Los nuevos pobres

Hace 10 años Irlanda era un país rico. Dublín era una ciudad con una cantidad insólita de Mercedes Benz circulando por las calles y una gran oferta de restaurantes sofisticados, de las más diversas cocinas del mundo, que eran muy caros, estaban siempre llenos, y eran un claro síntoma de la pujanza económica de esa ciudad donde, hasta hacía muy poco tiempo, se comía esa típica cocina irlandesa, que corría en una línea monótona que iba del irish stew al fish and chips. En aquella ciudad había una desmesurada bolsa de trabajo, con un sueldo mínimo que en otros países se hubiera calificado como sueldo decoroso y una cantidad de empleo que permitía a los dublineses cambiar de trabajo cada mes, por motivos baladíes como el hartazgo o el aburrimiento. El destino de una serie de televisión, llamada Bachelors walk, ilustra perfectamente aquella estentórea bonanza: tres jóvenes que vivían en un céntrico pisito, a orillas del río Liffey, buscaban trabajo, sin éxito, capítulo tras capítulo. El programa tenía muchos elementos para funcionar, los actores eran atractivos y la historia tenía bastante miga, pero le faltaba el elemento fundamental: la veracidad. Nadie en aquella Irlanda rica de hace 10 años entendía por qué esos jóvenes no encontraban trabajo, en un país donde sobraban las oportunidades. La serie duró unos cuantos capítulos y luego fue retirada del aire.

Yo vivía en Dublín hace 10 años, por razones que no viene al caso contar aquí, y veía con asombro esa riqueza; los artistas, por ejemplo, que son un bien de rango nacional que enorgullece a los irlandeses, tenían unas subvenciones que parecían el sueldo de un ministro; y el chófer de la institución donde yo trabajaba, tenía un salario que superaba por mucho el de los mileuristas. La explicación de las ayudas de la Unión Europea, y de que Irlanda, gracias a sus fábricas de cacharros electrónicos se había convertido en el Silicon Valley europeo, parecían insuficientes para explicar esa riqueza que, como se vería muy pronto, era un castillo de naipes.

La dureza con que la crisis económica ha golpeado a Irlanda acabó con ese fulgor que le daba la riqueza súbita, y dejó al descubierto el Dublín de toda la vida, esa ciudad que inmortalizó Joyce en su novela Ulises, y en Dublineses, su fabuloso libro de relatos: una ciudad que respira con normalidad, sin la neurosis que aportaban los nuevos ricos, con su gente que trabaja para ganarse la vida, con sus vagabundos y sus ricos de siempre, con sus poetas, sus músicos y sus borrachines de pub. A Dublín la ha abandonado aquella riqueza súbita, pero también la neurosis que provocaba esta riqueza, aquella tentación de vivir como ricos, que estaba al alcance de cualquiera, y que aupaban los Mercedes Benz que abarrotaban las calles. Se ha ido la bonanza y con ella la neurosis, y ha quedado a la vista el Dublín de siempre, como he ido comprobando cada año, cada vez que regreso a aquella ciudad, cumpliendo con el mandamiento que me impone la orden de caballería a la que pertenezco, la irlandesa orden de los caballeros del Finnegans.

Después de vivir en Dublín, hace casi una década, vine a vivir a España, cuando este era un país rico, con una bonanza distinta a la irlandesa, sin tanto Mercedes Benz por la calle, pero con una neurosis similar: todos vivían como ricos, es decir, cualquiera, aunque no tuviera el dinero suficiente, podía salir a cenar a restaurantes varios días a la semana, irse tres semanas de vacaciones en agosto, tener un coche y una casa propia. A aquella riqueza aparente, igual que le pasó a la irlandesa, se la ha llevado la crisis, y en esa vuelta de golpe a la normalidad empieza a construirse la España del futuro, donde se irán de vacaciones y comprarán casas y coches los que tengan el dinero suficiente, y los demás iremos tirando y sobreviviendo como ha pasado toda la vida en los países que no son ricos.

