Los nuevos integrismos

Recibí el mensaje presidencial chileno del 21 de mayo y leí con atención el párrafo sobre cultura, el que anuncia la repartición de un curioso maletín literario a 400.000 familias de escasos recursos. Está bien, pensé, nadie puede oponerse, pero nadie puede oponerse, tampoco, a la aspirina. ¿Qué significa esto? Que la lectura, en Chile, al cabo de tantos años y décadas, de tantos accidentes, de tantos retrocesos, es un enfermo terminal, y lo del maletín es como recetarle una aspirina a una persona en estado de coma. No nos oponemos; administren ustedes su aspirina, y la muerte del enfermo; a lo mejor, será un poco más dulce. Claro está, con el costo de un millón y tantos libros, del maletín, de la organización del evento, habría sido posible hacer cosas mejores, más efectivas, pero hemos llegado a la situación extrema del peor es nada. Repartan ustedes el maletín con tres libros, y no olviden colocar una pastilla de menta en homenaje a José Santos González Vera, escritor que tenía la costumbre de repartir amables pastillas a sus amigos y conocidos. ¿Por qué? Porque peor es nada.

La crisis de la lectura es una crisis de la cultura, ni más ni menos, y las consecuencias están a la vista. Basta ver las fotografías de buses quemados, de automovilistas apedreados desde los puentes de las autopistas, de estudiantes encapuchados y que tiran ácido a la cara de otros estudiantes. No creo que en sociedades medianamente ilustradas, lectoras, aficionadas a la música, organizadas en torno a principios humanistas, puedan suceder estas cosas. Pero entre nosotros suceden y son la demostración de un fracaso, de alguna carencia esencial. Nuestros héroes actuales son héroes de la farándula, del forcejeo, de las pantallas. Si uno consigue unos minutos de fama, como decía alguien, tiene la sensación de que consigue algo. Se habla en los medios de la Nanita, de la Pirulita, de la Constancia y la Fragancia, y me quedo colgado. Alguien intenta explicarme y le pido que, por favor, no me explique. La ignorancia, en estos casos (y podría ser el apodo de otra de nuestras divas), pasa a ser una ventaja, una condición superior.

A mí me parece que Ricardo Lagos Escobar, el otro día, en ese Salón de Honor que en épocas pasadas tenía cierta prestancia, un aura respetable, fue víctima del ambiente de barbarie, de incultura, de primitivismo, que ha empezado a imponerse entre nosotros. Se vio enfrentado por una pequeña masa vociferante, ululante, que se definía a sí misma como ambientalista. Son gente que para defender a un cisne puede matar a media docena de personas. ¿Para quiénes son los cisnes, para las personas o para los ambientalistas? Se terminaron los dogmatismos, las ideologías fanáticas del siglo XX, y empiezan otros, los del siglo XXI. ¿Será que la humanidad no puede vivir sin dogmas, sin ideologías cerradas y ciegas, básicamente intolerantes?

Estoy de acuerdo: tenemos que proteger la naturaleza. Tenemos que defender a toda costa el planeta Tierra. Pero tenemos que hacerlo con un criterio humano, con equilibrio, con un respeto fundamental. En el siglo pasado se torturó y se fusiló a millones de personas con el fin de establecer sociedades más depuradas, más avanzadas, más justas. Se practicó la injusticia, la violencia, el crimen, como medio para obtener una utópica, hipotética, justicia. Fue un error de todo orden: moral, económico, político. Ahora, el Senado chileno demuestra una equilibrada, razonable preocupación por los presos de conciencia de Cuba y recibe una inmediata reacción histérica, desaforada, insultante, de parte del Parlamento cubano. Es normal, digo yo. Ellos continúan con su fe fanatizada en fines ilusorios y con su manía de convertir a todo adversario en enemigo. El mecanismo mental que los conduce a reaccionar con tanta rabia, con frases tan odiosas y excesivas, es el mismo que los lleva a perseguir y a encarcelar a sus disidentes. Han sido los últimos en aprender las grandes lecciones del siglo XX, los alumnos más atrasados de todo el mundo contemporáneo.

