Los 'ojalateros' y el Rey

En la fantasmagórica Corte que el pretendiente Carlos María Isidro instaló en Estella durante la Primera Guerra Carlista se creó un grupo de presión -poder fáctico, le llamaríamos ahora- pronto bautizado como los ojalateros.

Tan ocurrente denominación es atribuida en el capítulo 30 del segundo tomo de la monumental historia del conflicto escrita por Antonio Pirala al valiente capitán de caballería Carlos O'Donnell quien, harto de escuchar al regreso de sus acciones militares comentarios del tenor de «¡ojalá hubiesen atacado ustedes por tal o cual parte!», «¡ojalá hubiesen hecho tal o cual movimiento!», se encaró con algunos de estos individuos y les espetó: «Siempre están ustedes con ojalás. ¿Son ustedes ojalateros?»

Aunque al principio este despectivo remoquete recayó en el obispo Abarca, su compinche en la camarilla de don Carlos, el intrigante Arias Teijeiro y otros miembros de su clan, pronto, según Josep Fontana, se extendió a todos «los cortesanos que acompañaban al pretendiente sin contribuir a la lucha con otra cosa que los '¡ojalás!' con que expresaban sus augurios de victoria». Más genérica es aún la acepción que el Diccionario Histórico del Carlismo de Josep Carles Clemente ofrece del término: «Se llamó así a los que lejos del combate soñaban con ganar la guerra sin más esfuerzo que el de su adhesión pasiva a la Causa».

Pero los ojalateros no se limitaban al escaqueo personal, sino que en lugar de situar el foco de sus cuitas en el bando enemigo azuzaban la inquina de don Carlos contra sus rivales en el propio, poniendo constantemente palos en las ruedas de aquellos que, como Zumalacárregui primero y Maroto después, daban la cara -y algo más- por la Causa.

No es de extrañar que esa actitud irritara a los combatientes dispuestos a morir «por Dios, por la Patria y el Rey», aunque según el propio Pirala a menudo ocurría que, sobre todo, daba pie al cachondeo y mofa por parte de la tropa: «Si al pasar los batallones por un pueblo o sus inmediaciones veían los voluntarios, entre las gentes que salían a verlos, alguno que creyesen ojalatero, principiaban a decir los unos: '¡Ojalá ataquen!', y contestaban los otros: '...Y ganemos'. Esto producía la hilaridad en las filas, que comunicándose desde la cabeza a la cola eléctricamente, se convertían en una gritería infernal, haciendo que desapareciesen los ojalateros».

Cuando el pasado domingo nos desayunamos con el enorme titular El Rey se defiende en la portada de nuestro principal competidor, mi primera reacción fue amortizar la ocurrencia en ese mismo tono de broma. ¿Cómo que El Rey se defiende? ¿De quién se tiene que defender el Jefe del Estado si nadie que pueda inquietarle le ha atacado? Caray, ni que fuera el juez Del Olmo, víctima de los conspiranoicos secundados por el PP...

El hecho de que los tiros fueran precisamente por ahí, exprimiendo hasta la saciedad el ya exhausto limón de que si Jiménez Losantos pidió una mañana la abdicación del Monarca y que si Esperanza Aguirre intercedió por él durante una comida en el Palacio Real, no venía sino a confirmar la pertinencia de esa mirada burlona y desdeñosa. ¡Oh, cuánto ruido para tan pocas nueces, cuánto desagravio para tan poco agravio!

Pero llega un momento en que la insistencia en amontonar sobre tan anecdótico perchero ropajes tan diversos como la quema de fotografías del Rey en Cataluña, el encontronazo con Chávez en Santiago de Chile o la majadería que dijo Anasagasti sobre la imaginaria ociosidad de los Borbones, hace ineludible una clarificación sobre lo que comenzó siendo presentado más o menos jovialmente como el annus horribilis de la Corona y ha terminado convertido por algunos en una dramática ofensiva en toda regla contra su titular.

De todos los avatares de este 2007 que hemos dejado atrás, probablemente, lo que más haya entristecido a don Juan Carlos, como buen padre de familia, sea la crisis matrimonial de su hija mayor. Y lo siguiente, la torpeza con la que la Fiscalía manejó el episodio de la zafia viñeta de El Jueves, perjudicando objetivamente a los Príncipes. Pero claro, ni lo uno puede atribuirse a la pinza entre la COPE y las Juventudes de Esquerra, ni a Conde Pumpido lo ha nombrado Rajoy.