La crisis económica es una desgracia en toda regla, pero no conviene perder de vista los elementos positivos que también tiene. Por ejemplo, nos ha puesto ya frente a los ojos los fundamentos de la España que viene, que será un país muy distinto de este, al que han liquidado el tsunami de la economía mundial, la torpe gestión política, la desvergonzada rapiña de los nuevos ricos y el pasmo, la abulia y la involuntaria complicidad, con los que el ciudadano común ha asistido a esta debacle. La clave de la España que viene está ahí, en el ciudadano común que ya no será el mismo, que ha pasado en unos cuantos meses de nuevo rico a nuevo pobre y que ya desde ahora, porque no le queda otro remedio, vigilará con lupa la gestión de sus diputados, de su alcalde y de su presidente, y estos funcionarios, con semejante vigilancia, no podrán conducirse como lo hacían antes, tendrán que irse con cuidado y esto se lo debemos, precisamente, a la crisis.

Como también le debemos que nos ha obligado a situarnos en un nuevo espacio social, a vernos dentro de una colectividad de personas que son capaces de organizarse y de pelear codo con codo por un objetivo común. Nuestra nueva pobreza ha puesto de relevancia la solidaridad, que es un valor que se enrarece, cuando no desaparece, en las épocas de bonanza económica. Sí, la crisis es una calamidad, pero nos ha puesto en guardia, nos ha obligado a revisar la sociedad que tenemos y a pensar en una sociedad más acorde con el futuro al que nos arrojan cada día la tecnología y las redes sociales. La crisis, al poner a la clase política contra las cuerdas, nos ha enseñado con mucha claridad que necesitamos políticos distintos, otro tipo de gobernantes porque los que tenemos ahora pertenecen al milenio anterior; son impermeables a la realidad diversa, polimorfa, multirreferencial e hiperconectada que promueven los nuevos medios de comunicación. La ineficiencia de nuestros políticos no tiene tanto que ver con los colores de su partido, sino con que se han quedado a la zaga, son hombres y mujeres forjados en el milenio anterior, sin instrumental para lidiar con la modernidad que les está pasando por encima. Y a esto hay que sumar la velocidad con que informan hoy en la Red los medios de comunicación, y la indiscreción inmediata, casi obscena, de las redes sociales, que transparentan la cotidianidad de políticos y gobernantes y los dejan sin esa zona opaca donde tanto, y con tanto éxito, se trabajaba en el pasado. Hoy sabemos muchas más cosas de ellos, están permanentemente expuestos en las pantallas de los ordenadores y de los teléfonos móviles, y ahora que la crisis los ha dejado sin margen de maniobra, tendrán que construir su discurso desde esa transparencia.

Hace unos meses, cuando la ciudadanía española despertaba de su letargo, llamada por los indignados que tomaban las plazas públicas, empezó a configurarse el porvenir, y dentro de aquel relato lleno de aire fresco, de ideas estupendas y de alguna que otra obviedad, surgió una solidaridad muy sintomática entre los indignados de Madrid y Barcelona. Ya se sabe que entre los compañeros de desgracia surge con frecuencia la empatía; sin embargo aquella sintonía, aquella solidaridad explícita, escrita en pancartas y gritada en consignas, entre una y otra ciudad, es un indicador de lo lejos que están los gobernantes, y los políticos en general, de la gente; esta sintonía, que es también obra de la crisis, nos vino a decir que hay otro país distinto del que nos han pintado durante años los políticos madrileños y catalanes, que avivan o desinflan la rivalidad entre Madrid y Barcelona según convenga a sus intereses, según qué haya que destacar o qué sea imperativo ocultar.

La crisis está acabando con la inmigración, otra desgracia para un país con bajos índices de natalidad. Los trabajadores extranjeros que venían a España en busca de una oportunidad buscarán otro país con menos problemas económicos. Lo mismo pasará con muchos españoles, que tendrán que emigrar a otros países a buscar una oportunidad; pero algunos de ellos regresarán cuando pase la tormenta financiera, y aportaran su visión nueva, global y cosmopolita que les habrá dado esa vuelta obligatoria por el mundo y que será imprescindible en los años que vienen. La crisis ha acabado con el espejismo, se ha llevado a la España de ficción, al país donde todos éramos ricos, y nos ha dejado instalados en la España de verdad. ¿Hay un mejor punto de partida? ¿No será momento de buscarle la gracia a la desgracia?

Jordi Soler es escritor. Sus últimos libros son Diles que son cadáveres y Salvador Dalí y la más inquietante de las chicas yeyé, Mondadori.

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