban Flamini.

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