En todo caso, después de esta caravana de incidencias agrupadas en el tiempo, el prestigio de la Familia Real continúa intacto, y no digamos el del Rey. No hace falta comparar el caso con el de otras monarquías reinantes, ni tampoco ceder a la benevolencia que siempre rodea la celebración del momento en que alguien se vuelve septuagenario. No, si el 70 cumpleaños de don Juan Carlos está dando pie a un veredicto tan positivo sobre su trayectoria -notable alto, según nuestra encuesta de ayer- es porque los españoles son conscientes de los méritos objetivos contraídos durante sus 32 años de reinado.

Un reinado que ha incluido desde el 23-F hasta el 11-M, desde un incierto periodo constituyente hasta etapas de gran estabilidad democrática, momentos de grave crisis económica y días de vacas gordas, inmensas alegrías colectivas y tragedias que nos han partido el corazón. El Rey siempre ha estado ahí, en su sitio, con la serenidad del estadista, la determinación del militar y la empatía del ser humano cálido y cercano, buscando la respuesta adecuada a cada problema, unas veces desde el arrojo y otras desde la prudencia. Casi siempre ha acertado y cuando se ha equivocado en asuntos relativamente menores -algún que otro amigo o alguna que otra cacería de más- la rectificación ha llegado enseguida.

No es un ser providencial ni el Monarca perfecto. Eso no existe ante los ojos de un país desarrollado en una sociedad abierta. Seguro que la Historia proyectará también sombras sobre determinados aspectos de su conducta. Pero en conjunto, que es como se valora a los hombres públicos, su figura es la de la persona adecuada en el sitio preciso en el momento correcto. Y en la España de hoy esto es un secreto a voces que forma parte del acervo colectivo.

Por eso nadie con entidad y consistencia cuestiona de forma articulada y permanente -criticar tal o cual dicho o hecho del Rey no es sino parte de la lógica democrática- la forma en que ejerce sus funciones constitucionales. Por eso ni don Juan Carlos se encuentra bajo ataque, ni menos aún necesita espadachines que le defiendan, aportando vendas donde no hay heridas y creando una equívoca sensación de excusatio non petita.

Cuestión distinta es que haga falta o no desenvainar, siquiera sea a efectos dialécticos, todas nuestras mejores armas con un motivo de mucho mayor calado y trascendencia. Porque por inaudito que parezca en España no hay una ofensiva contra el Jefe del Estado, sino contra el Estado mismo. No es la forma en que el Rey ejerce sus funciones lo que se cuestiona y vitupera, sino la existencia misma de esas funciones. No es el comportamiento del titular de la Corona como Monarca constitucional lo que genera algaradas, pancartas ofensivas y rituales crematorios en los campus y en los estadios, sino la mera vigencia de esa Constitución. No es a Juan Carlos de Borbón y Borbón, nacido en Roma, criado en Estoril y proclamado en Madrid, sino a la España, patria común de todos los españoles, a la que se quema en efigie.

El Rey y los principales miembros de su Casa lo entendieron perfectamente y así quedó reflejado en una clarificadora crónica de Marisa Cruz en pleno aquelarre independentista: los ataques no van contra la persona, sino contra la unidad de España. También lo reflejaba ayer nuestra encuesta: la única amenaza real que la mayoría percibe contra la Monarquía no emana ni de la COPE, ni de la izquierda republicana, ni de los amigos abusones, ni de la telebasura, sino del separatismo rampante de los nacionalistas. ¿Por qué los nuevos ojalateros manipulan ahora la realidad e invierten los términos, presentando a don Juan Carlos como víctima individual de oscuras combinaciones y manejos en un presunto contexto de normalidad y estabilidad constitucional? Muy sencillo: por su mala conciencia y sus ansias de camuflar su propio papel en el actual proceso de erosión no de la persona, sino del ideal que el Rey alienta y encarna.

Porque si cada vez que el Rey hace un llamamiento al consenso, la unidad o el espíritu de la Transición, este grupo periodístico, estrechamente vinculado al Partido Socialista y con frondosas ramificaciones en el mundo económico, académico y cultural se limitara a desgranar su monótono ora pro nobis del ande yo caliente -¡ojalá ETA depusiera las armas o hubiera colaboración en la lucha antiterrorista! ¡ojalá los nacionalistas actuaran con lealtad y moderación! ¡ojalá se repararan todas las injusticias del franquismo sin que nadie se molestara!- podríamos identificarlo con esa primera fase en la que si los ojalateros no contribuyen al empeño común, al menos tampoco molestan demasiado.

