Los números, la vía al entendimiento

Antes de nada, un poco de respeto. Respetemos a quienes están en contra de que Cataluña pueda dejar España a través de un referéndum a la escocesa. Sus argumentos —“inconstitucionalidad”, “poca legitimidad de una secesión en ausencia de opresión de libertades”, etcétera...— tienen un valor y no podemos desdeñarlos sin más. También respeto a quienes creen que Cataluña se puede independizar si la mitad más uno de los votantes en un referéndum o en unas elecciones plebiscitarias así lo decide. Sus argumentos —“en democracia, lo que cuenta es la mayoría”— también tienen un valor, nos gusten o no.

Ahora, busquemos el entendimiento. Lo podemos hacer por la vía de las palabras, como hemos hecho hasta ahora. Unos esgrimen las palabras Ley y Constitución y, en el bando opuesto, otros enarbolan Consulta y Democracia. Bien, pero así será difícil que nos pongamos de acuerdo, porque la discusión transcurre en planos distintos: la dimensión de legalidad versus ilegalidad, y la dimensión de democracia versus imposición autoritaria. Para encontrar una solución, debemos hallar un plano común en el que todas las visiones puedan sentirse meridianamente representadas. O, mejor dicho, casi todas, pues los extremistas —que quizás son menos de los que pensamos, pero que hacen mucho ruido aprovechando la confusión— no se conformarán con nada.

Ese plano común podría ser el siguiente: ¿cuántos catalanes son necesarios para la secesión? A un lado, en el bando soberanista piensan que si el 50% más uno de los que acuden a las urnas —en un referéndum o en unas elecciones plebiscitarias— vota a favor, Cataluña debería ser independiente. En el lado de enfrente, los unionistas creen que Cataluña sólo podría ser independiente si todos y cada uno de los catalanes quisieran marcharse. Entre una visión y la otra dista un abismo. Pero, a diferencia del abismo entre palabras, aquí tenemos un abismo numérico: el que va, más o menos, de unos dos millones a unos seis millones de ciudadanos. Y los abismos cuantitativos, en contraposición a los cualitativos, pueden resolverse. Las cuestiones infinitamente divisibles son solubles. Si yo te pido seis millones de euros y tú sólo quieres darme dos podemos reconciliarnos de forma más rápida —encontrando una cantidad intermedia— que si yo te recrimino un hecho y tú otro en un plano completamente distinto.

Para ello, ambos lados, soberanistas y unionistas, necesitan recuperar el espíritu dialogante y abandonar sus posiciones maximalistas. Los soberanistas deben entender que la decisión más importante que toma una comunidad no puede decidirse por una simple mayoría. Si las supramayorías son requeridas con frecuencia en todo tipo de democracias para abordar los asuntos de dimensión constitucional, ¿cómo no vamos a reclamar una mayoría muy sólida de la población para encarar la cuestión más constituyente de todas, que es abandonar un país y formar otro? Dos millones de personas que activamente manifiesten una voluntad separatista parecen, en comparación con la población total de Cataluña, del todo insuficientes para tomar una decisión de tal gravedad. Si cuatro millones no dan un sí activo, será por algo. Y los unionistas deben entender que ni la más importante de las decisiones necesita el consenso unánime de toda una comunidad. Si, digamos, tres de cada cuatro catalanes en edad de votar expresaran inequívocamente su voluntad de abandonar España, sería absurdo oponerse desde cualquier punto de vista. Si la inmensa mayoría de catalanes votara explícitamente sí a la independencia, ¿podríamos oponernos apelando a disquisiciones de Lenin, Rosa Luxemburgo o Solé Tura, como hace Francesc de Carreras (Solé Tura y el derecho a decidir, EL PAÍS, 14 de noviembre de 2014)?

En resumen, si movemos la discusión del choque de palabras a la discusión de números —¿cuántos son necesarios para irse?— podemos llegar a un punto de encuentro. The Economist, que de números sabe, proponía un referéndum con 80% de participación mínima y que se repitiera tres años después. Otra alternativa sería un referéndum donde se exigiera que más de la mitad del censo electoral catalán votara a favor para poder conseguir la independencia. Otra podría ser solicitar una combinación entre mayoría reforzada y un porcentaje de participación mínima. Las alternativas son múltiples. Porque estamos hablando de números. Si aplicáramos esta aproximación numérica al problema catalán (y a otros muchos), es posible que, tarde o temprano, encontráramos un punto de acuerdo. Si seguimos lanzándonos palabras, soberanistas y unionistas seguirán encerrados en sus torres de marfil. Alabados por los suyos, pero menospreciados por el sentido común.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *