Los nuevos nazis

«Es nuestro deber defendernos con armas. También dispararemos a mujeres y niños». No es una frase de una película de Peckinpah o de una turbia serie policiaca. En ambos casos, habría una compenetración lógica entre la violencia hablada y la violencia filmada. Pero, ¿qué ocurre cuando falla esa reflexión porque quien profiere la obligación de matar mujeres y niños es un político de carne y hueso? En efecto, su autora, en este caso, es Beatrix von Storch, vicepresidenta del partido 'AfD' ('Alternativa para Alemania'), un partido que se llama a sí mismo de centro-derecha y que según las actuales encuestas ha rebasado ya a los Verdes en intención de voto, situándose en un 12%, lo que le convierte en la tercera fuerza política alemana, doblando a los liberales (en torno al 5%) y por encima también de La Izquierda (los antiguos comunistas y socialdemócratas desengañados, en torno al 8%). Storch no es la primera de su partido que pide intervenciones armadas y letales en la frontera contra la avalancha de refugiados. Ya antes su jefa de partido, Frauke Petry, había proferido semejantes exigencias, aunque sin mencionar explícitamente la disposición a fusilar también a mujeres y niños. Pues por si no había quedado claro, Storch sí. Tras semanas de fingida indignación ante este apabullante ascenso de una derecha extrema, Alemania se pregunta: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Basta con reducirlo todo a una reacción a la crisis de los refugiados? ¿Se trata otra vez de un mero paradigma de la psicología social, deducible fácilmente a partir del miedo a lo otro?

Los nuevos nazisEse miedo, esa angustia hacia lo otro, forma parte esencial de la condición germana. Ya Heidegger pontificaba durante el nazismo sobre la angustia como el estado de ánimo fundamental de la existencia y sobre la 'Sorge', la preocupación, el ansia, la inquietud, como el modo por el cual el hombre se relacionaba con su mundo. El mito de la perfección y de la fiabilidad alemana es la otra cara de la moneda de su propia naturaleza jánica: hay necesidad de perfección y de fiabilidad porque la vida y el mundo son angustiosos e imprevisibles. Cuanta más penuria e indigencia, cuanta más angustia, más exigencia de fiabilidad, de tener tanto el pasado como el futuro controlado, dominar el azar y la contingencia. Si bien esta angustia puede tener un origen puramente estratégico-geográfico: Alemania es un país cercado por otros nueves países, con los cuales nunca se ha llevado bien y cuya historia compartida sólo contiene sangre, pólvora y metralla (si exceptuamos Austria, por razones de consanguinidad). Hay una latente sensación de estar siempre acorralado. Esa vulnerabilidad, el estar expuesto a varios flancos, es sin duda una parte integrante de la angustia radical alemana. Una angustia que, por otro lado, es el motor principal de su economía: de ella se aprovechan, transformándola en una necesidad capitalista, tanto la industria farmacéutica como la industria de los seguros. En Alemania no sólo hay medicamentos adaptados a cada dolencia y se impone la certeza de que cualquier angustia se cura con una pastilla determinada, sino que cada preocupación, cada situación donde pueda intervenir el azar, es prevenida y asegurada mediante contrato previo para impedir simbólicamente que se dañe o pierda nada. El papel de la Iglesia, que ante las desgracias del destino prometía, como poco, redención y sentido, lo han ocupado las compañías de seguros, que también por un módico precio espantan de nosotros las satánicas pezuñas de la fatalidad. Todo debe ser prevenido, todo bajo control. Pero, ¿qué ocurre con las preocupaciones, con los miedos que toda esa ingente industria de las emociones no puede curar ni calmar? O dicho de otra manera: ¿Por qué los simpatizantes de 'Pegida', el brazo callejero y rancio de la 'AfD', se califican a sí mismos, eufemísticamente, de «'besorgte Bürger'» (o sea, ciudadanos cargados de preocupaciones)?