En el vacío de los fanatismos antiguos, desprestigiados, en el de los dioses que fallaron, trata de instalarse ahora, con camas y petacas, el llamado ambientalismo. Algunos de los integrismos políticos de los dos siglos pasados tenían una razón de ser profunda: la injusticia, la escandalosa diferencia de clases, la explotación despiadada. Pero

todo derivó en una perversión flagrante de los medios y en una pérdida de vista de los fines. La memoria del estalinismo y de sus horrores es siempre vigente y siempre necesaria. Y nadie puede, a la vez, acusar a los creyentes de verdad, a los de buena fe. ¿Cómo no simpatizar con la utopía de una sociedad sin clases, sin pobres, donde a cada cual se le iban a repartir los bienes comunes según sus necesidades? ¿Y cómo no simpatizar ahora, después de tantas ilusiones destruidas, de tantos muros que se derrumbaron, con la defensa apasionada de la naturaleza, de las aguas, de las especies animales y vegetales?

Me escapo de la ciudad cada vez que puedo, me voy a mi refugio de la costa central y despierto con el canto de los pájaros, con el retumbar más o menos cercano de las olas. Llego de noche y aspiro, en la oscuridad, en medio del aire cuya pureza casi me marea, el perfume intenso, diferenciado, asombroso, de los arbustos en la tierra húmeda. Pero de inmediato me hago una pregunta: ¿tiene todo esto algo que ver con la insensibilidad, con la vociferación de ese pelotón de ambientalistas, autodesignados y exclusivos defensores de una causa de indudable importancia, pero por ellos muy mal representada, que copaban el otro día nuestro Salón de Honor tradicional y no permitían que la gente razonable, ilustrada, experimentada, pudiera expresarse?

Como en todas las ideologías, tiene que haber en el ecologismo una relación culta, sensible, compleja, alejada de todo sectarismo, entre la teoría y la práctica. ¿Cuántos árboles, por ejemplo, hubo que derribar para construir la ciudad de París, obra de los hombres, no de la naturaleza? ¿Debemos levantar fuentes de energía que den trabajo, calor, impulso a nuestras sociedades, o hay que prepararse para regresar a las cabañas? Uno de los aspectos interesantes, esperanzadores, del desarrollo actual es, precisamente, la posibilidad de avanzar en la modernidad y a la vez proteger mejor los sistemas naturales.

En la década de los ochenta, pasé algunos meses en Berlín Occidental. Siempre observaba con sorpresa y hasta con fascinación el contraste entre los complejos industriales del lado occidental y las industrias de Berlín del Este. Encima de las industrias orientales había siempre un hongo negro de contaminación, de aire sucio. A menudo, la nube tóxica, empujada por el viento, pasaba por encima del Muro e invadía el paisaje del otro lado. Por aquellos días ocurrió lo de Chernóbil, en la Unión Soviética, no demasiado lejos de Alemania Oriental, y entonces mirábamos las nubes que venían del Este con franca alarma. Pero el fenómeno demostraba algo que no todos querían aceptar: en una economía avanzada, de buen nivel tecnológico y científico, era posible conciliar el desarrollo económico con el aire limpio, con un paisaje menos contaminado y alterado. La vieja lucha de los poetas del romanticismo contra la revolución industrial encontraba su respuesta en un desarrollo más avanzado, no en una involución. Y esto que digo no es una utopía del desarrollo o una ideología del desarrollismo. Es, más bien, una creencia en la capacidad humana para resolver, con racionalidad, con rigor científico, los problemas esenciales de las sociedades modernas. Claro está, algunos cisnes pagan las consecuencias, y también algunos hombres.

A comienzos del siglo XX, el poeta Augusto Winter, primer ambientalista de la literatura chilena, hablaba con notable fuerza, con lírica indignación, de la mortandad de los cisnes de cuello negro del lago Budi, en el sur del país. Pero ocurría que esos cisnes eran matados a palos por los campesinos hambrientos de las orillas. ¿No habría sido más adecuado escribir la protesta lírica contra el hambre de aquellos lugareños? Son problemas intrincados, y es probable que existan responsabilidades compartidas. Pero la respuesta violenta, tribal, los gritos y los insultos, las voces destempladas, de energúmenos (personas poseídas por el demonio, según los griegos clásicos), es siempre, en cualquier caso, la peor respuesta: una que agrava el mal en lugar de ayudar a repararlo.

Jorge Edwards, escritor chileno.