Los nuevos regeneracionistas

Sin que, en lo que se me alcanza, nadie haya dado señal de salida, es posible observar que, en esta misma página, han comenzado a aparecer sustanciosos artículos con un denominador común: la discrepancia con el actual discurrir de nuestra democracia. El último de ellos, obra de la buena cabeza de Juan Pablo Fusi, aunque despistaba un tanto en su enunciado («La democracia en crisis») haciendo temblar al lector por la posibilidad de que se tratara de toda una sustitución del régimen democrático, al parecer intocable en nuestra era, luego, en la detenida lectura, lo que parece claro es que se trata de la denuncia de nuestra democracia. ¡Menos mal! Y pocas fechas antes, algún que otro original en el mismo sentido. Esta circunstancia, sin duda no planificada previamente, dice mucho y bien en dos sentidos. Que en nuestro país hay todavía intelectos que piensan, se comprometen y denuncian (algo que tras la desaparición del maestro Aranguren yo mismo he dudado). Y que, por fortuna, en este infeliz mundo de «toma y daca», que denunciara Benavente, hay también todavía un lugar, un periódico y una valiosa página, propicia a olvidarse de lo «políticamente correcto». Felicidad por ambos eventos.
En realidad, la denuncia de lo oficialmente querido y establecido, tiene muy antiguos precedentes. Nada menos que en 1609, el padre Mariana clamaba contra el vicio de adulteración de la moneda que originaba el mal de la inflación. Aparece entonces el llamado «arbitrismo» y la publicación de los famosos «memoriales» conteniendo las posibles soluciones. Y creo que, de una forma u otra, este precedente se ha repetido en no pocas ocasiones. Es probable que en la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del XX, sea la fecha en que estas denuncias, convertidas ya en obras de «regeracionistas», sean más frecuentes y hasta más hirientes. Se trata de eso, de regenerar, de denunciar abusos y males y, en muchos casos, de sugerir soluciones. La obra canovista de la Restauración alcanza el mayor número de discrepancias por su corrosivo caciquismo. Pérez de Ayala se despacha a gusto contra este mal que todo lo falsifica. Joaquín Costa lo anuncia ya en el mismo título de su obra: «Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España» y termina con la terrible sentencia: «Farsa el sufragio, farsa el gobierno, farsa el parlamento, farsa la libertad, farsa la Patria». Lucas Mallada no se queda atrás desde el título mismo de su obra: «Los males de la Patria». Y Ortega o Madariaga tampoco permanecerán en silencio ante lo postizo y falso de una etapa cualificada por el imperio del caciquismo. No cansaré al lector con nuevas citas. La España oficial y la España real estaban ya plenamente diferenciadas. Y la primera moría lentamente, mientras que la segunda empujaba con fuerza.

Los regeneracionistas lo que hacían eran cumplir con la obligación de todo intelectual estudioso y preocupado por la España que vivían. Y que padecían. Huyeron siempre de la cómoda postura de encerrarse en sus campanas más o menos doradas. Sabían que su labor era la denuncia. La llamada a la crítica. El despertar de una sociedad. El de ir contra lo acomodaticio. El de realizar aquello que, con su habitual ironía, Unamuno llamaba sus «sermones laicos». Y, por supuesto, eran conscientes de que entonces y después la distancia entre el intelectual pensante y el político practicante era enorme. La República de Sabios ansiada por Platón era algo en lo que ninguno de ellos creía. El regeneracionista está siempre llamado a recordar o sembrar ideales y siempre habrá de tropezar con la excusa del político que confiesa tener que comer sapos diariamente.
Ocurre, empero, que esta labor de denuncia de los males, requiere en nuestros días de dos puntos de arranque. En primer lugar, la valentía de sacar a la luz «el mal» a combatir. Posiblemente hay muchos males y tendrá que ceñirse al que más daño haga al sistema. También cabe el supuesto de que nuestro país, desde 1812 y como una especie de fatalidad histórica, esté condenado, sin conocer a ciencia cierta la causa, a una constante tarea de generar y regenerar, en permanentes ciclos de vaivenes y bandazos que le lleve a estar intentando siempre partir de cero. Nada se podría hacer entonces. Pero, alejándome de dicha malignidad congénita de los españoles, tengo para mí que, en los momentos actuales hay dos grandes males a combatir. Por un lado, la situación de partitocracia que en anterior ocasión hemos denunciado, con el agobio de unos partidos plenos de hegemonía que todo lo dominan y que no son precisamente ejemplos de funcionamiento interno democrático, como les requiere la misma Constitución, y que están ahogando los latidos directos de nuestra sociedad. Y, por otro, la evidente ruptura del ámbito de la democracia (que lo tiene sin lugar a dudas) haciendo presente su principio del sufragio en terrenos en los que deben imperar otros de distinta índole: la Universidad, el Ejército, el mundo cultural o deportivo, como ejemplos más a mano. Si el ámbito se quiebra, lo que surge es la pura demagogia.

Pero hay un segundo factor que no puede escapar al regeneracionista. Y es el de la idoneidad del campo al que se quiere enviar el mensaje. O de otra forma dicho: ¿a qué tipo de sociedad va a interesar sus denuncias? ¿A quienes llegarán sus voces y ecos? Terribles preguntas. Hace algún tiempo que Rosales lanzara esta afirmación: «Una sociedad que soporta una dictadura es una sociedad enferma para varias generaciones». Es posible que así sea y que el problema se origine por el vacío de valores, aunque luego, de repente, se rechacen precisamente por haber sido valores impuestos. ¡Vaya usted a saber!

Lo cierto es que la actual sociedad en que nos movemos anda huérfana de no pocos valores: la disciplina, el pudor, la consideración del sacrificio para obtener lo deseable, el respeto a la mayor edad o experiencia, el manifiesto amor a la Patria y sus símbolos, las relaciones derivadas de una profunda cultura cívica, la plena aceptación del discrepante (de inmediato convertido en el enemigo), la auténtica y cotidiana solidaridad (y aquí renace el particularismo condenado por Ortega y ahora resucitado en «refriegas ante el principio de las autonomías») etc, etc.

¿Qué queda entonces? A mi entender y, sobre todo, el resultado obra, muy principalmente, de la enfermedad de la globalización. El hedonismo, lo que no cuesta trabajo, el gratuito placer muy frecuentemente manifestado en el eros y no en el ágape, conceptos bien diferentes en el mundo griego. Y, naturalmente, el consumismo. La tramposa ruleta del compre-use-vuelva a comprar. Algo perfectamente diseñado por los padres de la globalización.

El regeneracionista de nuestros días tiene, por ende, ante sí dos grandes esferas en las que librar batalla. La denuncia de los males oficiales de la política del momento. Y el absolutamente necesario rescate de valores en la sociedad que pueda hacer útiles sus mensajes. De lo contrario está destinado a predicar en el desierto.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.