¿Qué miedos e inquietudes arrastran cada lunes a las calles del este de Alemania a todos estos 'Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente'? ¿No tenía razón Sigmar Gabriel, el vicecanciller alemán, cuando hace unas semanas declaraba que esos patriotas no eran más que «chusma»? Puede que sean chusma, incluso escoria. Pero cuando la escoria va por el 12% en intención de voto, tal vez vaya siendo hora de dejar de pensar como un fontanero. Aunque resulta difícil tomarse en serio a personajes como Bernd Höcke, el cabecilla de la 'AfD', en Turingia, la región nazi por excelencia junto a Sajonia, el cual se llevó la palma del esperpento patrio al proclamar delante de una famélica multitud de incondicionales que Alemania «debía recuperar y rescatar su masculinidad». Suponemos que se debía referir al ideal ario de virilidad absoluta, una quimera racista que no encaja del todo con ese hombre de Estado al que admiran tanto 'Pegida' y la 'AfD', Adolf Hitler, un enclenque pintor de brocha gorda (Brecht) al que envolvía una mística aureola de ambigua sexualidad.

Y efectivamente, muchos de los argumentos o miedos de la 'AfD' y 'Pegida' son tan ridículos como falsos. Ante todo, su principal caballo de batalla: su pánico a la islamización de Alemania. Ambas formaciones han florecido por tierras de la antigua DDR, donde apenas hay extranjeros, ni musulmanes, ni judíos, es decir, en un lugar infectado hasta la médula de una ideología totalitaria en el que dicha «amenaza» dista mucho de ser real. Pero, ¿y si esos exaltados defensores de la patria no salieran a la calle precisamente para expresar sus temores y esto no fuera más que una mera coartada, una manera de chantajear emocionalmente a la opinión pública alemana? Creo que el filósofo Peter Sloterdijk dio en el clavo cuando, en una reciente entrevista, radiografió a 'Pegida' mediante estas palabras: «Esa gente no sale a la calle por miedo, sino porque buscan un enemigo. Nuestra sociedad está estructurada paranoicamente, no puede subsistir sin tener el sentimiento de estar perseguida por alguien o por algo». Seamos más concretos: reclaman un enemigo que a la vez sea el culpable de sus ilusorias turbaciones. Lo curioso es que el año pasado, tanto 'Pegida' como la 'AfD' ya existían y nadie barruntaba todavía la crisis de los refugiados. Eran otros tiempos en los que el enemigo era también otro: Grecia. El país heleno ha desaparecido por completo de la escena del delito. Los presuntos escándalos los protagonizan ahora los refugiados y todo aquel que sea originario de un país musulmán. No obstante, los hechos hablan por sí solos: mientras, por ejemplo, nos hemos enredado en el escabroso y confuso tema de las vejaciones a mujeres de la pasada Nochevieja en Colonia, tenemos numerosos casos de niños sirios y libaneses desaparecidos, raptados, violados y asesinados. Como el caso del pequeño Mohammed, de cuatro años, que fue raptado y maltratado sexualmente varias veces antes de morir estrangulado con un cinturón. El violador y asesino: Silvio S., un alemán de 32 años.

Es de un cinismo que roza lo insoportable que ante dichos contrastes se siga vociferando desde cada pedestal (desde el Gobierno conservador de Baviera, sobre todo) que Alemania tiene un problema con los refugiados. Al contrario: los refugiados han llegado, exhaustos, para poner a prueba el hipotético pluralismo y la tolerancia de la sociedad alemana, el funcionamiento de un Estado de Derecho que, como prueba el espeluznante caso contra la célula neonazi NSU, no sólo ha cerrado los ojos ante los asesinatos de turcos y otros grupos de inmigrantes, sino que ha colaborado activamente desde la fiscalía encubriendo decisivas pruebas e indicios con el único y pérfido propósito de evitar la inculpación y enjuiciamiento de destacados miembros de la extrema derecha.

Y Angela Merkel, ¿qué tiene que decir ante tal ingente problema? Sólo una frase: «¡Lo conseguiremos!». Un plan tan optimista como vacío que más que un eslogan de campaña o un grito de auxilio desesperado, puede convertirse, más pronto de lo que ella misma cree, en su inexcusable epitafio político.

Ramón Aguiló Obrador es profesor de Filología alemana en Bremen (Alemania).

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