Pero si examinamos con algún detalle lo ocurrido durante toda la legislatura caeremos en la cuenta de que estos ahora aguerridos paladines que presentan a un Rey a la defensiva y se aprestan a acudir en su socorro frente a una inventada coalición de extremismos opuestos son los mismos que pidieron y obtuvieron la cabeza de Redondo Terreros y el cese del pacto constitucional en el País Vasco; los mismos que asumieron sin reserva alguna la fantasía de que se daban las condiciones para emprender una negociación política con ETA; los mismos que aplaudieron que tanto el PSE como la Fiscalía vulneraran o al menos burlaran la Ley de Partidos; los mismos que celebraron que se colocara en vía muerta el Pacto Antiterrorista; los mismos que aprobaron las reuniones secretas con Batasuna para crear una mesa de partidos con el objetivo de cambiar el marco legal vasco; los mismos que se tragaron el anzuelo de que ANV podía ser al 50% terrorista y al 50% democrática; los mismos que justificaron la excarcelación de De Juana Chaos por supuestas razones humanitarias; los mismos que fingieron ignorar la ignominia de que el proceso de paz continuara después del atentado de la T-4.

Sí, los mismos a los que les pareció bien que Zapatero se comprometiera a aceptar de forma incondicional un nuevo Estatuto Catalán que en la calle nadie demandaba; los mismos que se conformaron con unas enmiendas parciales que limitaran el daño del engendro parido en el Parlament; los mismos a los que les pareció bien que por primera vez en un cuarto de siglo de democracia las Cortes aprobaran la reforma de un Estatuto sin el voto de la oposición; los mismos que anhelan ahora una sentencia interpretativa del Tribunal Constitucional que en la práctica avale la autodefinición de Cataluña como nación, la consagración de sus privilegios y la merma de la solidaridad; los mismos que nunca levantan la voz ni porque en Cataluña ningún padre tenga el derecho efectivo de escolarizar a sus hijos en castellano, ni porque se multe a los comerciantes que no rotulen en catalán, ni porque se expulse de los medios públicos a los hispano parlantes; los mismos a los que les parece normal que Zapatero tenga como socios y presente como probables futuros aliados a quienes simultáneamente anuncian procesos de secesión con calendario incorporado y convierten hasta un partido de fútbol en un acto separatista.

Sí, sí, los mismos que han alentado que se remuevan las tumbas, se quiten selectivamente las estatuas y se revise sectariamente el pasado, legislando sobre la llamada Memoria Histórica; los mismos que han aplaudido la imposición sin más de las tesis gubernamentales en materias que deberían ser producto del acuerdo como la Educación, la Inmigración o la Política Exterior; los mismos que han caricaturizado hasta la saciedad a los contados socialistas partidarios de los grandes pactos de Estado; los mismos que han tildado de guerracivilista al primer partido de la oposición; los mismos que han acogido con entusiasmo la tesis del cordón sanitario contra el PP y predicado con el ejemplo; los mismos que ayer le rieron la gracia a quien englobó a sus adversarios en el saco de «la misma mierda» y hoy utilizan idéntica descalificación escatológica para quienes siguen sin aceptar la agujereada verdad oficial sobre el 11-M; los mismos que mañana, tarde y noche, por radio, televisión y prensa dividen maniqueamente a los españoles entre los adeptos progresistas y los reaccionarios desafectos.

O sea, que al Rey rogando y con el mazo dando como un metafórico martillo pilón, todos los días, golpe tras golpe, verso sin rima tras verso sin rima, en la cabeza metafísica de la «España posible» -dicho sea en homenaje a un clásico de nuestro ensayismo histórico- de Juan Carlos I.

¿Cuál era el verdadero móvil de los ojalateros? Pirala parece tenerlos bien calados cuando al final de ese capítulo ya mentado escribe: «Había personas que, aunque colmadas hasta más no poder de empleo, consideraciones y favor, temían que don Carlos, sentado en el trono, no tendría bastantes gracias para satisfacer su insaciable avidez, y por eso todo les causaba celos, todos les hacían sombra, y nadie que no fuese ellas solas podía inspirar confianza». Pretendían, en suma, la exclusividad del favor real, el monopolio del marchamo de patriotismo y el derecho de pernada sobre la lealtad a la Causa. Algo bastante difícil incluso en el seno de un mundo monolítico como el del carlismo y completamente imposible en una democracia pluralista.

Por eso nada me parece tan justo como que Pío Baroja se refiriera a estos individuos en las páginas de Zalacaín, el aventurero como hojalateros, incorporando a la ortografía de su denominación de origen esa primera letra que completa el juego de palabras que sin duda estaba en el subconsciente del capitán O'Donnell. Pues, en definitiva, lo más nefasto de este grupo no es el carácter insulso de su compromiso, sino la calidad tramposa de la mercancía que nos venden. Ojalá que en España caducara pronto, herrumbrosa, la hojalata.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.