Los ojos de la ultraderecha

Por Irene Lozano. Periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005 (ABC, 23/04/06):

SE suele dar por sentado que la irrupción en las instituciones de un partido de ultraderecha constituye una preocupación para todo buen demócrata y que, por tanto, son acertados todos los esfuerzos que se emprendan para impedirlo.

La posible competencia de una formación de ese tipo, con el sustrato xenófobo y racista que las caracteriza en Europa, provoca un miedo cerval en los políticos, tanto por la merma de votos que supone para los partidos tradicionales como por el cuestionamiento de ciertos principios democráticos que conlleva. Nunca hay que fiarse de los consejos que da el miedo, pues suele ser «la principal razón de que la gente se resista a aceptar los hechos y esté tan dispuesta a envolverse en un cálido abrigo de mitos», como dijo Bertrand Russell. Si existen sentimientos de recelo o desconfianza hacia el extranjero en la sociedad española, ¿no parece más deseable tenerlos identificados y cuantificados en votos que tratar de embozarlos y seguir viviendo como si no pasara nada?

Uno de los cálidos mitos en que solíamos refugiarnos, las encuestas indicativas de que España es uno de los países menos xenófobos de Europa, va derrumbándose poco a poco: el año pasado llegaba al 60 por ciento la proporción de ciudadanos que consideran que hay «demasiados» inmigrantes. Nótese que demasiados no significa muchos ni pocos, sino más de los deseados.

Y no parece descabellado pensar que un partido xenófobo pueda ganar adeptos en el ámbito local, entre otras razones por la alta concentración de inmigrantes en algunas zonas, como señala en un reciente análisis del Real Instituto Elcano la profesora de la UNED Carmen González Enríquez. Conviene tenerlo presente a falta de un año para que se celebren unas elecciones municipales en las que la legalización o no de Batasuna puede monopolizar el debate político.

En 2003 un partido xenófobo, Plataforma per Catalunya, obtuvo sus primeros concejales en varios ayuntamientos, entre ellos el de Premià de Mar (Barcelona), donde había habido agrios enfrentamientos entre los vecinos a cuenta de la construcción de una mezquita. ¿Habrá perdido apoyos en este tiempo o le surgirán émulos en otros pueblos gracias a la crisis de la valla de Melilla o los atentados del 11-M?

Francamente no creo que deba preocuparnos el que en las próximas elecciones locales la xenofobia logre presencia institucional: es una forma de encauzar las ideas ultraderechistas, quizá la más segura, porque así sabremos dónde están. La alternativa es que éstas vayan penetrando los partidos tradicionales de manera silenciosa, sin estridencias, mientras nos ufanamos de estar a salvo de la epidemia que ha infectado ya otros cuerpos sociales en Europa. Lo bueno que tienen las tormentas es que como sueltan el agua en tromba nos obligan a guarecernos, mientras que con el txirimiri los incautos siguen paseando hasta acabar empapados. Calabobos se llama en castellano.

La posibilidad de una lenta pero eficaz infiltración de las ideas ultraderechistas en los partidos tradicionales resulta mucho más inquietante a la vista de una cierta miopía política que se da respecto a la inmigración y a la xenofobia que viene de su mano. Por uno de esos cambalaches de lo políticamente correcto, está mal visto afirmar que la llegada de inmigrantes ha producido cambios sociales y más aún asegurar que los ciudadanos pueden acusar el que no se les haya dado respuesta. Pero es así.

En los últimos años las leyes migratorias han tenido un evidente sesgo laboral, se han centrado en los contingentes y la regularización en base a contratos de trabajo. Todo ello era necesario, pero no suficiente, porque resulta que los extranjeros enferman y llevan a sus hijos al colegio, como es natural. ¿Y qué ha ocurrido? Que ha surgido en algunas zonas «la competencia entre inmigrantes y autóctonos por el acceso a servicios públicos» ligados al nivel de renta, mientras que en los de carácter universal, como la sanidad, se ha producido «un deterioro en la prestación por la alta presencia de población nueva que no ha venido acompañada del aumento correspondiente en los recursos de los centros de salud y hospitales», en palabras de la profesora González Enríquez. Mientras los poderes públicos van dejando que se revuelvan las aguas donde hacen ganancia algunos pescadores, los políticos evitan mirar a los ojos de la Medusa ultraderechista por temor a quedar convertidos en estatuas de piedra y parecen contentarse con explicaciones que, más que aclarar, encadenan lugares comunes trasnochados.

Cierta izquierda se comporta como si la cosa no fuera con ellos ya que, según sus datos, la ultraderecha existente se halla cobijada bajo el manto del PP. Aún creen que los extremistas se presentarán con el retrato en sepia de Franco ante el brazo incorrupto de Santa Teresa, pese a que las señas de identidad de esos nuevos ultras en toda Europa son el desprecio al extranjero y la justificación de preferencias ventajosas para los nacionales. Un discurso que puede calar con facilidad entre quienes padecen ese deterioro de los servicios públicos, que no son precisamente los que se operan en la clínica Ruber.

Una ceguera similar predomina en ese sector de la derecha que insiste en hacer guiños al extremismo. Así, se ve al PP tratando de tener un pie en el centro-derecha, con invocaciones al liberalismo y la igualdad de derechos, y otro en la derecha más recalcitrante, para ganarse a los que refunfuñan cuando se retira una estatua de Franco o a los que se atreven a llamar golpista al presidente del Gobierno elegido por los ciudadanos cuando son ellos los que no aceptan el veredicto de las urnas.

A los nostálgicos se les ve de lejos, pero en el batiburrillo informe de la ultraderecha hay también xenófobos que parecen corderos y, lo que es más inquietante, medios de comunicación que defienden ideas y métodos imposibles de homologar a los de la derecha democrática. Sería bastante útil que emergiera ese temido partido ultraderechista para que viéramos con claridad qué apoya cada quien; porque mientras no ocurra seguirán camuflados de liberales inermes quienes fomentan el desprecio al extranjero, sustituyen la crítica por el insulto y descargan sus agresiones verbales contra los que no se adhieren a sus consignas. Aún hay otra razón para desear que las ideas ultras alcancen expresión política propia: el prestigio de que goza la exaltación del sentimiento nacional -siempre que no se refiera a España-, pese a ser uno de los factores que abona la xenofobia. A muchos les sorprendería saber que, en esa encuesta del CIS en la que un 60 por ciento consideraba excesivo el número de inmigrantes, la media era superada no sólo por los votantes del PP (67 por ciento), sino también por los de la muy izquierdista ERC (64 por ciento) y sobre todo, a gran distancia de los demás, por los de la moderada CiU (74 por ciento).

En el mapa político español parece que los sentimientos de ultraderecha pasan por la izquierda y el centro autonómicos antes de llegar a la derecha estatal, una confusión que favorece esa peligrosa posibilidad de que las ideas xenófobas arraiguen en partidos que tenemos por respetables, sin aspavientos ni cataclismos. Hasta que de repente nos demos cuenta de que el hollín del odio nos ha ennegrecido a todos el alma, porque en su día no quisimos mirar a los ojos de la Medusa.